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Domingo 16 de Septiembre, 2018

 
El evangelio de San Marcos nos ofrece hoy una escena central de este evangelio como es la confesión de fe de Pedro en Jesús como el Mesías esperado de todos los tiempos. Estamos en el capítulo 8 de este evangelio que comienza a clarificar la gran pregunta que domina la escena de los capítulos anteriores, a saber: ¿Quién es Jesús de Nazaret?

¡CRISTO REDENTOR! SÁLVANOS, REDÍMENOS

                 Estamos viviendo el tiempo de las preguntas y no cualquier pregunta sino aquellas que dejan al descubierto una realidad ineludible: si hemos actuado con la verdad o simplemente se la ha ocultado. Es tiempo de asumir con toda su profundidad lo que normalmente ignoramos, es decir, que hay pecados de omisión, de esos que quedan allí en el rito penitencial de la misa como escondidos. En verdad decimos que “he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Ésta última palabra pierde fuerza porque las tres anteriores nos parecen más evidentes y precisas. Un pecado de omisión se da cuando se deja de hacer aquello que nos corresponde sin dilación; cuando abandonamos nuestra responsabilidad propia y preferimos dejar pasar y no tomar ninguna clara determinación. Se puede omitir la acción que hay que hacer por razones diversas: puede ser por miedo, por negligencia culpable, por debilidad de carácter, por comodidad, por no querer asumir las consecuencias que puede acarrear el decidir o tomar medidas desde nuestra responsabilidad. Y lo que moralmente dejamos de cumplir cuando se esperaba una decisión acorde con nuestro ámbito de responsabilidad, constituye un pecado de omisión. Dejar de decir la verdad, dejar de corregir, dejar de tomar medidas adecuadas, dejar de salvaguardar el bien no sólo de los individuos sino de la comunidad, dejar de discernir lo que debemos hacer, no considerar el campo de nuestra propia responsabilidad como esposo, sacerdote, obispo, cardenal, magistrado, gobernante, legislador, profesor, médico, hijo, padre o madre, etc. constituyen los pecados de omisión cuya gravedad se medirá por las consecuencias que tal acto provoca. Acaso no sea esta la situación más penosa que en estos días está ardiendo en nuestro país y a todo nivel. Se han dejado de hacer muchas cosas necesarias para que haya un bien más pleno. Pero las responsabilidades se diluyen en una maraña de subterfugios que terminan por dejarlo todo peor. Ahora le ha tocado a la Iglesia. Las víctimas de los abusos claman verdad y justicia y ya no cabe dilación ni encubrimiento; se ha precipitado el torbellino contenido por largo tiempo mediante la no atención a un problema tan grave como el que nos estremece y duele. No cabe duda que hay pecados de omisión y lo que es más grave cuando se trata de delitos cometidos contra menores de edad. Tomemos este tiempo como un llamado a la conversión profunda y a la penitencia purificadora.

PALABRA DE VIDA

Is 50, 5-9                             “Sí, el Señor viene en mi ayuda:¿quién me va a condenar?”

Sal 114, 1-6.8-9                 Caminaré en la presencia del Señor.

Sant 2, 14-18                     “Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está  completamente muerta”. 

 Mc 8, 27-35                        Pedro respondió: “Tú eres el Mesías”.

 

                  Del Libro del Profeta Isaías

                La primera lectura nos traslada al mundo del Antiguo Testamento, concretamente a uno de los “profetas mayores” representado por el Libro de Isaías en el capítulo 50, 4-11 que se lo identifica como el Tercer cántico del Siervo de Yahvé. Nuestra primera lectura sólo nos proclama los versículos 5 – 9. Recuerde que son cuatro los cánticos del Siervo en Isaías. Este tercer cántico mezcla el tema del sufrimiento con el de la confianza, ambos afrontados por el Siervo. Fijémonos en el verso 5: “El Señor me abrió el oído: yo no me resistí ni me eché atrás”. Aquí se refiere a un rasgo fundamental en el siervo, es decir, la escucha de la Palabra de Dios, lo que lo convierte en un discípulo fiel del Señor. “Cada mañana me despierta el oído, para que escuche como un discípulo” dice en el verso 4. La fidelidad del Siervo como la de un discípulo no se da en la tranquilidad o reposo sino en la resistencia al sufrimiento abundante a que está sometido. El Siervo es “un hombre de dolores”. Se trata de una fidelidad activa y no de un estado “con cero problema” como acostumbramos a decir. El Siervo de Yahvé tiene la confianza que Dios lo sostiene para que no se rinda ante los sufrimientos que recibe de parte de los hombres. Por eso repite: “El Señor me ayuda, sabiendo que no quedaría defraudado” (v.7). Frente al aspecto doloroso de la misión, que lo lleva a enfrentar incluso la agresión física y la hostilidad, el Siervo soporta fielmente porque espera el triunfo final que Dios mismo le concederá. Aprendemos a leer este texto mirando a Jesús que, obediente al Padre, acoge el camino de la cruz con la esperanza puesta en el que lo resucitará. Y podemos descubrir el camino de la Iglesia y de cada cristiano como camino de la cruz, de la entrega y del servicio humilde, todo ello sostenido por el Señor de la Vida que nunca falla. El mismo nombre de este misterioso personaje es ya llamativo: “Siervo”, el que presta el servicio humilde como el esclavo. Es una imagen sugerente que nos intranquiliza frente a nuestras ansias de poder y dominación. ¿Puede esta imagen del Siervo ayudarnos a comprender el mesianismo de Jesús que no está asociado al éxito ni al poder, criterios tan deseados por el hombre moderno?

                El Salmo 114 es una salmo de acción de gracias individual de alguien que está en peligro mortal quizá a causa de una enfermedad grave, acude al Señor sin perder la confianza. Dios lo salvó del peligro y ahora proclama: “Caminaré en presencia del Señor, en el país de los vivientes”.

                De la Carta de Santiago 

                La segunda lectura de la Carta de Santiago es otra invitación potente a despertar esa fe aletargada y anodina en que estamos viviendo. El mensaje es claro, directo, interpelante para todos sin excepción: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras?” Así comienza con una pregunta al fondo mismo de nuestra vida cristiana. Porque la fe es el fundamento absoluto de una vida creyente. Sin la fe no se puede agradar a Dios, ya que ella nos abre la puerta y el camino para vivir en la búsqueda del Misterio de Dios hasta alcanzarlo. La fe es el maravilloso don que hemos recibido en el bautismo, es la llave de la salvación. Pero la fe auténtica se encarna en la vida real de la persona y de la comunidad; la fe se “hace vida”, se manifiesta en  formas concretas de la diaria actuación del creyente. El Beato Pablo VI decía que el peor escándalo del tiempo moderno es el divorcio entre fe y vida. Si la fe no anima nuestra vida concreta se convierte en cualquier creencia o ilusión. Concluye la lectura de hoy: “Lo mismo pasa con la fe que no va acompañada de obras, está muerta del todo”. Las obras no son sólo las buenas acciones individuales sino la solidaridad real con el pobre, la práctica de la justicia, la vivencia de las obras de misericordia. Es la vida inserta en el ámbito de la comunidad, de la sociedad, de la fraternidad. La fe siempre se vive y se practica en comunidad y de cara a la sociedad donde vivimos. Sería bueno revisarnos desde esta dimensión comunitaria y solidaria, aspectos inseparable de una fe auténticamente  cristiana. La lectura que escuchamos contradice a quienes repiten como un estribillo: “Yo soy católico a mi manera”. Se trata de una contradicción grave ya que fe verdadera es la que mueve a agradar a Dios cumpliendo sus mandamientos y esto integrando la comunidad cristiana, la Iglesia, Pueblo de Dios.

                Del evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Marcos

                El evangelio de San Marcos nos ofrece hoy una escena central de este evangelio como es la confesión de fe de Pedro en Jesús como el Mesías esperado de todos los tiempos. Estamos en el capítulo 8 de este evangelio que comienza a clarificar la gran pregunta que domina la escena de los capítulos anteriores, a saber: ¿Quién es Jesús de Nazaret? La pregunta se refiere a un aspecto central de la cristología porque se pregunta por la identidad de Jesús. Es la pregunta clave en el seguimiento de Jesús. No se puede comprometer con una persona de la que ignoro su identidad. La pregunta sigue hoy vigente: ¿Quién es Jesús realmente? ¿Qué pienso sobre su identidad? ¿Realmente lo conozco? Sin respuestas a estas interrogantes es imposible hacer un camino de un discipulado alegre y misionero como lo espera el Papa Francisco de cada uno de los cristianos.

                El escenario de este momento central en el itinerario misionero de Jesús es Cesarea de Felipe. Acontece mientras Jesús va “subiendo” a Jerusalén, lugar donde vivirá los sucesos decisivos de su vida y ministerio. La pregunta la formula Jesús a los discípulos “por el camino”, es decir, mientras va a Jerusalén por propia decisión. Los hechos de su pasión y muerte no se dan por casualidad; obedecen a una soberana decisión de Jesús, cosa que no deja de dejar perplejos a los mismos discípulos. Queda claro que la gente que lo ha seguido no lo identifican, simplemente lo relacionan con personas importantes de su historia como Juan Bautista, Elías o con otros profetas.

                La pregunta se dirige directamente a los discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” La respuesta de Pedro es inmediata: “Tú eres el Mesías”. Mesías es una palabra hebrea que servía para referirse al rey o al sacerdote consagrado o al “Hijo de David” prometido para los tiempos futuros. Para el Nuevo Testamento el Mesías es Cristo, que significa “ungido”. De aquí la confesión de la fe cristiana primitiva: Jesucristo, que quiere decir “Jesús es el Cristo”(= el Mesías).

                ¿Qué tipo de Mesías es Jesús? Aunque Pedro y los demás discípulos han dicho la verdad central de la fe, Jesús precisa de inmediato de qué Mesías se trata. El versículo 31  desconcierta a los discípulos, porque Jesús anuncia su final doloroso y su resurrección. Es el primero de los tres anuncios de la pasión y resurrección. El versículo 32 es sorprendente: el mismo Pedro tiene la osadía de intentar disuadir a Jesús; ese mesianismo sufriente no nos conviene para nada, intenta sacar a Jesús del “camino”, torcer el plan de Dios. Jesús reprende severamente a Pedro y reafirma la “ruta” que ha decidido seguir hasta el fin. Pedro y sus compañeros sueñan con un mesías político que saque al poder dominante y los lleve al triunfo como nación. Jesús reprende severamente a Pedro: “Retírate, ve detrás de mí, Satanás. Porque tus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres” (v. 33).

                Termina el episodio “por el camino” con una reafirmación de las exigencias que pone Jesús a sus seguidores: tienen que ir por el mismo camino que ha decidido ir Él, es decir, compartir su pasión, dar la vida por la causa del reino, optar por la vida dejando el egoísmo del mundo y sentirse felices de Jesús y de su Palabra. El seguimiento de Jesús no es jauja, implica un gran compromiso con la vida verdadera, una decisión valiente y heroica para vivir como Él vivió. No hay vida cristiana sin el amor que se dona a cada momento por y como Jesús.

                “Señor, tú me has llamado para compartir contigo tu misión. La clave para la fidelidad en este seguimiento es ponerme “detrás de ti”, ocupar el puesto de discípulo atento a tus enseñanzas y a tus pasos. No permitas que nada me desvíe de esta vocación. Ni los éxitos, ni los honores, ni un mal entendido bienestar ni la riqueza”.

                ¡Madre nuestra de la Merced! Extiende tu manto maternal sobre esta patria nuestra para que sea un ejemplo luminoso de convivencia, de respeto, de solidaridad y de hospitalidad.

                Un saludo fraterno.                                                                    Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.

 

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