¡Señor Jesús, que hoy escuchemos tu voz!
¡Oh, si escuchasen hoy su voz! No endurezcan su corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto: donde sus antepasados me pusieron a prueba y me tetaron, aunque habían visto mis obras. Siempre me ha llamado la atención este salmo 94 porque apunta tan directamente a una de las actitudes más torpes del ser humano como es no escuchar. Y la vida verdadera comienza con este fundamental acto humano: escuchar al otro y escuchar al Otro con mayúscula porque se refiere a Dios, a la trascendencia, al infinito, al que está más allá de nuestra diaria batalla humana. El salmo es tan profundamente humano que siempre nos denuncia o nos alerta sobre aspectos centrales de una experiencia humana y espiritual auténtica. Esta llamada ¡Oh, si escuchasen hoy mi voz! tiene el sentido de una alerta, tan necesaria siempre, sobre todo para el creyente. Con frecuencia corremos el riesgo de no escuchar la Voz del Amado al dejarnos atrapar por la multitud de voces que el diario vivir nos ofrece. Es un llamado siempre actual porque así se debe vivir la oración, ese diálogo tantas veces convertido en monólogo aturdido y monótono con que confundimos el diálogo, cuando no se quiere oír su Voz. Y si nuestra oración no es ejercicio de apertura a la gratuidad de Dios, nuestro interlocutor de toda hora, no se realiza la esencia misma de la oración como amistad dialogante. Estamos viviendo un tiempo excesivo en autorreferencialidad, el yo siempre grande y todopoderoso del hombre moderno, nos está impidiendo practicar la más bella actitud con que Dios nos ha creado, la capacidad de escucharlo a Él, a los demás, a las criaturas como el viento, los pájaros, el agua, las hojas de los árboles, las flores, los ríos, las montañas, las estrellas, las nubes, etc. Nos hemos encerrado en un mutismo escalofriante porque no estamos escuchando. Hemos convertido nuestro hermoso mundo humano y natural en un mundo muerto, ya no escuchamos su voz porque tampoco estamos escuchando a su Creador. No es extraño entonces que nos hayamos convertido en una humanidad de sordos, ciegos y mudos. Jesús viene a sacarnos de estos males que gravitan de manera tan significativa sobre la calidad de nuestra vida humana. La modernidad, con su avalancha de oferta y demanda, nos ha seducido y el resultado es preocupante y francamente deshumanizante. ¡Oh, si escuchasen hoy mi voz! Una gran luz viene a iluminar nuestras tinieblas del paradigma tecnocrático.
PALABRA DE VIDA
Isaías 8, 23 -9,3 El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz
Sal 26, 1.4.13-14 El Señor es mi luz y mi salvación
1Cor 1, 10-14.16-17 Que no haya divisiones entre ustedes
Mt 4, 12-23 Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca
La Palabra de Dios de este domingo centra nuestra atención en Jesús que deja la paz y seguridad de Nazaret y se establece en Cafarnaún. Y desde esta ciudad fronteriza desarrollará su actividad y misión. Lo primero y más importante que propone a las gentes es una actitud de conversión porque el Reino de los Cielos, expresión típica de san Mateo, está cerca y se inaugura una nueva situación de paz, justicia y abundancia. Esta invitación es acogida por hombres sencillos y humildes que, dejando su actividad de pescadores, deciden seguir a Jesús abrazando su camino. Que esta Palabra de hoy nos reimpulse en el empeño por el Reino de los Cielos.
Del libro del profeta Isaías 8, 23-9,3
Estamos dentro de la sección de Isaías I que lleva el nombre de Libro de Emanuel, de los capítulos 7 al 12. El texto de la primera lectura se inscribe dentro de una profecía mesiánica. Se trata de un breve poema cuyo aire son las esperanzas y sucede al anuncio de días oscuros para el pueblo. Parte de este poema lo hemos leído en la misa de medianoche de Navidad y canta la salvación que llegará más allá de los límites de Judá e incluirá a los pueblos paganos. El signo de la luz es muy potente en el lenguaje profético y señala un tiempo de Dios que se contrapone a las tinieblas que inundan a los pueblos. Precisamente la profecía recuerda que la luz mesiánica viene a desterrar las sombras que cubren los pueblos. La presencia de la luz, símbolo del futuro Mesías, traerá los otros bienes mesiánicos como la alegría, el gozo como cuando se logra una victoria y se reparte el botín entre los vencedores. Será una acción liberadora, ya que Dios triturará, como lo hizo en otro tiempo con Madián, pueblo enemigo de Israel, “la vara del opresor, el yugo de sus cargas, su bastón de mando” (v. 3). La presencia de la luz significa la acción poderosa de Dios en favor de los oprimidos, razón por la cual siempre es liberadora, es decir, rompe el dominio de las tinieblas, signo del mal que nos oprime. Recordemos este poema mesiánico y dejemos que el evangelio de hoy nos haga descubrir la belleza de su plena realización en Jesús, el “Dios con nosotros”.
Salmo 26, 1.4.13-14 El Señor es mi luz y mi salvación
Se trata de un poema bello y singular donde se entrelazan una confianza admirable (vers. 1-6) y un miedo inexplicable (vers. 7-13). Las dificultades que el creyente encuentra en su camino, aunque pueden ser extremas, no disminuyen la confianza porque “el Señor es mi luz, mi salvación”, “baluarte de mi vida”. Nada ni nadie aparta al creyente del fin buscado que es lo que pide y busca “habitar en la casa del Señor, todos los días de mi vida, y contemplando su templo”. Es una buena ocasión para orar con este bello salmo, sobre todo cuando las cosas se ponen cuesta arriba y es necesario acrecentar la confianza en el Señor.
De la primera carta de san Pablo a los Corintios 1, 10-14.16-17
Continuamos leyendo la carta que Pablo dirige a los inquietos cristianos de Corinto, famoso puerto de Asia Menor. Esta carta como otras de San Pablo no se escriben porque le da la gana; la ocasión de esta misiva es la situación concreta que viven estos hermanos convertidos del mundo pagano al cristianismo. Hoy nos ofrece una no menos grave dificultad que se da al interior de la comunidad cristiana: hay divisiones, se han formado grupitos partidarios de algunos de los misioneros. Indica Pablo que se ha enterado por la familia de Cloe lo que está pasando allí. Hay discordias, peleas, discusiones entre partidarios de Pablo, de Apolo, de Cefas o de Cristo. Estos cristianos más parecen un “fan club” o una ONG que una comunidad cristiana. La respuesta orientadora del Apóstol es clara: “En nombre de nuestro Señor Jesucristo les ruego que se pongan de acuerdo y que no haya divisiones entre ustedes, sino que vivan en perfecta armonía de pensamiento y opinión” (v. 10). Siempre es posible que surjan dificultades pero frente a ellas no podemos ceder a la tentación de ignorarlas o dejarlas estar como si no importara. No es problema que surjan diferencias entre los hermanos; lo malo es acostumbrarse a ellas, olvidando que justamente hemos sido redimidos por el sacrificio de la cruz de Cristo, para hacer de los dos pueblos, judíos y gentiles, uno solo. Es la cruz de Cristo la causa de nuestra hermandad o fraternidad. La unidad y la comunión no son frutos de acuerdos y consensos, aunque será el camino concreto que el mismo Señor nos manda, sino de la acción del Crucificado y resucitado que está al centro de toda comunidad verdadera. Nos motiva esta Palabra de Dios a cuidar la Koinonía o comunión fraterna, signo patente de la acción del Espíritu del Resucitado en medio de nuestra comunidad. La Koinonía es don y tarea.
Del evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 4, 12-23
Comienza el ministerio público de Jesús, luego de haber pasado la prueba de las tentaciones del diablo durante los cuarenta días y sus noches. Ya Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura de hoy, nos pone en sintonía con el lugar donde se inicia la misión universal de anunciar la Buena Nueva. Cafarnaún será la ciudad de Jesús como indica Mt 9, 1 y Galilea, la geografía del ministerio, lugar de encuentro de pueblos y culturas, incluso considerada paganizada por los judíos de Judea. No es extraño que a Jesús se le llame “el galileo” y a Galilea “tierra de gentiles”.
Nos aparece nuevamente la relación entre Juan y Jesús y en este caso quiere señalarse la relación de Jesús con los movimientos bautistas. El mismo Juan ha señalado a sus discípulos que sigan a Jesús porque es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. ¿Hasta dónde llegará esta íntima conexión entre Jesús y Juan? Pronto se dará un quiebre irreductible entre ambos. Mientras Juan Bautista predica la venida de un Dios vengador de las injusticias, Jesús nos propone un Dios pacífico y no violento. Juan pide conversión para escapar del juicio terrible de Dios vengador de los pecadores, a quienes destruirá con el fuego. Jesús pide conversión para acoger el reino de los cielos “que está cerca”, en su propia persona y palabra. He aquí el quiebre definitivo entre Juan y Jesús, entre los movimientos bautistas y los discípulos de Jesús. El hombre no se gana el reino que Jesús anuncia ni se lo merece; el reino es gratuidad, porque Dios se regala por pura gracia. El reino de los cielos, que es la expresión preferida por San Mateo, equivalente a la del reino de Dios del evangelista San Marcos, es ofrecimiento de la gracia y pasa a ocupar el lugar del juicio de Dios, tan central en la predicación de Juan Bautista. Jesús anuncia y concreta esta presencia y acción del amor de Dios a favor de los pecadores. De este modo el reino se convierte en el mensaje central de su predicación. Es la Buena Noticia que resuena en el ministerio público, tan breve pero tan intenso, de Jesús. Desgraciadamente el evangelio del Reino de los Cielos ha perdido en muchas ocasiones su centralidad en la presentación del mensaje cristiano, de tal modo que volver a saborear su belleza y sencillez es clave de autenticidad y originalidad evangélica. La misma vida consagrada cuya motivación es “por el Reino de los Cielos” se despista y pone otros acentos, muy lícitos por cierto, pero que pueden opacar esta esencial relación con el misterio del Reino.
Luego San Mateo, siguiendo el esquema del evangelio de San Marcos, nos narra la llamada de los primeros discípulos. Hay que notar aquí que Jesús toma la iniciativa y llama a quien quiere, algo muy distinto a lo que acontecía entre los rabinos que eran elegidos por sus discípulos. Es un dato muy poderoso esta dimensión del poder de llamar a ser discípulos suyos que emplea Jesús. Desde aquí se comprende el carácter gratuito y gracioso de la llamada a seguir al Maestro. Si Jesús llama es porque tiene la autoridad para hacerlo y para poner las exigencias o condiciones que el discípulo acepta, con voluntad y libertad, dos condiciones indispensables para toda llamada y su respuesta.
Otro aspecto a destacar: la llamada es categórica, con autoridad, imperativa: “Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres” (v. 19). Y la respuesta es rápida e incondicional: “De inmediato dejaron las redes y le siguieron” (v. 20). La clave de este proceso vocacional está en la llamada de Jesús y la prontitud de la respuesta. El objetivo es seguir a Jesús. El seguimiento es clave para comprender la vocación cristiana. Y quien sigue a Jesús se convierte en discípulo suyo. Tengamos presente que este relato vocacional pertenece al género de sumario vocacional. El camino vocacional ha sido, sin lugar a dudas, más complejo que lo que se dice en este sumario. Algo de esta complejidad se nos narra en el evangelio de san Juan.
Se marca el aspecto dinámico de la llamada y del seguimiento, en el sentido que el discípulo siempre será discípulo, ya que uno solo es el Maestro. Queda de manifiesto que el discípulo cristiano emerge de una experiencia de encuentro con Jesús, un encuentro fascinante y asombroso por el Maestro que, poco a poco, irá creciendo en intensidad de amor y cercanía que aceptará las condiciones que Jesús le exige y que el discípulo libremente acepta y hace suyas. Se producirá un proceso de identificación entre el discípulo y Jesús hasta llegar a compartir el mismo destino doloroso por el que pasa Jesús. El discípulo asimila el estilo pascual de Jesús y lo hace suyo en un largo camino de seguimiento que abarca toda la vida.
Termina el evangelio señalando dos aspectos centrales en la actividad misionera de Jesús: enseña proclamando la Buena Noticia y sana entre el pueblo toda clase de enfermedades y dolencias. La palabra de Jesús está siempre acompañada por sus acciones. No anuncia solo liberación, salvación, redención; sus obras, milagros y acciones, van mostrando la eficacia de este maravilloso anuncio. Un saludo fraterno y hasta pronto.
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Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.