3° Domingo de Adviento
Provincia Mercedaria
de Chile

3° Domingo de Adviento

Viernes 15 de Diciembre, 2017

 
Esto es lo decisivo al leer los textos de este domingo tercero de Adviento: es Dios y su acción salvadora, manifestada en el Enviado que han esperado los siglos y que han anunciado los profetas hasta Juan Bautista, es el que acoge María y le regala la morada de su propio cuerpo para que habite en medio de nosotros como uno más, es Jesucristo la causa de nuestra alegría y de nuestro gozo.

¡Cristo Redentor!, tú eres el que esperamos

                ¡Qué necesaria invitación, la de este tercer domingo de Adviento! “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense, pues el Señor está cerca”, nos invita la antífona de entrada de la eucaristía de este domingo, y lo hace con insistencia para recalcar que se trata de una acción importante. El salmo responsorial está tomado del Cántico de María, el Magnificat, el más bello canto de alegría y gratitud que puede imaginar un ser humano de la talla de María: “Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador”, dice María ante el misterio de la encarnación del Verbo en sus purísimas entrañas.  Lo repite la segunda lectura: “Estén siempre alegres”, invita San Pablo a los cristianos de Tesalónica. Es sintonía perfecta con el anuncio del profeta acerca del enviado de Dios porque “me ha enviado para proclamar el año de gracia del Señor, a proclamar la liberación a los cautivos, Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres”. Y donde está actuando el amor de Dios no puede haber sino alegría y gozo desbordante. ¿Es así nuestra experiencia de creyentes en el Chile de hoy? ¿No nos habremos contagiado con lo contrario, la tristeza, el desaliento, la crítica despiadada  de nuestra sociedad insatisfecha e individualista? Esta llamada que nos formula la Palabra no es fácil de identificar con cualquier cosa que se le parezca en algo a la alegría. Es indispensable que acojamos la Buena Noticia que Dios nos regala, la de su Hijo, el que pronto recordaremos en su nacimiento en Belén. Pero si el nacimiento de Jesús ya no es para nosotros Buena Noticia, nuestra alegría se basará en cualquier cosa. Esto es lo decisivo al leer los textos de este domingo tercero de Adviento: es Dios y su acción salvadora, manifestada en el Enviado que han esperado los siglos y que han anunciado los profetas hasta Juan Bautista, es el que acoge María y le regala la morada de su propio cuerpo para que habite en medio de nosotros como uno más, es Jesucristo la causa de nuestra alegría y de nuestro gozo. ¿Lo es verdaderamente? ¿Contagiamos a otros con nuestro entusiasmo y alegría de creyentes en Él? Una cierta opacidad esconde el motivo central de nuestra Buen Noticia cristiana. Por eso, el llamado de la Palabra es siempre necesario y urgente, sobre todo en este Adviento.

EL MESA DE LA PALABRA

Is 61, 1-2.10-11                 “Me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos”. 

Sal [Lc 1,46-50.53-54]             Mi alma se regocija en mi Dios.

1Tes 5, 16-24                     “Estén siempre alegres”.  

Jn 1, 6-8, 19-28                 “Vino como testigo, para dar testimonio de la luz”.

                Recordemos una preciosa indicación acerca de la importancia de la Palabra de Dios: “Las lecturas propuestas por el Leccionario han de proclamarse en la asamblea litúrgica en su totalidad, como está previsto en la liturgia del día” y nunca pueden ser sustituidas – tampoco el Salmo, que es Palabra de Dios – por otros textos por más significativos que parezcan desde el punto de vista pastoral o espiritual.  Si queremos que la Palabra sea el centro de nuestra vida tenemos que expresarlo también en nuestras celebraciones, en los gestos y los signos. Hay que dignificar el ambón de la Palabra y dignificar el Leccionario desde donde se anuncia la Palabra.

                El profeta Isaías nos introduce en la “mesa de la Palabra”, este convite del cual el pueblo de Dios es el comensal por excelencia. El texto está tomado del tercer Isaías, del capítulo 61. Los dos primeros versículos son retomados por Jesús cuando proclama la Buena Noticia que trae en el famoso discurso en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16ss). En estos versículos se describe la misión del profeta que anuncia que ha sido ungido y enviado por el Señor para llevar la Buena Noticia a su pueblo. El mensaje es de consolación y no de condena y está dirigido a los pobres en su amplia gama: los pobres, los cautivos, los oprimidos. El profeta es enviado a “proclamar un año de gracia  del Señor” (v. 2) o simplemente “un año jubilar” como nos indica Lv 25, 8-16, que Israel celebraba cada 49 años y significaba condonación de deudas, liberación de los esclavos y retorno a la propiedad familiar. Los versículos 10 – 11 son la conclusión del poema con un canto de acción de gracias que se prolonga en Is 62,1-9. Busca que los oyentes sueñen con una ciudad que en este momento está en ruinas, por lo cual en su poesía imagina la nueva Jerusalén con la imagen de una novia engalana o de un novio que se pone la corona. La fuerza de las imágenes busca poner en movimiento a un pueblo  sin ánimo ni compromiso, para reconstruir la ciudad santa que tanto añoraban en el destierro en Babilonia. El profeta cumple su tarea en medio de un ambiente muy poco alentador y por eso “el sueño” de un mundo distinto busca cambiar los ánimos y comprometer en la tarea. ¿Qué aprendemos de este mensaje? La acción de Dios no es automática sino que requiere de la colaboración del hombre desde su libertad y su capacidad de soñar en un mundo nuevo.

                El salmo de este domingo nos muestra cómo los pobres son los protagonistas de la historia y, entre ellos María, “la humilde esclava del Señor”. La historia normal tiende a girar en torno a los poderosos e importantes pero la historia de Dios se escribe con los humildes de este mundo. El canto de María invierte la escala social, porque Dios baja de su trono a los poderosos y levanta a los humildes.

                La primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses es la segunda lectura de hoy. Es la parte final de la carta donde el Apóstol reúne algunos consejos prácticos para los fieles de Tesalónica pero también para nosotros. Ya hemos indicado que encabeza el texto este llamado: “Estén siempre alegres” (v. 16). La fuente de esta nota fundamental de la vida cristiana es el Espíritu Santo, entre cuyos frutos se menciona el gozo. Sigue  la invitación a orar sin cesar porque la oración ayuda y sostiene la unidad en Dios;  y la acción de gracias, que constituye la celebración litúrgica, entre ella, la eucaristía. Le sigue una preciosa advertencia: “No apaguen el fuego del Espíritu” (v.19) y “No desprecien la profecía” (v. 20). ¿Qué significa esto? Una invitación a poner en común, al servicio de los demás, los dones que el Espíritu Santo derrama sin cesar en los fieles para común utilidad de todos. Un teólogo escribió un libro con el sugerente título: “El Espíritu Santo, el gran desconocido”, porque efectivamente el cristiano común no tiene conciencia acerca de la presencia y protagonismo del Espíritu Santo en su vida diaria. Si la vida cristiana se reduce sólo al cumplimiento de normas o las obras, pierde su sentido “carismático” renovador del Espíritu. Si acogemos la acción del Espíritu en nosotros, es indispensable seguir el saludable consejo: “Examínenlo todo y quédense con lo bueno, eviten toda forma de mal” (vv. 21 -22). El cristiano sabe que no todo lo que piensa o siente o desea o dice es inspiración del Espíritu; es esencial discernir siempre buscando la voluntad de Dios en cada circunstancia concreta. Esta “alerta” evangélica es la regla segura para actuar con recta conciencia y no caer en el autoengaño. Todo esto permite al cristiano esperar al Señor con la certeza que si Él nos llamó, el mismo llevará a cabo lo que nos ha prometido.

                El cuarto evangelio nos ofrece el testimonio de Juan Bautista acerca de Jesús. El texto del evangelio de hoy se inicia con los versículos 6-8 del famoso Prólogo de San Juan (Jn 1, 1-18). Hay acuerdo en que estos versículos que se refieren a Juan Bautista son  considerados como una inserción al himno primitivo hecha por el evangelista. En estos versículos se señala un claro paralelismo de contraste en el que se contrapone la figura de Juan Bautista, testigo de la luz, a la luz verdadera, que es la Palabra encarnada. Así se pretende que los lectores y oyentes puedan estar mejor preparados  para emprender la lectura del relato evangélico  que en el versículo 19 comienza abruptamente con el testimonio profético del precursor de Jesús. Que estos versículos son una inserción se comprende si leemos el versículo 5 y seguimos de inmediato con el versículo 9 donde se continúa el tema de la luz que brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron (v. 5).

                Los versículos 19 – 28 abren un relato que lleva a un reconocimiento gradual de quién es Juan Bautista. Nuestro texto representa la jornada del primer día en que el Bautista es abordado con la pregunta: ¿Quién eres tú? La pregunta está en boca de los enviados de los judíos de Jerusalén, sacerdotes y levitas, es decir, representantes del templo y de la religión oficial. La pregunta y el interrogatorio no es tanto por la identidad sino “con qué autoridad” estás predicando y bautizando. Son estos enviados los primeros representantes de las tinieblas que se oponen a la luz pero que no logran vencerla. Resuena así el “vino a los suyos y los suyos no lo vencieron o recibieron”.  Prontamente Juan comienza declarando: “Yo no soy el Mesías” (v.20), lo que no acalla la inquietud de los interlocutores: “¿Quién eres entonces? (v. 21) Desfilan personajes importantes en la historia y esperanza judía: Elías o el Profeta como posibilidad de identidad de Juan. La negativa es clara: ninguno de ellos. Una antigua tradición de Israel atestigua que al final de los tiempos volverá el profeta Elías para anunciar y preparar la venida del Mesías. Respecto al Profeta es una referencia a Moisés. A la insistencia de los enviados: “¿Quién eres, qué dices de ti mismo?”, Juan da una respuesta clara y contundente: “Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen los caminos del Señor”, como dijo el profeta Isaías” (v. 23). Este texto está tomado de Is 40, 3 y se refiere a la misión de Juan Bautista. Los cuatro evangelios así lo afirman. Juan está declarando que él es sólo la voz pero Jesús es la Palabra, el Señor a quien hay que prepararle el camino.

                En el versó 24 intervienen los fariseos que estaban dentro de los representantes enviados por los judíos. “¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?” (v. 25). La respuesta de Juan es muy elocuente: “Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia” (v. 26-27). El bautismo de Juan no es sino un rito de purificación y llamado a la conversión para preparar la vida al Mesías que viene. Juan reconoce la infinita distancia que hay entre él y el Mesías al que prepara el camino.

                ¿Qué nos enseña este pasaje del evangelio de Juan? Nos regala un precioso ejemplo del testimonio que todo cristiano está llamado a dar acerca de la soberanía de Jesús. No hay que predicarse a sí mismo, lo que el Papa Francisco denuncia como “autorreferencialidad”, es decir, apropiarse del mensaje y convertirse en referente central del anuncio. El centro siempre es Jesús, el Señor y su Evangelio. Como Juan, es muy necesario reconocer nuestra identidad discipular y humildemente actuar en el ámbito de instrumento evangelizador, en completa dependencia de Aquel que nos llamó a compartir su aventura de transformar el mundo con su palabra y con su acción redentora. Nos puede faltar la humildad de Juan para no apoderarnos del reino y de los pobres. Que preciosa lección hemos aprendido de Juan Bautista que tenía todos los atributos para haberse constituido en mesías. Somos la voz, el instrumento dirá San Agustín, pero Cristo es la Palabra que debe comunicar nuestra voz.

                Un saludo fraterno y hasta pronto.                         Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.

               

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