34° DOMINGO: SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (A)
¡Señor Jesús! Ayúdame a servirte en el que sufre hoy
Llegamos al final del año litúrgico correspondiente al Ciclo A con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. ¿Qué es lo más llamativo de esta celebración? Sin duda, la realeza especial de Jesucristo. En nuestra mente, cuando hablamos de realeza y reyes, aún desfila la imagen del poder, del dinero, del éxito, de los esplendores a que estamos acostumbrados. Nuestra dificultad es aceptar a este otro rey, que es Cristo, un rey que se hace servidor de los más pequeños, de los más humildes, un rey que reemplaza el trono de oro por la cruz, signo de castigo para los esclavos y revoltosos. Se trata de un rey a nuestra altura, hecho hombre en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Su gloria se manifiesta en su humanidad, en la sencillez y humildad de su verdadera condición humana. En ese hombre nazareno de Galilea está manifestándose su poder de juzgar el mundo. Para este rey humano y divino, reinar es servir. Y quiere que sigamos su camino para servir y no para ser servidos, para estar atentos al clamor del pobre, del débil, del marginado, del cautivo. Es un rey cuyo séquito reúne a los menospreciados, los que no cuentan, los heridos y maltrechos de las rutas de la vida. Hagámonos cargo de esta característica de nuestro Rey y Señor; nuestra decisión de querer seguirlo implica abrazar grandes sacrificios e incluso a llegar a dar la propia vida por su causa. Es la manera como somos “pueblo de reyes”, identificados en el servicio dándose “hasta que duela” como decía San Alberto Hurtado. Es el sentido profundo del Cuarto Voto mercedario de “estar alegremente dispuesto a dar la vida, si fuere necesario, para liberar a un cautivo en peligro de perder su fe”. Es lo que practicó San Pedro Nolasco y lo dejó como norma de vida para sus hijos e hijas de la Orden Mercedaria. Hoy son tantas las ataduras con el mundo viejo, tantos los miedos que nos tienen aprisionados y están impidiendo vivir libres y dichosos. Dejémonos cautivar por nuestro Rey y abracemos su camino de entrega y servicio en fraternidad. ¡Cuánta falta nos está haciendo recuperar el sentido de Pueblo de Dios, de Iglesia en salida, como lo expresa el Papa Francisco! Y donde se debilita la fraternidad es más fácil perder el rumbo y entramparse en las soledades del consumismo compulsivo. Nos hace falta el reinado de Jesucristo, el reinado del amor auténtico, de la justicia y de la paz, condiciones indispensables para vivir el mundo mejor que está en el corazón de cada ser humano como anhelo, a veces inconsciente pero real. El mundo mejor que nuestro Rey y Señor nos ofrece no es una quimera sino una realidad que asume la historia humana misma como el escenario de la salvación. Somos protagonistas de la redención que inició su larga e impresionante andadura en los albores de la humanidad misma. Dios ha hecho un largo camino a través de los siglos hasta llegar “a la plenitud de los tiempos”, la encarnación y andadura humana del mismo Hijo de Dios entre nosotros. De este modo, el mismo Jesucristo nos congrega como nuevo Pueblo de Dios para ser portadores de su reino en medio de los tiempos hasta la consumación definitiva cuando vuelva en gloria y majestad para recapitular todas las cosas y ponerlas en las manos del Padre. Previo a este gesto final acontece el juicio definitivo donde comparecerán pueblos y naciones ante Jesucristo. Es el tema del evangelio de hoy de Mateo 25, 31- 46, una página que nos sobrecoge por su solemnidad y seriedad. Seremos juzgados por el amor que pusimos en cada girón de nuestra existencia marcada por la misericordia, la virtud reina del Evangelio. Es tiempo para dejarnos interpelar y preguntarnos con sinceridad si acaso estamos descubriendo al otro, clave del final de nuestra vida y de nuestra historia, motivo decisivo para nuestra eterna felicidad o eterna desventura.
PALABRA DE VIDA
Ez 34, 11-12.15-17 Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y chivos
Sal 22, 1-3.5-6 El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.
1Cor 15, 20-26.28 Cuando Cristo entregue el Reino a Dios, el Padre
Mt 25, 31-46 Todas las naciones serán reunidas en su presencia
Hora de examen, tiempo de hacer un recuento o balance de un año tan especial como ha sido este 2020. Una pandemia afecta al mundo entero y nos ha trastocado todo, absolutamente todo. También nuestra vida cristiana, nuestros programas, nuestros empleos, nuestras relaciones y hasta nuestros contactos con Dios. Nuestro examen versará en el cómo vivimos este año de pandemia, qué hicimos con Dios, por qué caminos anduvimos, qué sentimientos nos invadieron, qué ha crecido en esta situación especial de trastorno o qué se ha disminuido o casi perdido de nuestra vida cristiana. Con la Palabra de Dios nos ponemos en camino tras las huellas de Jesucristo Rey del Universo.
Del libro del profeta Ezequiel 34, 11-12.15-17
El profeta Ezequiel es hombre complejo, un profeta difícil. Lo más verosímil es que ejerció su ministerio profético en Babilonia donde llegó junto a los demás deportados de Israel en el año 598 a.C. Entonces era un sacerdote de unos 25 años de edad. Sus últimos oráculos datan del año 571 a.C. Es un hombre que ha vivido en el cambio de dos épocas: el fin de la monarquía y el nacimiento del “judaísmo” en el exilio babilónico. Aunque culpa a la monarquía y al sacerdocio del desastre de Israel, no se queda en el inútil lamento sino que alienta el nacimiento de un nuevo pueblo renovado. De este profeta hoy tomamos la primera lectura. El centro del texto es el pastoreo que Dios promete realizar con su pueblo. Pero, Dios reprueba a cuantos han sido investidos para pastorear al pueblo de Dios: reyes, sacerdotes y escribas. No han cumplido sus deberes de pastores, han fallado en su función de guiar al pueblo. Dios hará todo lo que aquellos han dejado de hacer. Comienza diciendo: “Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él” (v. 11). Y una de las manifestaciones de Dios, mostradas en Cristo, es salir a buscar las ovejas perdidas o dispersas. El cuidado de Dios por su pueblo significa que como Pastor genuino cuida de sus ovejas y las reúne de todos los lugares por donde se habían dispersado. El Dios Pastor se preocupa de las más débiles y necesitadas: “Buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma” (v. 16). Y finalmente, la expresión: “Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y chivos” (v. 17), se refiere a las distintas clases sociales de hombres, donde los más poderosos y ricos abusan de los más débiles. Dios hará una selección, para formar el rebaño del nuevo pueblo donde imperará la justicia, el derecho, el amor. La historia muestra que los “carneros y chivos” forman parte de su dramática trama y que Dios pondrá las cosas en su justo lugar y lo hará a través de un juicio definitivo. Según Ezequiel, Dios será el único Pastor de su pueblo y no habrán más pastores reyes y sacerdotes que pastoreen a las ovejas. El salmo 22 nos sitúa en la misma profunda convicción y nosotros sabemos que Jesús declaró que era el Pastor de las ovejas.
El salmo 22 trasluce la experiencia del salmista como una serena emoción de intensa confianza en el Señor que, como Pastor, cuida y protege a sus fieles, incluso cuando los enemigos acosan al creyente. El Nuevo Testamento, plenitud de la divina revelación, ve en esta imagen del pastor a Jesucristo, el Buen Pastor que da su vida por sus ovejas como lo expresa el cuarto evangelio en el capítulo 10. No cabe duda que la clave de las relaciones entre Jesús y sus discípulos es la confianza que el Maestro comunica y espera de los suyos. En el mundo tendrán luchas pero confíen en mí es una siempre bienvenida invitación del Señor a los discípulos de todos los tiempos.
De la primera carta de san Pablo a los cristianos de Corinto 15, 20-26.28
San Pablo, en el capítulo 15 de la primera carta a los Corintios, desarrolla ampliamente el tema de la resurrección de los muertos, relacionada no sólo con el mismo Cristo, el Crucificado, sino también con nuestra propia resurrección y con el tiempo de la Iglesia, ya que “La resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina, según lo había prometido”, dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el N°. 651. El texto de esta segunda lectura de la solemnidad de Cristo Rey está tomado de una sección más amplia que va de 1Cor 15, 20-34 en la que desarrolla el tema de la causa fundamental de nuestra resurrección que no es otra que la profunda unión de los cristianos con Cristo, cuya resurrección es principio y causa de la nuestra. En primer lugar, si la desobediencia de Adán trajo la muerte de todos sus descendientes, Jesucristo como nuevo Adán ha merecido la resurrección de todos: “Y así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados”( v. 22), pero Cristo es la primicia: “Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primer fruto de los que mueren” (v.20), “como primer fruto, Cristo; luego, con su venida, los que son de Cristo” (v. 23). De esta manera, la resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos, un elemento esencial de la fe cristiana desde los comienzos. Y esto será posible cuando Cristo entregue el Reino de Dios al Padre, cuando haya vencido a todo poder. Dice el Apóstol: “Como último enemigo será destruida la muerte” (v. 26). Culmina la segunda lectura con un panorama de la obra mesiánica redentora de Cristo a toda orquesta: “Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas” (v.28). Así se describe la soberanía de Cristo sobre el universo, según el designio del Padre Eterno, la que ya se realiza en el tiempo pero alcanzará su plenitud definitiva al final de la historia, cuando “Dios sea todo en todas las cosas”. Este es el sentido de coronar el Año Litúrgico con esta solemne proclamación de Jesucristo, Rey del Universo quien ejerce su soberanía absoluta sobre todas las cosas y no sólo en la comunidad de los creyentes. Hace mucho bien recordarlo en todo tiempo cuando se levantan los señoríos de este mundo con pretensión de absolutos y eternos. ¿Crees esto, lo esperas, lo anhelas? ¿Vives esta fabulosa esperanza en medio de tus ocupaciones, logros y dificultades?
Del evangelio de san Mateo 25, 31-46
San Mateo nos ofrece la siempre bellísima página del capítulo 25, versículos 31-46, que se la conoce como El Juicio Final o El juicio de las naciones. Se trata de un discurso de Jesús cuya intención no es describir los acontecimientos finales de la historia sino que trata de inculcar la preparación necesaria para superar con éxito la prueba final de nuestra historia personal y colectiva. El centro de este discurso es la persona de Jesús el cual recibe el título de Hijo del Hombre, el Rey, Señor. Se mencionan realidades como “el juicio”, “el trono”, “la gloria” de Dios, “las naciones” y la separación entre ovejas y cabras. La imagen de rebaños de cabras y de ovejas procede del mundo económico de Palestina, pues eran una fuente importante de recursos (carne, leche, cuero, lana) aunque las ovejas blancas y las cabras negras pastaban juntas, sin embargo, en el establo estaban separadas. Jesús emplea esta comparación en el sentido común y popular para referirse a los hombres a su derecha o a su izquierda. La derecha es la parte más noble del ser humano (mano, mejilla) y designa también el poder divino. Jesús “está sentado a la derecha del Padre”. La derecha es el lugar favorable, mientras la izquierda es lo opuesto.
Señalemos que la conclusión del Discurso apocalíptico – escatológico que leemos sólo en el evangelio de Mateo es una obra maestra que nos cautiva desde el comienzo hasta el final. Ya el primer versículo nos pone en el magistral escenario de la venida del hijo del Hombre, de ángeles enviados a reunir a todos los pueblos, de gloria y de trono de gloria como si fuera una síntesis de todo lo que Mateo ha escrito en su evangelio. Luego la idea de separación entre ovejas y cabras que lleva a la separación entre buenos y malos o entre justos y malvados que nos recuerda las parábolas de la cizaña y la red (Mt 13,41-42.49). El relato alcanza una dimensión de universalidad que compromete todos los pueblos, todos se reúnen ante el hijo del Hombre que sentado en su trono aparece vestido como “juez y rey”. Indiquemos el uso de la expresión “mi Padre” por una vez y las expresiones “uno de estos mis hermanos más pequeños” y el superlativo de ”los más pequeños”. También los llama “mis hermanos”. Y finalmente la idea de “castigo eterno”, característico de Mateo, y la mención del “fuego”. El vocabulario del discurso se refiere a la misericordia específicamente a las llamadas “obras de misericordia”. El resultado del juicio depende de si hemos practicado la misericordia con los más pequeños o nos hemos mostrado sin compasión ante los necesitados. El resultado del juicio será la vida o el castigo “eternos”. Por lo tanto estamos enfrentados a jugarnos aquí y ahora por una u otro, lo que pasa por la decisión personal. Sin duda que San Mateo expresa así su convencimiento que el pueblo judío, con el cual se tiene que ver la naciente comunidad cristiana, ha tenido la oportunidad de acoger o rechazar a Jesús como Mesías. Quienes lo han acogido como es el caso de los fieles de la Iglesia primitiva o quienes lo han rechazado, son ellos mismos responsables de su decisión. De igual manera, “las naciones” es decir los paganos también están enfrentados a una decisión personal de cada uno por la misericordia o por la cerrazón del corazón frente al hermano necesitado. Por otra parte, San Mateo abre aquí una gran puerta a la acción salvadora de Dios con toda la humanidad y, al mismo tiempo, prolonga y actualiza la presencia de Jesús en los débiles, pequeños, marginados, excluidos o estigmatizados desde el punto de vista de la valoración social y cultural.
Las seis maneras de ayudar al prójimo se encuentran en el Antiguo Testamento y podemos leer Is 58, 7; Job 22, 6s. En el mismo evangelio de San Mateo recordamos la siguiente enseñanza de Jesús: “Y cualquiera que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por el hecho de ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa” (Mt 10, 42). Pero aquí, en el evangelio de hoy, ya no se trata de discípulos sino “los hermanos más pequeños”, es decir, que sirviendo a cualquier hombre se sirve a Cristo mismo porque “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (v. 40). Esta es la razón que hace a los de su derecha recibir la extraordinaria buena noticia: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre...” (V. 34-36).
Pero también el discurso muestra las consecuencias devastadoras del “pecado de omisión” que en este caso se refiere a haber dejado de practicar la misericordia con el hombre o persona necesitada. En este sentido, el dejar de hacer lo que se debía hacer es dejar a Cristo mismo despojado de tales servicios. Así, las dimensiones del amor de Dios no se miden por los deseos o intenciones sino por las obras de servicio a los demás, por la misericordia real manifestada en los hechos de vida diaria.
Si hay premio eterno, hay también castigo eterno para los que no tuvieron misericordia con su prójimo. ¡Cómo deberíamos considerar esta verdad de fe para animarnos a practicar las obras de misericordia, ahora que todavía tenemos tiempo y energía! Finalmente no da lo mismo cómo hayamos vivido en esta vida terrena; más bien, nos estamos jugando un destino eterno decisivo para la felicidad eterna o la eterna infelicidad, lejos de Dios y de la comunión de los santos. No es indiferente nuestra manera de vivir hoy: de nuestras decisiones depende ya el cielo o el infierno. ¡Qué seria debería ser nuestra vida presente al considerar lo que está en juego, es decir nuestra eterna felicidad o nuestra eterna infelicidad! ¡Cuántas sorpresas habrá en ese día!
Un saludo fraterno. Que el Señor nos bendiga. Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.