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Viernes 16 de Agosto, 2019

 
Para darse a entender por la gente, Jesús emplea un lenguaje sencillo como el que nos ofrece el evangelio de hoy. Aparecen dos elementos: el fuego y el agua o bautismo. A través de ellos va a expresar la prioridad absoluta del Reino de Dios que Él anuncia y realiza por medio de sus palabras y sus obras.

¡Qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Y no es una frase para entretener sino para reflexionar en serio y con la lucidez de la fe. Paradojalmente la propuesta de Jesús no es un opio tranquilizante sino un cambio de tal envergadura que es sólo comparable con el fuego.  Ciertamente todos queremos la paz y la alegría pero esto no es una fácil panacea donde todo es miel sobre hojuelas; muy por el contrario, la edificación de una nueva sociedad supone aceptar el conflicto y la fuerza opuesta. Junto a la paz y la alegría surgen la persecución y la violencia. Extraño y dramático. Se supone que todos los hombres buscamos y queremos la paz y todos queremos ser felices pero la experiencia cristiana en esta historia de más de veinte siglos pone al descubierto lo que cuesta y cuál es el precio de seguir y vivir el evangelio de Jesucristo. No olvidemos que Jesús, en la perspectiva de San Lucas, va de camino hacia Jerusalén “por su propia decisión” y en este camino  nos sigue instruyendo acerca de las condiciones que los discípulos deben asimilar y abrazar con Él. En Jerusalén le espera la muerte en cruz y en este  “clima íntimo” que vive el Señor les dirige unas palabras que nos dejan sin aliento. Les dice: “¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”(Lc 12, 51-53). Todos sabemos que el Evangelio es un mensaje de paz y el mismo Jesús, “es nuestra paz” como dice San Pablo, ha derribado el muro que nos separaba, el odio, mediante su muerte y resurrección. ¿Cómo podemos entender las palabras de Jesús que hemos recordado? Por de pronto, el evangelio de hoy nos ayuda a comprender que la paz no es la simple ausencia de conflictos. Por el contrario, la paz de Jesús es el fruto de una lucha constante contra el mal, contra el Enemigo de Dios y del hombre, el Satanás. De aquí que la vida cristiana no se identifica con ninguna forma de pacifismo aún aquellos que buscan la armonía a cualquier precio. Nuestra fe cristiana es un combate contra las fuerzas del mal y no contra  personas o grupos. Sólo así se asume el camino pascual de Jesús como el camino de todo discípulo. ¿Se puede imaginar una vida cristiana sin lucha, sin cruz, sin persecución, sin combate? Sí, pero no sería cristiana, y ni siquiera sería  vida.

 PALABRA DE VIDA

Jer 38, 4-6.8-10   “Y Jeremías se hundió en el lodo”.                                                                       

Sal 39,2-4.18    ¡Señor, ven pronto a socorrerme!”.                                                                    

Heb 12, 1-4                        “Fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús”.                       

Lc 12,49-53                         “Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”

¿Es el mensaje cristiano una religión más? No es una religión entre otras. Es un movimiento extenso e intenso que envuelve todo, que moviliza a favor o pone en contra, que no pretende centrarse en los ritos y ceremonias sino en el cambio de vida, de actitud, de mirada. Se puede decir que Jesús no deja a nadie tranquilo e indiferente; por el contrario, intranquiliza, cuestiona, incomoda, saca de los moldes hechos, interroga, propone, clarifica, exige. El camino de Jesús no se identifica con los oropeles de una vida tranquila sino con una vida de entrega, de sacrificio, y hasta de sangre que se derrama como plenitud de amor. No es otro el camino del discípulo de Jesús.

                Dejemos que  nos “hable e interpele” Dios mismo a través del profeta Jeremías, de la experiencia de la comunidad cristiana primitiva representada en la Carta a los Hebreos y de la misma palabra de Jesús en el evangelio. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.

                Del  profeta Jeremías 38, 3-6.8-10

                El texto de la primera lectura de este domingo está dentro de una sección más amplia que se refiere a la suerte final de la ciudad de Jerusalén y su relación con el profeta (Jer 37, 1- 39, 18). El mensaje del profeta es abiertamente contrario a las aspiraciones del propio pueblo de Israel. La palabra de Dios permanece incólume, a pesar de las penosas circunstancias que vive el pueblo como consecuencia de su infidelidad y pecado. Hay un rey pero no tiene poder. Jeremías queda sujeto a la decisión de los dignatarios que resuelven deshacerse de él porque desmoraliza a los soldados y no busca el bien del pueblo sino su desgracia. Como consecuencia, Jeremías es arrojado a un pozo sin agua y queda hundido en el barro. Un extranjero intercede ante el rey y Jeremías es librado del peligro vital en que estaba, no por los de su pueblo sino por un extranjero. Tampoco había pan en la ciudad. ¿Qué nos recuerda esta lectura? Que el mensajero de Dios no está exento de dificultades y riesgos tan extremos como los que vivió el profeta Jeremías. Pero el hombre de Dios no se rinde ante una realidad adversa como la que vivió en momentos muy duros para la ciudad de Jerusalén. La Palabra, por dura y difícil que sea, siempre  es liberadora e ilumina los más difíciles momentos que siempre vamos a tener. ¿He vivido o vivo momentos muy duros donde no logro ver luz? ¿Qué hago en esa circunstancia? ¿Pienso que la fe cristiana es un tranquilizante? ¿Cómo me ha golpeado la  trágica situación de los abusos en nuestra Iglesia? ¿He pensado abandonar la Iglesia en lugar de aportar mi propio granito de arena para convertirnos al Señor? ¿Tengo el valor y coraje de Jeremías, el profeta fiel y firme de Dios?

                Salmo 39, 2-4.18 es un canto de acción de gracias y de súplica. Los versículos 2 – 11 son de agradecimiento porque el Señor libró al salmista de  una grave desgracia que llega a decir: “Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso…” para señalar la máxima precariedad de su existencia. La súplica concluye con una verdad básica: “Yo soy pobre y miserable, pero el Señor piensa en mí; tú eres mi ayuda y mi libertador, ¡no tardes, Dios mío!”. Para nuestro camino discipular este salmo nos ayuda a percibir mejor  nuestra relación vital con Dios.

 

                De la Carta a los Hebreos 12, 1-4

                Seguimos con la Carta a los Hebreos que, como hemos dicho,  es una homilía de un sabio predicador. Nos deleita hoy el texto de la segunda lectura de este domingo con un aspecto que rara vez reflexionamos: Jesús como creyente. Y de verdad que no sólo es una persona de fe sino testigo supremo de la fe. Después de recordar que estamos rodeados por una densa nube de testigos, todos nuestros antepasados cristianos, nos invita a centrar nuestra mirada en el testigo por excelencia: Jesús. Él, dice el predicador, “inició y consumó la fe” (v. 2). ¿Cómo lo hizo? Superando  todas las pruebas: “sufrió la cruz, despreció la humillación… soportó tal oposición por parte de los pecadores” (v. 2.3). Contemplando tan supremo testimonio de la fe que nos da Jesús, los creyentes deben correr con constancia la carrera que les espera. No deben desalentarse “porque todavía no han tenido que resistir hasta derramar la sangre en su lucha contra el pecado” (v. 4). Pero esto es posible si mantenemos “fijos los ojos en Jesús”. Fijar los ojos en  alguien es una expresión que es más que simplemente mirar o ver. Significa prestarle atención, buscar en Jesús fortaleza y alivio en medio de las dificultades que el cristiano experimenta siempre. Es el acto de saber distinguir frente a todo lo demás esa Persona que nos ama y nos comprende desde su propio misterio de Dios y hombre. Es tiempo de aprender a “fijar nuestra mirada” en Cristo cuando hay tanta cosa que nos distrae o nos atrae. Volver a Cristo no es una frase sino un reto fundamental para nuestros tiempos como lo fue también para los creyentes de la primera generación. En Él encontraremos rumbo, sentido, fuerza, dirección para caminar. ¿Es Jesús para mí un modelo de creyente? ¿He aprendido a “fijar mi vida” en Él? ¿Me dejo cautivar por su ejemplo de testigo privilegiado de Dios, nuestro Padre?

                Del evangelio según San Lucas 12, 49-53

                Para darse a entender por la gente, Jesús emplea un lenguaje sencillo como el que nos ofrece el evangelio de hoy. Aparecen dos elementos: el fuego y el agua o bautismo. A través de ellos va a expresar la prioridad absoluta del Reino de Dios que Él anuncia y realiza por medio de sus palabras y sus obras. En primer lugar, el fuego es generalmente figura simbólica del juicio y sugiere castigo o purificación. Pero también el fuego es figura del Espíritu Santo como se nos relata en Hch 2, 1-13. Entonces Jesús está diciendo que quiere que el mundo esté ya ardiendo con la presencia y acción del Espíritu Santo. Esa es la experiencia que Jesús nos comunica porque Él estaba lleno del Espíritu de Dios. Y un mundo animado por el Espíritu de Dios sería realmente un mundo humano-divino lleno de los dones y frutos del Espíritu Santo.

                El segundo elemento queda expresado cuando dice Jesús: “Tengo que pasar por un bautismo, y que angustia siento hasta que esto se haya cumplido” (v. 50). Mediante estas palabras Jesús se está refiriendo a su  muerte como aparece en Mc. 10, 38 y ante la cual siente una angustia que no puede reprimir. La muerte o su bautismo están dentro del plan del Padre para redimir al hombre, en cuanto expresión extrema del amor que Dios tiene por el hombre, su creatura. Nunca la voluntad de Dios es fácil de abrazar y realizar. Jesús no es una excepción de esta realidad. Tampoco lo será para el discípulo. Quien quiera vivir la amorosa adhesión a la voluntad salvífica del Padre, debe “beber el cáliz” o “pasar por el bautismo” que ha aceptado Jesús no sin angustia.

                La venida de Jesús y la predicación eclesial provoca la división incluso dentro de la misma casa. Al respecto dice: “¿Piensan que vive a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división” (v. 51). En la tradición profética, ésta era un rasgo de las tribulaciones que precederían al fin. Quizá sea este un aspecto que estaba muy presente en la predicación de Jesús. El encuentro con el Señor suscita la respuesta de la fe que crea la división entre los que están a favor y quienes se oponen al Señor. No sólo sería una realidad de la predicación de Jesús sino también del tiempo de la comunidad cristiana. No estamos hablando de la oposición entre quienes creen y quienes no creen; más bien, es la división al interior de la comunidad cristiana y el motivo de ella es el seguimiento de Jesús. Porque aunque todos hablan del seguimiento de Jesús, no todos comprenden lo mismo ni viven lo mismo. Por otro lado, la afirmación de Jesús acerca de la paz nos puede parecer chocante, sobre todo si pensamos que la paz es el gran don mesiánico. Jesús quiere distanciarse de quienes comprenden la paz como una tranquilidad sin exigencias. Digámoslo una paz sin esfuerzo, un pacifismo vacío. Hoy se prefiere hablar de “armonía” entendida como un estado general de bienestar sin compromiso ni riesgo. Es muy distinta la paz que Jesús nos da y nos propone, porque hay que enfrentarse con la conflictividad humana y generar el perdón, único camino de reconciliación genuina. Cada uno puede dar cuenta de lo difícil que es el perdón auténtico; con frecuencia preferimos la postergación, la huída, la evasión de ese paso liberador aunque estamos conscientes de la exigencia de perdonar que nos propone y manda Jesús.

                La novedad de Jesús nos pone ante una alternativa: o acogemos el Reino con todas sus implicancias personales y comunitarias, lo que implica esfuerzo y capacidad de enfrentar las tribulaciones ineludibles, o quedarse  fuera sin acoger la Buena Noticia y sus consecuencias. Jesús no acepta términos medios. Nos invita a tomar una decisión pero sin escamotear los riesgos y renuncias que ello conlleva. Significa discernir que Jesús y su Reino es una propuesta de un tiempo único, un kayrós o acontecimiento existencial, cargado de sentido y de fuerza renovadora. Que Jesús y el Reino no es más de lo mismo, no es otra propuesta en medio de miles de propuestas, sino la propuesta decisiva, llena de vida y salvación. Los hombres vivimos inmersos en el tiempo o espacio temporal o cronos. Jesús nos pone ante lo definitivo, lo radicalmente pleno y eso es el Reino. El tiempo medido o cronos no exige radicalidad como sí lo exige el kayrós evangélico.

                Desde aquí resulta muy alentadora la invitación de la carta a los Hebreos cuando nos llama a la constancia y a la perseverancia, en el sentido que podemos correr y ganar la carrera que se abre ante nosotros si mantenemos fijos los ojos en Jesucristo. Tanto la experiencia del profeta Jeremías como la del mismo Jesús nos ponen ante la realidad de nuestra condición de discípulos de Cristo: si acogemos y vivimos el mensaje, la Buena Noticia, a fondo y con suma honestidad será motivo de divisiones y conflictos. Soñar con una vida cristiana sin dificultades es ilusorio y peligroso. Nadie está exento de enfrentar los riesgos y peligros de  una existencia humana que se funda en la fe en el Señor, muerto y resucitado. La conflictividad de la experiencia humana también envuelve a quienes hemos acogido al Señor Jesús. ¿Da lo mismo entonces creer o no creer? De ninguna manera. El creyente no se encuentra sorpresivamente con las dificultades, porque él sabe que el camino de su Maestro y Señor es su propio camino como es el camino pascual. El discípulo madura cuando hace suyo el camino de Jesús, cuando comparte su muerte y resurrección.     

Hasta pronto. Que Dios les bendiga.      

Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.

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