27° Domingo durante el año. Comentario del Evangelio
Provincia Mercedaria
de Chile

27° Domingo durante el año. Comentario del Evangelio

Domingo 08 de Octubre, 2017

 
El evangelio de San Mateo (21, 33-46) nos ofrece la segunda parábola que subraya el clima de hostilidad y de tensión que rodea la actividad de Jesús en esta etapa final de su misión. La viña da buena uva pero los labradores se apoderan de la viña. No quieren entregársela al propietario. Apalean y matan a sus enviados incluso a su hijo.

27° DOMINGO DURANTE EL AÑO (A)

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Hoy la Palabra que se nos proclama nos habla de una de las imágenes más apreciadas por la Sagrada Escritura como es la imagen de la viña y de la vid. Así de bueno es nuestro Señor que nos hace comprender las realidades eternas a través de las cosas sencillas. Podemos recordar otras imágenes muy significativas para nuestra vida como, por ejemplo, el pan que representa todo lo que necesitamos para nuestra vida diaria, como lo decimos frecuentemente en el Padre nuestro: “Danos hoy nuestro pan de cada día”, es decir, todo lo que necesitamos para ser felices cada día. Otra imagen muy significativa es la del agua que da fertilidad a la tierra y es el don fundamental que hace posible la vida, razón por la cual está íntimamente unida al inicio de nuestra vida nueva en el bautismo. Y, por cierto, el vino del que la Biblia dice, en un salmo, que “alegra el corazón del hombre”, y es la imagen de la fiesta con que superamos los límites de lo cotidiano. De este modo, el vino y la vid se han convertido también en imagen del don del amor como acontece con la primera lectura de hoy. Y el pan y el vino con que hacemos la eucaristía son la expresión de la más admirable comunión de amor del Padre por medio de su Hijo con la humanidad. ¿Qué nos dicen las imágenes de la viña de Isaías y de San Mateo? ¿Me siento responsable de cuidar la porción de la viña que el Señor me ha encomendado? ¿Cómo trabajo y cuido la viña, es decir, el Reino que Dios me ha encomendado?

Lecturas:

Is. 5, 1-7           “¿Qué puedo hacer por mi viña que aún no haya hecho?”.

Sal 79, 9.12-16.19-20              La viña del Señor es su pueblo.

Flp 4, 6-9             “Y el Dios de la paz estará con ustedes”. 

Mt 21, 33-46        “Y arrendará la viña a otros viñadores”.

                Entremos en el diálogo que Dios abre con su pueblo a través de su palabra. Este encuentro empieza al hablarle Dios al hombre e intervenir en su vida a través de su palabra. Su propósito es provocar en nosotros una respuesta, respuesta que abarque todo nuestro ser. Para que haya respuesta debe preceder  una atenta escucha. Pero el encuentro y el diálogo siempre lo abre Dios, nuestro Padre, lo hace con su pueblo que le responde acogiéndolo en la fe y el amor.

              Canto a la viña es el texto del profeta Isaías (5, 1-7) que hoy abre el tesoro de la Palabra de Dios de este domingo. Un canto donde se dejan fluir los más bellos sentimientos hacia una realidad que era tan cercana y familiar como es la viña para los pueblos del Cercano Oriente. Estamos ante un poema que posiblemente Isaías pronunció en la fiesta de las Chozas o Tiendas, que coincidía con el final de la vendimia y se celebraba con mucha alegría. El poema se inicia idílicamente como un canto de amor: “Voy a cantar en nombre de mi amigo el canto de mi amado a su viña” (v.1). Una viña es tener un pedazo de tierra cultivado con especial esmero ya que de allí era posible extraer el sustento básico para la familia. Es muy importante descubrir el vínculo afectivo que une al israelita con su viña. La viña, con su sabroso fruto, uvas frescas, buen vino y nutritivas pasas para el invierno, constituye todo un motivo de alegría y de un especial vínculo afectivo. Este amor por la viña supone cuidados especiales: “Removió la tierra, la limpió de piedras y plantó buenas cepas; construyó en medio una torre y cavó un lagar” (v. 2). Y luego a esperar los frutos de todo este despliegue amoroso por la viña. “Y esperó que diera uvas, pero dio frutos agrios”, concluye el versículo 2. ¡Qué desilusión! Luego pide un veredicto público a los habitantes de Jerusalén y hombres de Judá que dirima entre mi viña y yo: “¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? Se esperaba que diera uvas, ¿por qué dio frutos agrios?”(v.4). Este versículo es clave para comprender el alcance del canto que pasa del estado de un amor idílico a un abandono de la viña y a una violenta denuncia de la opresión e injusticia de Israel, el pueblo de Dios. La conclusión es triste pero real: “¡Él esperó de ellos equidad, y hay efusión de sangre; esperó justicia, y hay gritos de angustia!”(v. 7). El desilusionado es Dios y ciertamente el profeta, no sólo de los tiempos de Israel sino de todos los tiempos. La actualización de esta palabra profética nos involucra también a nosotros, a cada uno, porque nuestros frutos no son de santidad y justicia sino de pecado y de muerte. ¿Es correcto decir que Dios está desilusionado de su pueblo? Es la forma de expresar la abismante distancia entre el proyecto de Dios para nosotros y nuestra respuesta opaca y agria, más marcada por la tristeza que por la alegría. Sigue vigente la pregunta del versículo 4: “¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?” es la pregunta de Dios, de Cristo, ya que no hay comparación entre el “amor hasta extremo” que nos tiene el Padre y nuestra siempre débil respuesta. ¿Qué más puede hacer Dios por nosotros que no lo haya hecho ya?

                La Carta a los Filipenses (4, 6-9) nos ofrece otro aspecto de la riqueza de la Palabra de Dios. El texto se ubica dentro de la exhortación al amor que Pablo les dirige a sus “hermanos míos muy queridos, a quienes tanto deseo ver, ustedes que son mi alegría y mi corona, amados míos, perseveren firmemente en el Señor” (v.1), lo que revela el tono cercano y afectuoso entre el evangelizador y los evangelizados filipenses. Dentro de este espíritu, las exhortaciones que les dirige están llenas de consideración y aprecio. Entre éstas resaltemos la invitación a la plegaria cuando les dice: “No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios” (v. 6). Una de las convicciones más importantes para la vida de un discípulo es el llamado a la oración continua, ya que en ella se desarrolla el encuentro y la amistad del creyente con el Señor. El mismo Señor aconseja: “Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá” (Mt 7,7). La oración es como el oxígeno para la vida cristiana, absolutamente necesaria. Y el cristiano aprende a orar junto al Maestro de la oración, Jesús de Nazaret. Aprende a pedir y a dar gracias aunque muchas veces nuestra oración se reduzca a solo pedir, olvidando la gratitud y acción de gracias. Sin embargo, no olvidemos que también la oración debe estar envuelta en la alegría: “Tengan siempre la alegría del Señor; lo repito, estén alegres” (v. 4). Y una forma concreta de esta alegría es haciendo felices a los demás con la propia bondad. El “deseo de la paz de Dios” es un tema de todas las cartas de San Pablo. Se trata de aquella paz profunda que libera de toda ansiedad. Termina la exhortación con una importante invitación, muy válida para nosotros: “Por último, hermanos, ocúpense de cuanto es verdadero y noble, justo y puro, amable y loable, de toda virtud y todo valor” (v. 8). El cristiano va descubriendo “las semillas del Verbo” en la creación y en la historia con la certeza que el Espíritu de Dios no queda escondido en la comunidad cristiana. Es decir, no nos es indiferente lo que acontece con la creación y esto se traduce en la preocupación por el medio ambiente, o por la historia, entendida como el espacio histórico donde Dios actúa para salvar al hombre, y desde donde se comprende la necesidad de “discernir los signos de los tiempos” en clave del Reino de los Cielos. Ecología y sociedad pertenecen a nuestra misión evangelizadora, lo que implica conocer y discernir los movimientos sociales de nuestro tiempo.

                El evangelio de San Mateo (21, 33-46) nos ofrece la segunda parábola que subraya el clima de hostilidad  y de tensión que rodea la actividad de Jesús en esta etapa final de su misión. Los protagonistas son los sumos sacerdotes y los fariseos, es decir, los líderes de Israel frente a Jesús. Ciertamente tanto en la primera lectura de hoy como en el evangelio se habla de la viña como un signo de la bondad de la creación de Dios y de la grandeza de la elección de Israel y también de nosotros como pueblo suyo. Pero, también dejan de manifiesto el fracaso del hombre por cuanto la viña, en lugar de dar rica uva, dio frutos agrios. Significa que Israel, creación de Dios, no ha dado los frutos esperados de derecho y de justicia sino, muy por el contrario, violencia, derramamiento de sangre y opresión. En suma, es el yugo de la injusticia la tónica del pueblo de Dios en sus dirigentes.

                Si prestamos atención a este evangelio en comparación con la lectura de Isaías,  la situación cambia: la viña da buena uva pero los labradores se apoderan de la viña. No quieren entregársela al propietario. Apalean y matan a sus enviados incluso a su hijo. Lo que buscan es apoderarse de lo que no les pertenece y así quieren convertirse en propietarios de la viña. Y esta motivación subyace en la parábola de los viñadores malvados porque éstos no quieren tener un amo. Por eso, no respetan ni siquiera al hijo que el propietario les manda: “Finalmente les envió a su hijo, pensando que respetarían a su hijo” (v.37). Pero los viñadores piensan muy distinto del amo: “Pero los viñadores, al ver al hijo, comentaron: Es el heredero. Lo matamos y nos quedamos con la herencia” (v. 38). Y cumplen con su objetivo: “Agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron” (v. 39). La parábola se inscribe dentro de aquella certeza que Jesús tiene al ver cercana su muerte y sabía que a ella lo conducía la violencia de los dirigentes de Israel. Quienes escuchaban la parábola en labios de Jesús no podían sino comprender que los viñadores son los dirigentes de Israel.

                Otro aspecto a tener en cuenta es el anuncio, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, del juicio de Dios a la viña infiel, el pueblo de Israel. En la lectura de Isaías 5, 1-7, Dios anuncia a través del profeta lo que hará con su viña: “quitar su valla para que sirva de pasto, destruir su cerca para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la podarán ni la limpiarán, crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella” (vv. 5-6). Los anuncios del profeta se hicieron triste realidad en guerras y exilios por obra de los asirios y los babilonios que vivió Israel. En el caso de Jesús, el juicio de Dios se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén el año 70 d.C. Los mismos sumos sacerdotes y fariseos respondieron: “Acabará con aquellos malvados y arrendará la viña a otros viñadores que le entreguen su fruto a su debido tiempo” (v. 41). Es la respuesta que dieron a la pregunta de Jesús: “Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿cómo tratará a aquellos viñadores?”(v. 40).   

                Actualicemos esta palabra de Jesús para nuestro tiempo. En las palabras de Jesús, la viña no será destruida sino que la confía a otros servidores fieles. Y esto tiene un fundamento seguro e inconmovible cuando cita el salmo 177, 22: “¿No han leído nunca en la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular; es el Señor quien lo ha hecho y nos parece un milagro? (v. 42). Su muerte no será la derrota de Dios sino el preludio de una victoria definitiva a través de su resurrección. Entonces la viña seguirá produciendo buenos frutos y será arrendada a otros viñadores que le entreguen sus frutos a su debido tiempo.

                ¿Tiene alguna aplicación actual esta dura parábola de este domingo? Benedicto XVI nos ayuda a profundizar el mensaje cuando dice: “Desembarazándose de Dios, y sin esperar de él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que se le antoje y que puede ponerse como la única medida de sí mismo y de su obrar. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara “muerto a Dios”, ¿es verdaderamente más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y dueños únicos de la creación, ¿pueden construir de verdad una sociedad donde reinen la libertad, la justicia y la paz? ¿No sucede más bien – como lo demuestra ampliamente la crónica diaria – que se difunden el arbitrio del poder, los intereses egoístas, la injusticia y explotación, la violencia en todas sus manifestaciones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad más dividida y confundida” (El Año Litúrgico, p. 416).

                ¡Somos trabajadores de la Viña del Señor, no propietarios! Debemos acoger y anunciar el Reino de Dios que Jesús nos encomendó. Dejemos que Dios sea Dios y nosotros sus criaturas.

                Un saludo fraterno y hasta pronto.                         Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.  

 

 

                  

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