Domingo de la Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José
Provincia Mercedaria
de Chile

Domingo de la Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José

Domingo 30 de Diciembre, 2018

 
La Sagrada Familia nos recuerda el rumbo a seguir y en ella podemos comprender el rumbo de toda familia, comunidad, iglesia, pueblo. La Estrella de Belén ya nos conduce a Belén de la tierra sino al Belén de la Eternidad. ¡Sagrada Familia bendícenos!

                ¡Qué rápido se pasó este año!, si parece que ayer estábamos iniciándolo. El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos, dice por ahí una melodía. Son muchas las canciones que hablan de la nostalgia del tiempo que se va entre las manos. El tiempo es fugaz, tan pronto se vive se aleja inexorablemente y sigue engrosando el baúl de los recuerdos. Y los humanos vivimos más de los recuerdos que del fugaz tiempo presente. Se nos va un año más. ¿Cómo lo vivimos? Eso es otro cuento. Los mercedarios lo hemos pasado muy bien, hasta tal punto que se nos pasó volando el VIII Centenario de la Orden. Y prontamente el Año Jubilar se nos convierte en recuerdos y recuerdos, la gran mayoría de ellos teñidos de gratitud, de alegría, de fe, de comunión, de fraternidad, de mucha esperanza. ¡Cómo pasa el tiempo!, nos decimos para abrir un comentario, un diálogo que versará sobre lo que vivimos, lo que celebramos, lo que hicimos. ¡Oh inexorable tiempo, tú que todo lo devoras y lo conviertes en pasado con la rapidez de un rayo! La vida que hemos recibido fluye sin detenerse y va como los ríos  a desembocar en el océano de la eternidad. Los años se agolpan y van unos tras otro sin pausa hasta que llegue el Día sin día en que todo concluirá para siempre. Entonces la eternidad nos espera, ese tiempo sin tiempo de Dios con nosotros. Y en lugar de pensar que todo pasa y nada queda, es mejor mirar desde la meta última, desde la eternidad. ¿Cómo será la eternidad sin año viejo ni año nuevo? No habrá más fin ni comienzo, todo será siempre, todo es siempre. Y entonces solo Dios basta. Somos peregrinos entre el tiempo que pasa y pasa sin detenerse pero peregrinos con rumbo, y no vagabundos dando vueltas y vueltas sobre lo mismo de siempre. La Sagrada Familia nos recuerda el rumbo a seguir y en ella podemos comprender el rumbo de toda familia, comunidad, iglesia, pueblo. La Estrella de Belén ya nos conduce a Belén de la tierra sino al Belén de la Eternidad. ¡Sagrada Familia bendícenos! Estamos todavía en camino pero un año más cerca de la meta final. Nuestras vidas son los ríos que van a desembocar en el mar inmenso. ¡Qué bella imagen nos sugiere nuestro caminar. ¡Ánimo, vamos por más.

                PALABRA DE VIDA     

1Sm 1, 20-22.24-28         “Por eso yo se lo cedo al Señor de por vida, para que sea suyo”.

Sal 83, 2-3.5-6.9-10   Señor, felices los que habitan en tu casa.

1Jn 3, 1-2.21-24                “Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros”.

Lc 2, 41-52                          “Bajó con ellos a Nazaret y vivió bajo su tutela”.

 

                Entremos en el espacio de la Palabra de Dios de esta fiesta de la Sagrada Familia según el Ciclo C de este nuevo año litúrgico que ya estamos viviendo.

                Del Primer Libro de Samuel 1, 20-22.24-28

                La protagonista de esta página bíblica del primer libro de Samuel es Ana que como Sara, Rebeca, Raquel, o la madre de Sansón e Isabel, la madre de Juan Bautista, era estéril y esto significaba un gran oprobio o vergüenza ante la sociedad de su tiempo e incluso motivo de escarnio y mofa. Se privilegiaba la fecundidad, el tener hijos como una bendición de Dios. E incluso la mujer era vista desde este casi único aspecto, el que fuera capaz de engendrar hijos. Ana se dirige a Dios en una súplica llena de fe y esperanza para que le conceda un hijo. Y como en los casos que hemos mencionado, Dios escucha la súplica concediéndole el hijo tan deseado, el niño de nombre Samuel, “al Señor se lo pedí” según dice la madre (v. 20). Pero ¿qué nos trata de comunicar este relato? ¿Qué mensaje contiene esta hermosa narración?

                Lo primero que tenemos que descubrir el contenido teológico del texto porque ha sido escrito para acrecentar nuestra fe en Dios. Así lo fundamental es mostrar la iniciativa gratuita de Dios que prevé todas las cosas dentro de su plan de salvación, plan ordenado a la salvación del hombre. Nada es casualidad, todo obtiene su sentido desde la iniciativa amorosa de Dios. Una manifestación concreta de esta voluntad divina es el poder sacar la vida allí donde ya no hay esperanza humana que surja. Una mujer estéril y anciana como es el caso de Isabel, la mamá de Juan Bautista, es la expresión de nuestra incapacidad de salvarnos por nuestra cuenta y de una humanidad sin vida, sometida a la muerte. Pero Dios hace el milagro que parece imposible como es generar vida donde no hay ya expectativas humanas. “Para Dios no hay nada imposible” le dice el Ángel a María en referencia al embarazo que vive su pariente Isabel.

                El segundo aspecto a destacar es el humilde y agradecido reconocimiento de Ana frente al hijo que Dios le ha regalado. Ella cumple su promesa, nada fácil de entender si anhelaba tanto tener un hijo, y lo consagra a Dios para siempre. Es la razón por la cual no subió con su esposo Elcaná y su familia al templo: “Cuando el niño haya sido destetado, yo lo llevaré para presentárselo al Señor y que se quede allí para siempre” (v. 22). Ana ofrece a su hijo al Señor con plena certeza que lo había recibido como un don de Dios. Los hijos no son propiedad de los padres sino don del Dios de la vida y por lo tanto pertenecen al Señor y su vocación es servirlo. Los padres son servidores de la vida que Dios les ha encomendado. ¿Comprendo esta gran verdad que la vida es siempre un don de Dios? ¿Hasta dónde respeto este sagrado don que he recibido? ¿De qué manera manifiesto el desprecio por el don recibido tanto en mí como en el prójimo? ¿Puedo como cristiano aprobar el aborto, la tortura, la eutanasia, los atropellos a la vida humana?

                Salmo 83, 2-3.5-6.9-10 expresa muy bien la actitud del peregrino cuando está a las puertas de la Ciudad Santa; se acrecienta el anhelo de entrar en ella, morada de Dios, presencia divina en Jerusalén. Desde la meta, el orante recuerda el motivo que lo llevó hasta Jerusalén: estar feliz junto a Dios. Nosotros también gemimos en nuestro interior anhelando la posesión definitiva de Dios y esa es nuestra felicidad eterna, nuestro fin último como decía San Ignacio. Hace bien recordar y experimentar este anhelo interior por lo definitivo de nuestro peregrinar aquí: el cielo, la vida eterna, la comunión de los santos.

                De la Primera Carta de Juan 3, 1-2.21-24

                Este breve escrito procede de finales de la década del año 90 de nuestra era y su autor es Juan el Evangelista también autor del cuarto evangelio y de los escritos joánicos (tres cartas y el libro del Apocalipsis). Ya se deja entrever que en medio de esta comunidad cristiana, fervorosa y dinámica, conformada por cristianos procedentes del judaísmo y del paganismo, está siendo infiltrada por falsas doctrinas, motivo de división y confusión. Éstas no reconocen a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, niegan la encarnación y se consideran sin pecado aunque no guardan los mandamientos.

                El centro de atención de esta segunda lectura está claramente dicho en el v. 23: “Y éste es su mandato: que creamos en la persona de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros como él nos mandó”. El cristiano hace un camino de maduración de su fe y la plenitud de esa madurez espiritual es darse cuenta y vivir el amor como lo único que vale y resume todas las exigencias evangélicas que el Señor nos propone. Y cuando esto sucede cae en la cuenta que todos los mandamientos y exigencias son expresiones del único amor con que el Padre nos ha amado. Todo nace de nuestra relación con Dios, relación de especial intimidad como es la condición de hijos de Dios o filiación adoptiva. Así comienza la segunda lectura: “Miren qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y realmente lo somos” (v. 1). También este central aspecto de nuestra identidad cristiana está sujeto a desarrollo. Cuando vamos entendiendo esta realidad empezamos a crecer en comunión profunda con el Señor, pero a medida de ese desarrollo vamos tomando conciencia cada vez más profunda de nuestras limitaciones, sin desesperación ni desaliento, sino con esperanza de ser un día liberados plenamente. Finalmente quien se esfuerza por amar según el ejemplo de Jesús, no debe tener miedo ante el juicio de Dios. Dios es más grande que nuestra conciencia y nuestras preocupaciones. “Quien cumple sus mandatos permanece con Dios y Dios con él. Y sabemos que permanece con nosotros por el Espíritu que nos ha dado” (v. 24). Es una alentadora conclusión para nosotros los peregrinos del Reino. No lo olvidemos, sobre todo, cuando somos presa fácil de escrúpulos y sentimientos de culpabilidad que no son necesariamente signos de conversión. ¿Dejo que me invada el desaliento o la desesperanza? ¿Acaso no soy realmente hijo de Dios que me ha liberado por el amor redentor de su Hijo? ¿Intento vivir conscientemente mi condición de hijo del Padre?

                Del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 41-52

                La narración de la pérdida y hallazgo de Jesús en el templo es una escena de vida familiar, enmarcada en dos breves descripciones de la vida de Nazaret como es el viaje anual a Jerusalén para la Pascua y el retorno a casa de la familia de Jesús. Pero de nuevo hay que decir que la narración no se queda en lo anecdótico o crónica de un hecho cualquiera de la vida familiar de Jesús; el relato tiene una evidente intencionalidad teológica, es decir, es una mirada desde la fe, desde la historia de la salvación. Es sólo así que podemos penetrar en el sentido hondo de este episodio que narra sólo San Lucas. Estamos ante un significado mesiánico y profético del gesto de Jesús que nos introduce más allá del puro hecho de la pérdida y hallazgo del niño Jesús en el templo.

                En primer lugar Jesús conoce bien su misión mesiánica. Ante la interpelación que le dirige María cuando lo encuentra en el templo: “Tu padre y yo te buscábamos angustiados” (v. 48), Jesús responde de modo convincente en forma de interrogación: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” ( v. 49). Hay dos concepciones del vocablo “padre”. En labios de María, “tu padre” se refiere a José, su esposo; en labios de Jesús, “Mi Padre” se refiere a Dios. Notemos que son las primeras palabras de Jesús en el evangelio de San Lucas: “Mi Padre”. De este modo se define la paternidad divina de Jesús, es decir, Jesús es el Hijo de Dios y por consecuencia no es de José.

                En segundo lugar, Jesús define su misión o destino que tendrá su vida: “¿No sabían que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?” o el mismo sentido en la frase: “¿No sabías que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Sin embargo, Jesús no inicia aquí su ministerio o misión pública. San Lucas anticipa desde la misma infancia de Jesús lo que moverá su vida: el plan o proyecto del Padre, es decir, los asuntos o cosas del Padre. Jesús no cumple la misión sólo predicando sino desde su misma encarnación en el vientre virginal de María y toda su existencia está inmersa en el plan del Padre para salvar o redimir al hombre de su desgraciada situación de muerte y pecado. También su existencia familiar pertenece a su misión redentora.

                Nadie comprende nada y nadie pregunta nada más. Y Jesús “Regresó con ellos, fue a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón” (v.51). El camino humano de Jesús está vinculado a una de las más importantes instituciones como es la familia, verdadera escuela de las virtudes sociales. Su experiencia bajo la autoridad de María y de José constituye el aprendizaje vital imprescindible en la vida de un ser humano. Desde aquí brota una luz nueva que ilumina la misión de toda familia humana, la que debe edificarse en el profundo amor a Dios y al ser humano. Esto reclama de los padres el ejercicio de una autoridad al servicio del crecimiento de los hijos que no  se confunda ni con autoritarismo ni permisivismo, ambos defectos dejan lamentables consecuencias sobre la vida de las personas. 

                Hasta la próximo año si Dios quiere. Un saludo fraterno. Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.

 

 

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