EUCARISTÍA Y COMENTARIO DEL EVANGELIO EN LA SOLEMINIDAD DE CORPUS CHRISTI (A)
Provincia Mercedaria
de Chile

EUCARISTÍA Y COMENTARIO DEL EVANGELIO EN LA SOLEMINIDAD DE CORPUS CHRISTI (A)

Sábado 13 de Junio, 2020

 
Esta bella página del evangelio está dentro del capítulo 6 de San Juan con el discurso sobre el pan de vida. Nosotros como Israel también necesitamos de una comida, un pan sabroso para que comiéndolo, no tengamos hambre y nos llenemos de vida para hacer el camino hasta lograr la meta en el cielo.

¡CRISTO! Pan vivo bajado del cielo, sácianos

                La pandemia nos deja lecciones que esperamos nos ayuden a rectificar el camino por donde vamos como humanidad y como país. Y también como Iglesia y sociedad. No sólo nos afecta nuestro estilo de vida y la salud de todos y cada uno de los habitantes de esta aldea global donde el vecindario está asustado, lleno de incertidumbre, agobiado por tantos hechos dolorosos como la escena de los muertos, los enfermos críticos, los contagiados. Se nos han hecho cotidianas las imágenes que en otro tiempo eran tan rutinarias y extrañas como es la legión de médicos, personal de enfermería, hospitales y clínicas, ambulancias y camillas. Nos hemos encontrado de repente con la precariedad de la sociedad del consumo y de la fiesta interminable. El sufrimiento, el dolor y la temible muerte toca a toda hora nuestra puerta. No sabemos si lograremos superar la prueba o seremos parte de una larga lista de los que partieron sin despedida, sin templos repletos y funerales esplendorosos. No ha habido tiempo para largas despedidas. Volvimos violentamente a nuestra genuina realidad de pobreza y de sencillez, aunque obligados por el temor al contagio. Hemos vuelto a lo esencial, aquello que los oropeles del mundo consumista ha intentado esconder o disimular. Nos podemos contagiar sin importar el abolengo ni la clase social, ni la inmensa lista de formas de poder que hemos construido, todos absolutamente todos estamos en la misma posibilidad. Hemos visto la muerte muy cerca y de cerca, sin adornos ni solemnidades. Hemos vivido el dolor de una separación sin aviso previo ni despedida cercana ni último abrazo. Precariedad casi completa, debilidad e impotencia ante el covid -19 y su terrible presencia. Puede ser que los que no acatan las normas básicas para resguardar el frágil don de la vida y la salud estén expresando su miedo y pánico incontrolado que les lleva a hacer algo que les de la impresión de seguridad y valentía arriesgando estúpidamente su vida y la de los demás. Y como si fuera poco, la pandemia nos ha mostrado otra cara encubierta de nuestro estilo consumista. Me refiere al hambre. Miles de actividades se han detenido. Y ahora comenzamos a descubrir que hay muchos pobres que viven día a día en la calle vendiendo lo que sea a través de un “mercado informal” como le llama la siutiquería economicista. Otro descubrimiento que provoca admiración y denuncia como es el hacinamiento de emigrantes y las poblaciones “campamento” de extrema miseria. Y otro descubrimiento para entretener la crónica de los comentaristas como son las precarias condiciones de vida de muchos hombres y mujeres de la tercera edad para arriba. Pobreza, miseria, droga y todo el cóctel social de treinta años de la “vuelta a la democracia”. ¿Era necesario vivir esta terrible pandemia para descubrir todo este mundo de la indigencia y de la extrema pobreza? No. Pero esta contingencia mundial ha dejado al descubierto lo que no podemos olvidar nunca. Hay que trabajar duro y constantemente por superar estas extremas formas de vida infrahumana que fabrica nuestro estilo economicista, monetarista, individualista. Esta extrema pobreza la creamos nosotros desde las carencias de familia como Dios manda, de educación centrada en el desarrollo integral de los seres humanos fraternos, solidarios, comprometidos con la verdad y la justicia. Este Corpus Christi nos recuerda que el mejor pan es el que se comparte y Cristo es el Pan partido que sacia nuestra hambre. Es la hora eucarística por excelencia para este Chile roturado por la doble penuria, la del virus y la de la extrema pobreza.                                   

PALABRA DE VIDA

Dt 8, 2-3.14-16                  Y en el desierto te alimentó con el maná 

Sal 147, 12-15.19-20              ¡Glorifica al Señor, Jerusalén!                                                            

1Cor 10, 16-17  Todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo 

Jn 6, 51-56          El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna

                Como toda obra musical tiene una melodía de fondo que se recrea continuamente a través de las variaciones de instrumentos, ritmos e intensidad, así la Eucaristía es la melodía que resuena en la sinfonía de la Palabra de Dios de esta solemnidad de Corpus Christi. Desde los albores de la salvación, en la historia de Israel, el pan constituye un elemento esencial hasta llegar a descubrir que ellos recibieron el maná, un pan bajado del cielo. Una y otra vez el pueblo elegido volverá sobre este magnífico milagro hasta poder decir que no fue Moisés el que les dio ese pan sino Dios mismo. Maná se refiere al origen misterioso del alimento otorgado por Dios a su pueblo durante la travesía del desierto. El motivo servirá para desarrollar la promesa del pan escatológico o alimento espiritual “don de Cristo”. Pero también Dios le regala al pueblo el agua para apagar su sed en pleno desierto, un agua que brota de una roca que Moisés, por mandato divino, golpea con su bastón. Dios nutre con su pan y alivia la sed de su pueblo. ¡Cuánto sentido tienen ambos elementos en la vida y misión de la Iglesia! Bautismo y Eucaristía, dos sacramentos indispensables para ser y actuar como discípulos de Cristo. Imitemos la generosidad de nuestro Padre Dios y compartamos el pan en esta dura realidad que nos golpea, casi de sorpresa para muchos, pero que tiene historia de graves omisiones de un país calificado de “exitoso”.

                Acerquémonos a la contemplación de la obra de Dios en la historia humana guiados por la Palabra que nos invita a entrar en ese diálogo permanente que el Señor quiere abrir y reabrir con nosotros.

                Del Libro del Deuteronomio 8, 2-3.14-16  

                Recordar o hacer memoria es el llamado que dirige Moisés a su pueblo en la antesala de la entrada de Israel en la tierra prometida. Siempre es importante “hacer memoria” de lo importante y significativo que nos ha sucedido. Una persona o pueblo o comunidad sin memoria se destruye y pierde el vínculo con su historia concreta. Hacer memoria y recordar no es un pasatiempo o entretención, sino una manera de volver a hacer presente para nuestro tiempo lo que ya pasó o aconteció en el pasado. Esto es particularmente importante en la historia de la salvación, sobre todo, cuando “hacemos memoria” en la celebración litúrgica donde volvemos a expresar y vivir la realidad salvadora que ya aconteció pero que hoy volvemos a “actualizar” mediante los signos y palabras. Así “hacer memoria” es insertarse vitalmente en la fuerza salvadora de lo que recordamos: la redención que Dios nos ofrece y realiza en su Hijo Jesucristo “en la plenitud de los tiempos”. Con toda razón la liturgia nos hace volver a lo esencial de nuestro camino de fe, al sacrificio redentor de Cristo, a su misterio pascual de muerte y resurrección.

                Para Israel, recordar era volver una y otra vez a la magnífica acción de Dios con su pueblo: su salida de la esclavitud a través del paso del Mar Rojo y su paso por el desierto. Cada vez que Israel olvidó o dio la espalda a su pasado, marcado por la intervención de Dios, se perdió en la idolatría y tantas otras formas de infidelidad y pecado. Hoy, la primera lectura nos presenta el desierto como el lugar donde Dios educó a su pueblo. Y Moisés invita a su pueblo a no olvidarlo. Los cuarenta años de peregrinación por el desierto son los hitos del aprendizaje, de la pedagogía de Dios con su pueblo. Y lo más importante de este “camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer” es para probar y conocer las intenciones verdaderas de Israel y así “ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos”. Las pruebas educan a Israel y las pruebas son las necesidades como el hambre, la sed, la salud. Pasaron hambre y sed pero Dios no les faltó, porque les regaló el maná e hizo brotar agua de la roca. Así el pueblo aprende desde la vida misma que “el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios”. Dios no usa una larga disertación para educar; es mucho más directo, nos enseña desde y con la vida de cada día, la individual y la comunitaria. La esclavitud vivida en Egipto, el hambre y la sed del desierto son oportunidades para descubrir la grandeza de Dios que manifiesta su poder obrando a favor de su pueblo. Una conclusión: “No te vuelvas engreído y te olvides del Señor, tu Dios que te sacó de Egipto, de la esclavitud… que te sacó agua de una roca de pedernal… que te alimentó en el desierto con un maná...” (vv.14 – 16). ¿Qué me enseña esta experiencia educativa de Israel en el desierto? ¿Tengo conciencia de “hacer memoria agradecida” cada domingo? ¿He olvidado lo que el Señor ha hecho por la humanidad en su Hijo Jesucristo? ¿Vivo el vínculo existencial con el pasado de la salvación, con Israel, con Jesús de Nazaret, con María, con la Iglesia? Se echa de menos esta referencia al pasado y se privilegia el instante, el aquí y ahora, de este modo vivimos fragmentados, sin conciencia de pueblo con un pasado. El instante se convierte en una pragmática forma de vida.

                Salmo 147, 12-15.19-20 es un solemne himno litúrgico que exalta la Palabra de Dios que gobierna la naturaleza y la historia, sobre todo, las intervenciones en la historia de Israel en que la Palabra sale al encuentro de las necesidades del pueblo  revelando la omnipotencia de Dios que educa al pueblo que “no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor”, que Jesús recordó a Satanás en una de las tentaciones.

                De la primera Carta de San Pablo a los Corintios 10, 16-17

                En estos dos versículos, San Pablo nos propone también a nosotros, creyentes del siglo XXI, una cuestión muy actual. Con frecuencia se escucha de buenos cristianos decir que en el fondo se puede adherir a todo lo que se ofrece en una sociedad pluralista en temas morales, antropológicos, culturales, ideológicos, religión, etc. El tema no es nuevo. San Pablo debió ayudar a los fieles cristianos de Corinto que estaban inmersos en una cultura del imperio romano dominada por la idolatría. Por eso el llamado claro de San Pablo: “Por esto, queridos míos, huyan de la idolatría. Hablo a gente entendida, juzguen por ustedes mismos” (v. 14-15). Existían las comidas o banquetes dedicados a los dioses, lo que significaba adhesión y comunión con ellos. ¿Es lícito a un cristiano participar de semejantes reuniones “aparentemente inocentes”? La respuesta es clara y muy profunda: cuando nosotros celebramos la eucaristía estamos en comunión con la Sangre de Cristo y cuando partimos el pan eucarístico entramos en comunión con el cuerpo de Cristo, es decir, con su Iglesia. Un cristiano convencido de su fe no puede compartir cualquier idea o acción bajo el pretexto que es un hombre libre y maduro. Debe ser capaz de descubrir la trampa que pone en peligro su fe en Jesucristo. No puede ser un cristiano que acepta la reencarnación, o las teorías astrales o los postulados y ceremonias de la Nueva Era, por nombrar sólo algunos. Quien quiere salvaguardar la fe, ese don que ha recibido, no puede aceptar y participar en cuanto movimiento “espiritual” que hoy está en boga. Menos aún, si vivimos la santa eucaristía como lo más grande y sagrado que nos dejó el Señor. Pero hay que decir también que hoy la idolatría no  sólo se reviste de una aparente forma de religión; también existe la idolatría del dinero, de los bienes materiales, del éxito, de la violencia, del poder, de las ideologías, etc. Esto quiere decir que también el cristiano no puede “casarse” con cualquier opción bajo el pretexto que en la economía y en la política no se mete la religión. Es tiempo de discernimiento personal indispensable para permanecer fieles al Evangelio de Jesucristo. Así la advertencia de San Pablo tiene  pleno sentido hoy  y la fidelidad es dinámica y creativa en los tiempos que vivimos. La clave de la fidelidad es la comunión del cristiano con la sangre de Cristo y con el Cuerpo de Cristo, razón por la cual la eucaristía siempre es comunión con los hermanos. Compartir la eucaristía es también mandato de compartir con los demás, especialmente los pobres.  ¿Cómo vivo la fe católica hoy? ¿Existe una moral que brota del Evangelio de Cristo? ¿O todo es relativo y opinable?

                Del evangelio según San Juan 6, 51-58

                Esta bella página del evangelio está dentro del enjundioso capítulo 6 de San Juan con el discurso sobre el pan de vida. Nosotros como Israel también necesitamos de una comida, un pan sabroso para que comiéndolo, no tengamos hambre y nos llenemos de vida para hacer el camino hasta lograr la meta en el cielo.

                El tema de este pasaje del evangelio es comer la carne del Hijo del Hombre. Es la parte final del discurso del pan y hay que leerlo en continuidad con todo lo anterior del capítulo 6. Es evidente que en esta parte final el tema del pan adquiere un rasgo más sacrificial y eucarístico, que en la sección anterior que tiene un acento más sapiencial. Aquí se profundiza en el tema del pan de vida. No se trata sólo de acoger la palabra reveladora de Jesús, sino sobre todo de dejar sitio al misterio de su persona, captada en la dimensión eucarística. Jesús es el pan de vida no sólo en lo que hace, sino especialmente en el sacramento de la eucaristía, espacio de la unidad del creyente con Cristo.

                El evangelio de hoy se inicia con una declaración que será la clave de comprensión de todo el texto: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne” (v. 51). Estamos ante una solemne declaración que resume  la máxima revelación de Jesús como pan e identifica el pan con la humanidad de Jesús que será sacrificada por la salvación de los hombres en la muerte de cruz. El lenguaje sacrificial se expresa en el verbo “dar”, el sustantivo “carne” y la expresión “para la vida del mundo”. Es muy necesario comprender el sentido que San Juan da a la palabra “carne” que en griego es sarx en lugar de soma = cuerpo. Con esta fórmula se resalta la relación profunda entre la eucaristía y la encarnación, en cuanto que el hombre se alimenta del Verbo hecho carne. Así la palabra “carne” se refiere a la humanidad de Jesús hecha de carne y sangre. Se trata de una “carne” que da la vida ya que es la humanidad del Hijo de Dios, pero también es una carne que se sacrifica en la cruz y en la eucaristía. Entonces la encarnación del Verbo de Dios en el vientre purísimo de María y la culminación de la actividad redentora de Jesús, que se realiza en la exaltación gloriosa que Él alcanzará en su muerte, como signo del amor más grande de Dios por los hombres, indican que Jesús es el pan, bien como Palabra de Dios, o bien como víctima del sacrificio redentor.

                La dificultad de los interlocutores de Jesús es que no logran acoger la comunión con Cristo y se quedan en el hecho absurdo para ellos de comer su carne y beber su sangre, expresión de no adhesión de fe a Jesús. No logran captar que la vida del hombre consiste en la comunión con Cristo. Resuena aquella palabra del Señor: “Sin mí no podéis hacer nada”. Y el discípulo sólo es tal entrando en esa relación de intimidad con Él, una comunión que está más allá de la admiración puramente externa. Compartir la vida de Jesús en la eucaristía es clave para ser discípulo suyo, es decir, unirse a la Ofrenda que es Cristo y dejarse transformar también en ofrenda viva como Él.

                Los últimos versículos se refieren a los frutos extraordinarios que reciben quienes viven la comunión eucarística. El primero de ellos es la cohabitación y unión íntima entre Cristo y el discípulo: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (v. 56). El que participa del sacrificio eucarístico entra en la vida del Padre a través del Hijo: “Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí” (v. 57). Y quien participa de la eucaristía logrará la meta final del camino cristiano: “Quien come este pan vivirá eternamente” (v. 58).

                Lo verdaderamente importante es comprender la eucaristía en la hondura que tiene: busca la comunión con Cristo y con su Cuerpo Místico, la Iglesia. No siempre está clara esta dimensión. Muchas veces se hace una interpretación de la comunión eucarística en términos individualistas y restringidos a la piedad personal. Cada eucaristía es ponerse en sintonía con el Señor y caminar como pueblo de Dios convocado a entrar en la relación que nuestras idolatrías rompen. “El Señor no nos deja solos en el camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra surte hasta identificarse con nosotros”, dice Benedicto XVI. ¿Queremos realmente vivir una comunión tan honda con el Señor? ¿Busco la comunión con el Señor y me siento parte de su pueblo, la Iglesia? ¿He descubierto el aspecto dialogal en que se estructura la eucaristía?

                Que el Señor nos bendiga y nos sostenga en la ruta de la esperanza.

                Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.

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