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Domingo 01 de Septiembre, 2019

 
El evangelio de hoy contiene dos enseñanzas de Jesús: una sobre la elección de los puestos de la mesa por parte de los invitados (v. 7-11) y otra sobre la selección de los invitados a un banquete (v.12-14). Ambas no pretenden establecer normas de urbanidad en torno a la comida común. Jesús quiere proclamar el banquete del Reino y desde aquí, como consecuencia de esta proclamación, el estilo de vida que debe asumir la comunidad cristiana

¡Señor Jesús! Ayúdanos a ser humildes como Tú

                Hay palabras que desaparecen del uso común de las personas y una de ellas es la humildad. Podemos enumerar otras como el pudor, la castidad, la fidelidad, la rectitud, etc. Sin embargo, no estamos ante un problema puramente lingüístico; estamos ante una forma de vida que ignora la fuerza de la moral y de la espiritualidad para edificar un mundo más humano y fraterno. La humildad ayuda a combatir uno de los vicios más absurdos que el ser humano practica. Me refiero a la “autoglorificación”, que en la tradición espiritual del cristianismo se conoce como “vanagloria”. Un texto de uno de los autores considerado el “padre de la espiritualidad cristiana”, Evagrio Póntico (345 -399), es muy ilustrativo de lo que significa esta actitud. “El demonio (= pensamiento o tentación) de la vanagloria es el más sutil y se disimula fácilmente en aquellos que practican una vida recta, deseando difundir sus luchas y procurando con afán la gloria que proviene de los hombres”. Se trata del séptimo “de los ocho pensamientos que engendran todo vicio: en ellos se contiene cualquier otro pensamiento”. Y ofrece un principio de sabiduría para todo tiempo y lugar: “Ahora bien, que todos estos pensamientos turben el alma o no la turben, no depende de nosotros, pero que se detengan o no se detengan, o que exciten las pasiones o no las exciten, de nosotros depende”. Cuando dejamos que la vanagloria o “autorreferencialidad” nos invada, fácilmente somos tentados por el orgullo o la tristeza e incluso por el demonio de la fornicación. “Estos pensamientos entregan cautivo al que poco antes era un santo sacerdote”, dice Evagrio. Todo esto nos ayuda a comprender que la humildad es una virtud práctica indispensable, pues sólo ella nos permite reconocer nuestra fragilidad manifiesta en tantos aspectos de la vida cristiana. Es difícil escapar al pensamiento de la vanagloria ya que nuestros actos de humildad, cuando son notorios, corren el peligro de reforzar lo que pretenden combatir, es decir, la vanagloria mundana.

PALABRA DE VIDA

Eclo 3,17-18.20.28-29     “Cuanto más importante seas, más humilde debes ser”.                               

Sal 67, 4-5.6-7.10-11 ¡Señor, tú eres bueno con los pobres!                                                   

Heb 12, 18-19.22-24       “Ustedes en  cambio se han acercado a Jesús”.                                                

Lc 14, 1.7-14       “Porque quien se engrandece será humillado, y quien se humilla será  engrandecido”.

                Las lecturas de este domingo, especialmente el texto del Eclesiástico, el salmo y el evangelio, nos sitúan ante una actitud profundamente evangélica: la actitud humilde. Abundan las actitudes opuestas como la prepotencia de los que se creen poderosos, la soberbia, el orgullo, la vanagloria, la autosuficiencia, el mirar en menos o despreciar a los pobres, rechazar a los emigrantes, explotarlos, denigrarlos, etc. La humildad es absolutamente fundamental para construir comunidad, sociedad, Iglesia, convivencia, familia.  Toda persona si quiere madurar tiene que aprender a encontrarse con la limitación existencial, que pone freno al puro deseo infinito que se anida en el corazón humano. La humildad nos permite comprender nuestra propia fragilidad y al otro también en su fragilidad y pobreza y por ahí a ser misericordiosos y compasivos con el otro. Así nace la verdadera caridad fraterna, sobre todo, con quienes dejan sus países y llegan al nuestro buscando mejores horizontes humanos.

                Como discípulos del Señor Jesús, en camino tras sus huellas, abramos nuestra mente y nuestro corazón para escuchar y acoger su Palabra, dejando que transforme nuestra vida, nuestra historia y nuestro mundo.

                Del Libro del Eclesiástico 3, 17-18.20.28-29

                Estamos ante otro libro de la corriente sapiencial de la Biblia. Fue escrito en hebreo hacia el año 197 a.C. y tiene como finalidad reafirmar la fidelidad a la ley y a la tradición del pueblo judío frente a la influencia de la cultura griega o helenista. Se dirige a los judíos de la Diáspora, es decir, a los que viven fuera de Israel en medio de otras naciones. Junto al libro de los Salmos, es el  Eclesiástico el libro más usado en las lecturas litúrgicas de la Iglesia. Su autor es alguien que se ha dedicado al estudio, a la enseñanza y a la exposición de la sabiduría, sensatez o prudencia.

                La primera lectura de este domingo está tomada del capítulo 3, 17-29 del Eclesiástico y se refiere a la humildad. De esta exposición, la liturgia nos ofrece unos pocos versículos bien sustanciosos. La humildad es una de las virtudes que más debe practicar el hombre y consiste en  el esfuerzo constante de no ponerse por encima de los demás, no sentirse más grande ni mejor que los otros. Dos beneficios acarrea la humildad para quien la practica: el amor de los demás y la compasión de Dios. Y agrega el versículo 20 que Dios revela sus designios a los humildes. Luego los versículos 22 – 29 están dirigidos al hombre intelectual que cae en la arrogancia de creer que domina la ciencia y el conocimiento y se siente superior a los demás. La recomendación es precisa: “No corras a sanar la herida del orgulloso, porque no tiene sanación, es el brote de la mala planta” (v. 28). El teólogo Urs von Balthasar decía que la verdadera teología se hace de rodillas, es decir, desde la humilde búsqueda del misterio insondable de Dios, dejando que sea Él quien se revele si así lo quiere. Y los santos han comprendido que el misterio de Dios no es reductible a categorías puramente humanas. ¿Por qué creo que soy humilde? ¿Cómo me relaciono con las personas? ¿Cómo me conecto con el Señor, misterio eterno e inabarcable? ¿Espero reconocimientos, alabanzas, premios por mis acciones? ¿Reconozco mis limitaciones y debilidades hidalgamente? ¿Me siento mejor que otros, más inteligente y comprometido? Un examen de conciencia a nivel personal me haría muy bien en esta situación de tanta exterioridad superficial y egocéntrica.

                Salmo 67, 4-5.6-7.10-11 es un canto de victoria al Dios de Israel al que nos unimos nosotros al descubrir la obra gigantesca de Dios al conducir a Israel desde el Sinaí, montaña de la alianza de Dios con Israel, hasta el monte Sion, lugar de llegada. Se trata de cantar la victoria de Dios a favor de su pueblo elegido. Bueno sería que nosotros, nuevo Pueblo de Dios, reconozcamos las infinitas manifestaciones de la bondad y omnipotencia de Dios, sobre todo, al experimentarlo como el Buen Pastor que cuida de sus ovejas en todas las vicisitudes de la historia. 

                De la Carta a los Hebreos 12, 18-19.22-24

                Seguimos escuchando al predicador siempre en el capítulo 12. En esta oportunidad, su exhortación a los oyentes es que permanezcan unidos y “busquen la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie puede ver a Dios” (v. 14). El texto de esta segunda lectura hace una comparación entre el antiguo modo de la manifestación de Dios y la nueva revelación de Dios en Jesucristo. Respecto al antiguo pueblo de Dios, Israel, los versículos 18 – 19 describen como Israel se encontraba en un monte terreno, tangible como era el Sinaí, lugar donde Dios se manifestaba a Moisés mediante manifestaciones terribles y estremecedoras de la naturaleza, tales como el fuego, el torbellino, la oscuridad, la tormenta. Era un escenario que infundía terror. Allí se escuchaba la trompeta, es decir, la voz de Dios. Así la experiencia de Dios en los tiempos antiguos estaba dominada por el miedo, por el terror. Tanto era así que los israelitas “pedían que no continuase” aquella experiencia aterradora.

                El predicador, después de describir aquella antigua experiencia de Dios, pasa a referirse a la experiencia cristiana en los versículos 22 – 24. En lugar de acercarse al Sinaí, la montaña de las tormentas naturales, les recuerda a sus oyentes: “Ustedes, en cambio se han acercado a Sión, monte y ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celeste…” (v. 22). Todo respira comunión, asamblea de bienaventurados y alegría: “con sus millares de ángeles, a la congregación y asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a los espíritus de los justos consumados” (v. 23). Y concluye esta visión con la expresa referencia a Jesucristo y su sacrificio cuando dice “ustedes se han acercado  a Jesús, mediador de la nueva alianza, a una sangre rociada que grita más fuerte que la de Abel” (v. 24). El mensaje de este sugerente texto no es otro que el peregrinar de la comunidad cristiana,  que se inició en el bautismo, tiene como meta la ciudad de Dios cuyos residentes es Dios mismo, sus ángeles y los justos que ya alcanzaron la meta, tanto los creyentes del Antiguo Testamento como los hombres y mujeres de buena voluntad de toda raza y nación. Es interesante mirar nuestro presente en el mundo desde la maravillosa meta de la felicidad eterna que compartiremos en la “comunión de los santos”. Esto otorga a la vida cristiana presente una fuerza y también una gran responsabilidad histórica, ya que el cielo no está desvinculado de la peregrinación terrena. Si creemos y esperamos el cielo, mayor es nuestro compromiso por transformar nuestra sociedad aquí y ahora. ¿Prefieres una experiencia de Dios al  estilo de Sinaí o la que nos ofrece Jesús desde su humilde condición de siervo y servidor? ¿Buscas al dios de la tormenta o al Dios del encuentro cercano y sencillo en la persona de Jesús, de María, de los santos?

                Del evangelio de san Lucas 14, 1.7-14

                Hay que recordar que el acto de comer en común tenía, en las culturas antiguas, una gran relevancia. Se trataba de un acto de integración y de distinción social. El banquete servía para mostrar que los comensales eran gente distinguida y que compartía los mismos ideales y la misma categoría social. Pero también existía un ordenamiento social en los banquetes: los invitados ilustres se sentaban más cerca del anfitrión y cuánto más ilustres respondieran a la invitación más  reconocimiento social adquiría el que les había invitado. Es necesario antes de comentar un texto de la Palabra de Dios hacer el esfuerzo por “ponerse en el tiempo y costumbres” donde nació y se difundió la Palabra como el evangelio.

                El evangelio de hoy contiene dos enseñanzas de Jesús: una sobre la elección de los puestos de la mesa por parte de los invitados (v. 7-11) y otra sobre la selección de los invitados a un banquete (v.12-14). Ambas no pretenden establecer normas de urbanidad en torno a la comida común. De eso existe el famoso Manual de Urbanidad de Carreño. Jesús quiere proclamar el banquete del Reino y desde aquí, como consecuencia de esta proclamación, el estilo de vida que debe asumir la comunidad cristiana como anticipo de la definitiva mesa compartida.

                El dato que no podemos pasar por encima es que la enseñanza sobre el banquete del Reino se sitúa en día sábado cuando Jesús “entró a comer en casa de un jefe de fariseos” (v.1) y ellos lo vigilaban. Ya sabemos que el sábado era el día sagrado para los judíos y que estaban fijados hasta el número de pasos que se podían dar para no quebrantarlo. En este ambiente, Jesús alude al banquete escatológico, es decir, el banquete definitivo del Reino.

                La primera enseñanza acerca del Reino escatológico es que nadie puede ocupar los primeros lugares ni por derecho propio ni por cortesía, es decir, nadie puede pretender estar por sobre los demás. Se requiere humildad para vivir esta actitud fundamental en el proyecto nuevo de Jesús. La vida auténtica se gana sólo en el servicio a los demás y la auténtica grandeza es siempre expresión o efecto del don que se ofrece a los demás. Las palabras de Jesús son elocuentes: “Cuando te inviten, ve y ocupa el último puesto” (v. 10). Pero esta actitud sólo es posible si hay auténtica humildad. Si obras así, el anfitrión te dirá: “Amigo, acércate más”. En el proyecto de Jesús no cabe el “te doy para que me des” sino en el don del amor que libremente se ofrece sin esperar recompensa. Y esto supone superar el egoísmo que pretende convertirnos en el centro de la vida de los demás. Una sentencia de Jesús contiene la enseñanza central: “Porque quien se engrandece será humillado, y quien se humilla será engrandecido” (v. 11). Termina el mensaje con la palabra que define la esencia del Reino de Jesús: “Cuando des un banquete, invita a pobres, mancos, cojos y ciegos. Dichoso tú, porque ellos no pueden pagarte; pero te pagarán cuando resuciten los justos” (vv. 13-14). En el Reino los preferidos son los pobres, los “don nadie”, los “descartados”, los cautivos, los “pequeños”. ¿A qué me compromete esta enseñanza de Jesús? ¿Qué significa para ti el mal trato y el buen trato? ¿Qué piensas de los emigrantes que  llegan a tu  ciudad, población, o lugar de trabajo, o a tu barrio?

                Que el Señor nos de su gracia para comprender y vivir esta hermosa Palabra que ilumina nuestro sendero y nos conduce a la vida verdadera.                                                    Hasta pronto.                        

                                                           Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.  

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