5°DOMINGO DE CUARESMA (A)
Provincia Mercedaria
de Chile

5°DOMINGO DE CUARESMA (A)

Domingo 29 de Marzo, 2020

 
La resurrección de Lázaro es la culminación de un proceso en el cual Jesús se ha ido manifestando a través de sus “signos”. Estamos en el séptimo signo, y siete es el número de la plenitud o totalidad.

¡SEÑOR! En este Getsemaní, confórtanos

                Getsemaní es una propiedad en tierra palestina que se hizo famosa por ser uno de los  lugares donde Jesús de Nazaret vivió una de las más intensa experiencias humanas y espirituales que es posible imaginar. La escena acontece como la antesala de su arresto y el proceso que lo conduce a la crucifixión y muerte. Vive Jesús este momento crucial en su existencia sin la compañía de sus discípulos a quienes dijo: “Quédense aquí, mientras yo voy a orar”. Se hizo acompañar de tres: Pedro, Santiago y Juan. Ellos serán también reciben el encargo cuando les dice: “Quédense aquí velando” no sin antes decirles: “Mi alma siente una tristeza de muerte”. Lo que Jesús está viviendo en esta hora de su existencia representa también todos aquellos días o tiempos en que sentimos la hondura de nuestra responsabilidad, las consecuencias de nuestra decisión, el peso del camino frente al cual se nos pide una decisión. Y adelantándose un poco, dice el evangelio, “se postró en tierra y rogaba que, de ser posible, no tuviera que pasar por esta hora”. “La hora” es el momento de una decisión crucial, cuando ya no queda más tiempo para dilatarla, cuando la situación se nos viene encima. Es el momento de la conciencia personal frente al misterio de Dios, es cuando la responsabilidad no puedo delegarla o postergarla. Es mi “hora” del sí o del no, cuando no da lo mismo cualquier respuesta. Jesús vive “su hora” como Hijo del Padre y su dilema nuestro dilema: o aceptar la voluntad de Dios con todas sus consecuencias o rechazarla. Nosotros estamos viviendo una “hora” muy complicada como es el contagio del corona virus.  Podemos ser responsables o groseramente irresponsables, podemos actuar con clara conciencia de la gravedad de lo que nos está sucediendo o actuar con ligereza cómplice y colaborando con el mal que nos afecta. Jesús nos enseña que debemos ser responsables de la propia vida y de la vida de los demás. Es “la hora” de quedarnos en casa, de observar estrictamente todas las indicaciones que la autoridad nos va señalando para proteger el bien propio y el bien de los demás, la vida, la salud. Muchas personas están con el alma llena de tristeza, de preocupación, de miedo intenso. Miremos a Jesús y dejemos que su ejemplo nos alivie y fortalezca. Tú, Señor, también viviste esta tristeza de muerte que yo siento ante la amenazante pandemia que sacude a nuestra humanidad. Ayúdame a aceptarla y a vivir con responsabilidad y mucho amor. Dame fuerzas para cuidarme y cuidar a los demás, evitando propagar el contagio con mi irresponsabilidad. No me dejes caer en la tentación de mirar y actuar con ligereza, sin medir las graves consecuencias de mis actos imprudentes. Jesús oró desde su alma traspasada por esa tristeza de muerte. Podemos orar desde nuestros miedos, nuestras tribulaciones, nuestras aprehensiones e incluso estremecimiento existencial. Y decir con Jesús: “Abba – Padre, todo te es posible, aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. El cáliz es la situación dura o difícil que uno puede vivir como lo que estamos viviendo hoy como humanidad. Pidamos fortaleza para la hora presente y tomemos todas las restricciones como parte de nuestra penitencia  cuaresmal. Quedarse en casa es renunciar a salir y cuando lo hagas debe ser por estricta necesidad y con todos los resguardos que pide la grave situación que vivimos. Guardar la distancia entre personas, procurar el aseo de las manos y de los espacios, no pasar la mano ni besar ni abrazar ni estornudar encima, etc. son nuestras necesarias normas de esta cuaresma 2020. Hagámoslo por amor al Señor, a sí mismo y al prójimo.      

PALABRA DE VIDA

Ez 37, 12-14        Infundiré mi espíritu en ustedes para que revivan

Sal 129, 1-5.6-8   En el Señor se encuentra la misericordia

Rom 8, 8-11       El que resucitó a Cristo de la muerte dará vida a sus cuerpos mortales

Jn 11, 1-45    El que cree en mí, aunque muera, vivirá                                                                            

La dimensión bautismal de la vida cristiana ha sido resaltada en   estos tres últimos domingos de Cuaresma del ciclo A y nos han sumergido en el lenguaje de los signos bautismales que nos ofrece el cuarto evangelio. Recordemos el encuentro de Jesús con la samaritana, el encuentro sanador de Jesús con el ciego de nacimiento y ahora la resurrección de Lázaro es el último de los signos narrados en la primera parte del evangelio de San Juan, el llamado “Libro de los Signos”. Jesús libera, rompe ataduras: de la samaritana y sus ídolos, de la ceguera espiritual del ciego de nacimiento y de la muerte de su amigo Lázaro. En estos tres signos bautismales Jesús se revela como: “Agua viva que apaga toda sed”, “Luz que ilumina  la vida o Luz del Mundo” y  “resurrección y vida”.

                De la profecía de Ezequiel

                Ezequiel recibe la vocación profética antes  del destierro babilónico hacia el año 593 bajo el reinado de Sedecías (598 – 587). En el 587 acontece el saqueo de Jerusalén y la deportación a Babilonia de los judíos. Ezequiel era de la clase sacerdotal y en su libro es posible descubrir dos etapas de su misión profética: la primera dura unos siete años antes y hasta la caída de Jerusalén (587 a.C.), verdadero cumplimiento de su profecía. Luego de un corto tiempo de silencio, inicia su segunda etapa en la que ve el cumplimiento del designio de Dios sobre la historia y la nueva esperanza que ya no se cimenta en los poderes humanos sino en la gracia y fidelidad de Dios. Precisamente el texto de esta primera lectura pertenece a la segunda etapa de la misión de Ezequiel y se abre con el capítulo 33 adelante. El breve texto de Ez 37, 12-14 está dentro de una simbólica visión, la del valle lleno de huesos secos (Ez 37, 1-14). Estamos ante una de las visiones más famosas de Ezequiel y su sentido es nítido. El estado anímico espiritual de su pueblo en el destierro es como un cementerio de huesos. No era para menos, ya que habían visto como la ciudad santa de Jerusalén y su templo había sido destruido sin compasión por los paganos. Sólo Dios puede revertir el lúgubre estado del pueblo. Israel es ese cadáver, sin vida, sin esperanza pero Dios demostrará una vez más que éste no es el final de su historia. Dios hará florecer de nuevo la vida y esto será una obra exclusiva de Dios, ya que humanamente nadie puede hacer nada por revertir el estado calamitoso del pueblo escogido.                                                                                                         Salmo  129, 1-8 es un canto de peregrinación que expresa la esperanza del perdón. El salmista reflexiona sobre la opresión que sufrió Israel desde los inicios de su historia aunque Dios nunca abandonó a su pueblo a la total destrucción. Confiados en el auxilio divino tantas veces experimentado desde siempre, los peregrinos confían en el futuro. Con esta plegaria podemos también nosotros, en medio de las graves consecuencias de esta pandemia, renovar nuestra convicción que el Señor nos ayudará a salir si  colaboramos responsablemente.              

                De la Carta de San Pablo a los Romanos

                Considerado por muchos exégetas el más impresionante texto de la Biblia, el capítulo octavo de esta carta paulina desarrolla lo que es la vida animada por el Espíritu Santo. Estamos ante una carta doctrinal de envergadura y quizás sea el escrito más maduro del Apóstol San Pablo. Fue escrita a finales del año 57-58 y desde Cartago en su tercer viaje misionero. El ingreso masivo de hombres y mujeres provenientes del paganismo no dejaba de provocar tensiones al interior de las comunidades cristianas tantos las fundadas por Pablo como las otras esparcidas a lo largo del imperio romano. Entonces un escrito que recapitule y ponga por escrito una síntesis de los temas claves de su predicación, que el Apóstol llega a llamar “su Buena Noticia”, cuyo centro no es otro que la salvación por la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, ofrecida a todos los hombres y mujeres sin distinción de raza, pueblo o lengua.

                El texto de esta segunda lectura hay que situarlo en el contexto del capítulo octavo, versículos 1-17, que gira en torno a la vida nueva “según el Espíritu” que nos regala Cristo. Para hablar de esta vida nueva, nos ofrece  dos formas de vida opuestos: ser movidos por los bajos instintos del hombre natural que conducen a la muerte o dejarse guiar por el Espíritu que tiende a la vida y la paz. En esta línea de pensamiento, el verso 8 es una consecuencia de la primera posibilidad de vida: los que se dejan arrastrar por los bajos instintos “no pueden agradar a Dios”. Incluso más, aún reconociendo esto, el ser humano no tiene forma de liberarse de su atadura que se llama la “ley del pecado”, que conduce inexorablemente a la muerte total, que es la ausencia de Dios. Pero ahora tenemos un aliado maravilloso: el Espíritu Santo, que pone la victoria al alcance de la mano, aún cuando las fuerzas del pecado siguen amenazando con su poder destructor al creyente, éste siempre tiene la posibilidad de vencer por la presencia del Espíritu de Cristo muerto y resucitado. Y esto es vivir en amistad con Dios, dejar que su Espíritu guíe, inspire, sostenga, anime nuestra vida, no en el aire sino con los pies bien puestos en esta tierra de la “ley del pecado” que todos llevamos. ¿Tengo conciencia de esta tensión interior entre el pecado y la vida nueva de la gracia? ¿Acepto que la vida cristiana supone un combate sin tregua contra el “hombre viejo” que hay en mí? ¿Cuál es el perfil del hombre nuevo según este texto?

                Del evangelio según San Juan

                Partamos reconociendo que la resurrección de Lázaro es la culminación de un proceso en el cual Jesús se ha ido manifestando a través de sus “signos”. Estamos en el séptimo signo, y siete es el número de la plenitud o totalidad. Junto con revelar que efectivamente Jesús es la resurrección y la vida, lo que queda de manifiesto en la resurrección de Lázaro, también el hecho se convierte en “signo” que adelanta la propia resurrección del Señor. Sacando a su amigo del sepulcro, Jesús se acredita como el Señor de la vida cumpliendo así lo que ya se anunciaba en el inicio del evangelio de Juan: “En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,4). Sin embargo, esto sólo tendrá pleno sentido cuando el mismo Jesús resucite de entre los muertos.

                El evangelio de hoy, como los de los domingos anteriores, nos relata diversos encuentros de Jesús con personas. Comienza con un diálogo de Jesús con sus discípulos donde el tema es la enfermedad de su amigo Lázaro, luego que está dormido y la natural incomprensión de los discípulos y finalmente “Lázaro ha muerto” dice Jesús. Termina este primer diálogo dando el sentido de lo que ha pasado: “Y me alegro por ustedes de no haber estado allí, para que crean”. La muerte de Lázaro se convierte en  “signo” u oportunidad “para que crean” en Jesús, y creyendo, “tengan vida eterna”.                                                                                                                                                                              El segundo encuentro y diálogo nos remite al encuentro de Jesús con Marta (vv. 17- 27). El encuentro es cercano y nuevamente Jesús se revela a una mujer en su más profundo misterio. El centro está en la declaración de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Lo crees? (vv. 25-26). Y Marta hace una confesión de fe clave en el encuentro con Jesús: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo” (v. 27). Señalemos que el centro es Jesús en su condición humana y divina y esto constituye el corazón del acto de fe en Él.                                                      El tercer encuentro acontece con María (vv. 28 -37). Las dos hermanas salen al encuentro de Jesús que todavía no llegaba al pueblo y ambas por separado le dicen: “Si hubieras estado aquí, Señor, mi hermano no habría muerto” (vv. 21.32). Resaltemos la comunión de sentimientos de Jesús con María y los judíos que la acompañaban: “Jesús al ver llorar a María y también a los judíos que le acompañaban, se estremeció por dentro y dijo muy conmovido... (vv. 33 – 34)…”Jesús se echó a llorar” (v. 35)…”Jesús, estremeciéndose de nuevo, se dirigió al sepulcro” (v.38). Revela que la naturaleza humana de Jesús no es disminuida ni anulada por su condición de Hijo de Dios. Es auténticamente hombre en todo el sentido de la palabra.                                                                                Con María se abre el espacio al último encuentro de Jesús con el muerto Lázaro (vv. 38 – 44). Queda más claramente demostrado que todo el conjunto apunta al único objetivo que es como ha dicho en el v. 4: “Esta enfermedad no ha de terminar en la muerte; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. La gloria de Dios se manifiesta a través de la persona, las palabras y las acciones de Jesús, el Hijo de Dios. Y esto para que sus seguidores respondan con una fe más grande. Queda claro que la fe de los discípulos, la de Marta y la de María necesitan una madurez que sólo se alcanza cuando se reconoce a Jesús como el Hijo enviado por el Padre. Mientras los interlocutores de Jesús piensan que la resurrección es una cuestión del más allá, Jesús habla de un presente resucitado el que es posible por la fe en su persona y a través de Él en el Padre. En Marta quedan simbolizados todos los discípulos cuya fe imperfecta debe dar un paso decisivo en la confesión de fe, la más perfecta que es posible esperar de un ser humano cuando dice: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo” (v. 27).                                                                                                            

Una invitación a gozar leyendo pausadamente este precioso texto evangélico de Jn 11, 1-45. Se trata de una palabra permanente que nos ayuda a crecer en nuestra fe.

                Hasta pronto.                                    

                               Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.

 



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