DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD ( B )
Provincia Mercedaria
de Chile

DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD ( B )

Sábado 29 de Mayo, 2021

 


“YO ESTOY CON USTEDES TODOS LOS DÍAS HASTA EL FINAL DE ESTE MUNDO”

La solemnidad de la Santísima Trinidad, correspondiente al Año Litúrgico del Ciclo B, es la oportunidad para centrar nuestra atención en el Misterio absolutamente central de nuestra fe cristiana católica, el de la Santísima Trinidad, misterio de amor y de comunión, que nos envuelve en esa aventura espiritual que culminará sólo en la experiencia gozosa del cielo. Ya es decisivo el nombre de este misterio: Trinidad, es decir, tres en unión y comunión. Y si algo podemos decir sobre el misterio de Dios es porque el mismo Dios nos ha revelado su intimidad. Dios no es un ser solitario, ni una soledad infinita. Gracias al Espíritu Santo que se nos ha regalado, como lo recordamos el domingo pasado al celebrar la Fiesta de Pentecostés, podemos comprender mejor las palabras de Jesús y ser guiados a la verdad plena. Podemos conocer la intimidad de Dios mismo descubriendo que nuestro Dios es una comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Pero como todas nuestras oraciones comienzan “en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” corremos el peligro de no darnos cuenta qué significa esta sintética forma cristiana. Ciertamente ninguna persona de este mundo puede conocer a Dios si Dios mismo no se manifestara. Es el mismo Dios el que se da a conocer de manera tal que podemos decir con San Juan en  su primera carta: “Dios es amor” (1Jn 4, 8,16). Y ¡qué poco sabemos y hablamos de la Santísima Trinidad! Nuestra catequesis en este aspecto es pobre. En general, poco se medita el misterio de Dios, uno y trino. Prueba de ello es que en general el cristiano a pie comprende muy poco  del misterio de la paternidad divina para con nosotros. Hablamos mucho de Jesús pero poco de su filiación divina, su relación con su Padre y cómo nos hace entrar en esa dinámica de la relación filial del creyente con el Padre. Y si no nos reconocemos hijos en el Hijo, hijos del mismo Padre de Nuestro Señor Jesucristo y por lo tanto formando parte de la gran familia de Dios, la Iglesia, es difícil asimilar y vivir esta maravillosa realidad, la de la filiación adoptiva. Entonces vivimos con el nombre Dios a secas, un ser solitario, lejano y abstracto. ¡Cuántos creyentes hoy no tienen experiencia de ser parte del misterio de un Dios  cercano, amoroso y misericordioso! Dios es un nombre que muchas veces en lugar de acercarnos nos aleja. Dios es una palabra de nuestro horizonte cultural, una idea que llena nuestro léxico diario. Pero el pueblo de Israel y luego el pueblo cristiano no emergen de una idea brillante sobre la divinidad. En ambos casos estamos ante la Historia de la Salvación, es decir, aquella experiencia de la auto revelación de Dios a personas concretas desde Abraham hasta Jesús de Nazaret, quien ocupa el centro de esta auto revelación del Dios Vivo y Verdadero. Y sólo porque ese Ser misterioso y trascendente abre gratuitamente el misterio de su Ser y de su Plan de salvación para la humanidad, es que podemos entrar en esa historia sagrada, historia de salvación, en esa auto revelación maravillosa  del mismo Dios. Celebramos entonces la Santísima Trinidad pero desde la contemplación de sus obras en la creación y en la economía de la salvación. Nuestra meditación se sostiene en las palabras, las obras y manifestaciones históricas – salvíficas de Dios Padre por medio de su Hijo y en el Espíritu Santo. Nuestra reflexión, conocimiento y contemplación del misterio trinitario se nutre de la  Palabra de Dios y de la fe que la  Iglesia nos enseña.

PALABRA DE VIDA  

Dt 4, 32-34.39-40             El Señor es Dios allá arriba, en el cielo y aquí abajo en la tierra               

Sal 32, 4-6.9.18-20.22       ¡Feliz el pueblo que el Señor se eligió como herencia!                                 

Rom 8, 14-17     Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios                                                                                                                   

Mt 28, 16-20         Y bautícenlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo

                Una palabra clave en la experiencia cristiana es la divina revelación. Con ella se quiere señalar que Dios mismo es el sujeto que manifiesta algo de sí mismo, del ser humano, de la historia. Dios abre el diálogo con el hombre y va manifestando su Nombre, sus cualidades especialmente su santidad, su misericordia y su paciencia. Dios revela, es decir, quita el velo que cubre su realidad, y muestra su plan y su modo de obrar. Pero también manifiesta al hombre en su actitud frente a Dios, dejando al descubierto sus máscaras e iluminando su interior. Así, Dios ayuda a desarrollar la conciencia del ser humano. Dios revela el sentido de la historia a través de su plan de salvación que desarrolla en la historia humana. Dios se revela pero permanece siendo un misterio incomprensible para el hombre. Y el cristiano es alguien que ha sido “tocado” por el misterio divino, que lo sobrecoge y lo maravilla, al mismo tiempo, lo adora y cree en él aunque sabe que no tiene explicaciones ni nunca lo puede expresar absolutamente cómo es el misterio de Dios. Es necesario “dejar a Dios que sea Dios y nosotros sus creaturas”. Dejémonos conducir por la Palabra que el mismo Dios no ha dejado de comunicarnos y podamos así adorarlo con admiración y confianza.

                Del Libro del Deuteronomio  4, 32-34.39-40

                La primera lectura de esta Solemnidad de la Santísima Trinidad está tomada del Pentateuco, el Deuteronomio (que significa “la otra ley”). Se trata de la Torá compuesta por los cinco  primeros libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, a los que los cristianos llamamos Pentateuco = cinco libros. La Torá es instrucción o enseñanza. El capítulo cuarto del Deuteronomio nos presenta a Moisés dirigiendo una larga exhortación al pueblo de Israel con motivo de la revelación de Dios en el monte Horeb o Sinaí, monte de la autorevelación de Dios. ¿Es verdad que es Moisés el que está hablando? Los autores del libro del Deuteronomio son los que buscan, mediante este procedimiento literario, convencer al pueblo de la necesidad de seguir los preceptos y normas del Señor. El pueblo ha sido muy infiel a la ley de Dios y de ahí esta llamada o exhortación a tomar conciencia de los pecados con que se han apartado de Dios. En este ambiente nuestro texto de la primera lectura de hoy, lleva al pueblo a preguntarse si en otro tiempo se ha vivido algo tan grande como que Dios se ha dado a conocer a través de tantos hechos hermosos. Se le pide valorar el hecho que Dios le haya hablado o que haya realizado tantos prodigios con el fin de sacarlos de la esclavitud de los egipcios. Una llamada urgente nos dirige la Palabra: “Reconoce hoy, y aprende en tu corazón, que el Señor es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra, y no hay otro” (v.39). Esto va contra la idolatría, aquella tendencia del hombre y del pueblo a darle categoría divina a los ídolos de barro, simples construcciones humanas que no pueden salvar. Dios es único y no hay nada más. Y esta fe monoteísta, la fe en un solo Dios, se manifiesta en la práctica de sus preceptos y mandamientos: “Observa los preceptos y mandamientos que hoy te prescribo. Así serás feliz, tú y tus hijos después de ti, y vivirás mucho tiempo en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre” (v. 40). La fe verdadera se traduce de manera práctica viviendo lo que Dios nos manda practicar. A quien así lo hace, le acompaña la hermosa promesa de la felicidad y de larga estancia en la tierra prometida por Dios. ¿Hay idolatría hoy? ¿Qué cosas nos alejan del Dios Vivo cuya palabra escuchamos? ¿Cuáles son mis ídolos terrenos que están reemplazando al único Dios? ¿Se traduce mi fe en Dios Vivo en la vida que estoy llevando? ¿Soy o intento ser coherente con la fe que profeso como católico?

                El salmo 32,4-6.9.18-20.22 es un himno de alabanza al poder de Dios donde se unen creación, historia y vida cotidiana, ámbitos donde se palpa el maravilloso poder de Dios. Dios crea por medio de su Palabra la obra portentosa de la creación. Pero también dirige providencialmente el destino de las naciones. Es un salmo para recuperar la esperanza en la obra de Dios también en nuestra vida diaria y podemos  también repetir confiadamente en estos tiempos de  tantos signos de desconfianza y desesperanza que vivimos, diciendo: Nosotros esperamos en el Señor, Él es nuestra ayuda y nuestro escudo. Que tu amor, Señor, nos acompañe, pues así lo esperamos de ti.

                De la carta de san Pablo a los Romanos  8, 14-17

                ¡Qué bella es la Carta a los Romanos! Y, sobre todo, este profundo capítulo octavo. Estamos ante uno de los más logrados frutos del pensamiento paulino. Los cuatro brevísimos versículos de esta segunda lectura son una invitación a la meditación sobre nuestra identidad cristiana. Fíjense que San Pablo nombra 29 veces al Espíritu Santo en este capítulo octavo de uno de sus cartas más lograda en belleza literaria y teológica espiritual. El Espíritu Santo nos lo presenta con un fabuloso dinamismo transformador en la vida del cristiano. Todo apunta a la suma de los dones que es la filiación adoptiva, como lo expresa abriendo nuestra segunda lectura de hoy: “Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (v.14). Esta es la síntesis de todos los dones: hacernos hijos de Dios. Todo se resume en esto. A partir de esta genial certeza de fe, san Pablo nos presenta una fundamental consecuencia: “Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos permite llamar a Dios Abba, Padre” (v. 15). El “Abba” es la expresión aramea con que los niños se dirigen a su padre, algo así como “Papito”. Denota una cercanía y familiaridad entre Dios y el creyente que es imposible comprender en toda su hondura. Es la expresión de una ternura inmensa que el cristiano siente en el trato con Dios, su Padre. Pero ¿cómo podemos conocer semejante realidad de ser hijos adoptivos del Abba, Padre? Es el Espíritu Santo el testigo privilegiado que nos ha regalado el Padre y su Hijo Jesús el que da testimonio de nuestra especial condición de hijos adoptivos de Dios: “El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios” (v.16). Es el Espíritu Santo que desde nuestro interior nos recuerda lo que somos ante los ojos de Dios. El Espíritu de Dios nos recuerda nuestra condición final: “Si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo” (v.17). En el plano humano, sólo los hijos pueden recibir y compartir la herencia de su padre, pero también acontece lo mismo en el plano de nuestra vida cristiana, “somos herederos de nuestro Padre Eterno y coherederos con Cristo”. Recibimos los dones en unión con Cristo, el Hijo Amado del Padre. Desde esta condición de hijos de Dios podemos comprender mucho mejor y practicar aquella consecuencia que arroja luz sobre el conjunto de la vida social y comunitaria, más allá de la Iglesia y en todo espacio humano, como es la dignidad de la persona humana. ¡Cuánto dolor causan las heridas de los atropellos y abusos que cristianos y cristianas han cometido contra personas! Pero igual hay que decir de la sociedad que estamos construyendo. Al ignorar al Padre Creador de todos, nos ha llevado a construir un mundo caótico, sin respeto por el otro. ¿Tengo conciencia de mi identidad cristiana? ¿Me domina todavía el temor? ¿Podría decirle a Dios, “Abba, Padre”? ¿Qué consecuencias tiene esta lectura para tu comportamiento social y humano?

                Del evangelio según san Mareo 28, 16-20

                Estamos ante la conclusión del evangelio de san Mateo. En pocos versículos resume todo cuanto constituye el centro de su visión y presentación de Jesucristo y de su Iglesia, es decir, de su cristología y de su eclesiología. Veamos qué aspectos destacaremos de este  evangelio de hoy. No olvidemos que tenemos que leerlo en el ambiente celebrativo de nuestra fe en la Santísima Trinidad. Ya nos ha hablado el Padre (en el  Deuteronomio a través de su mensajero Moisés). Hemos  escuchado al Espíritu (en el magnífico texto de san Pablo en la Carta a los Romanos en la segunda lectura). Ahora dejemos que nos hable el Hijo, Jesús de Nazaret en el evangelio de hoy.               La situación concreta corresponde a una de las últimas apariciones del Resucitado, en la montaña que Jesús les había señalado en Galilea. Allí, donde se han desplazado los Once discípulos, ya que uno de los Doce, Judas Iscariote, vendió a  Jesús por treinta monedas de plata, se desarrolla el encuentro de los Once con el Resucitado. Es notable el sentido profundo que tiene este detalle fundamental: Jesús se aparece a “los Once discípulos en Galilea”, como fue al comienzo de su ministerio público. Así Mateo  indica con ello que estamos iniciando un nuevo comienzo, es decir, el tiempo de la Iglesia apostólica y misionera.                                                                                                                     Van “al monte que les había indicado Jesús”, en clara referencia a la Ascensión del Señor a los cielos, es decir, a la derecha del Padre, momento de su definitiva glorificación y exaltación como Hijo del Padre.                                                                                                                                                               “Al verlo, se postraron, pero algunos dudaron”. Ante el Resucitado creen y lo adoran, lo reconocen en representación de la Iglesia, pero siempre no faltan los que dudan y ponen en peligro su misma fe, ya que si no aceptan al Resucitado, de nada sirve la fe.                                            “Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra”. Jesús toma la palabra y declara su plena autoridad recibida del Padre. Es en su nombre que ha venido al mundo y ha cumplido lo que el Padre le encomendó. Y como fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz, el Padre lo ha resucitado y le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Verdaderamente Jesucristo es el Señor.

                “Vayan y hagan discípulos entre todos los pueblos”, les dice. En virtud de esa autoridad recibida del Padre, Jesús envía a sus discípulos a una misión universal, superando los márgenes del pueblo judío. El gran objetivo de la misión es “hacer discípulos” de Jesús a los hombres, es decir, seguidores del Maestro en comunidad de discípulos. Pero sólo es discípulo el que escucha la palabra de Jesús y la pone en práctica, lo que significa que siempre hay un compromiso y, por lo tanto, no hay vida cristiana sin llevar a la práctica, día a día, el evangelio. Y los discípulos, que escuchan y practican la palabra de Jesús, explicitan su paso mediante la recepción del bautismo y la enseñanza, la pre bautismal y la formación continua post bautismal.                                                             “Bautícenlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”. Les dota de autoridad para que bauticen y de este modo consagren los hombres, nuevos creyentes, con la invocación trinitaria que será nota característica de la fe y la vida cristiana. En efecto, todos los actos de la Iglesia comienzan y concluyen siempre con esta invocación trinitaria explícita. Por Cristo, el Hijo Único del Padre, en el Espíritu Santo, vamos al Padre, Principio y Fundamento de todo.                                              “Y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado”. La Palabra, el Evangelio, no basta con escucharla; es fundamental hacerlo vida, comprometerse a transformar la vida que es propiamente cumplir la Palabra de Jesús. Los discípulos como la Iglesia no sólo anuncia la Buena Nueva, también la viven y enseñan a vivirla. Una vida nueva que tenga capacidad de sazonar la existencia e iluminar la realidad con la luz de la fe viva es la consecuencia práctica del evangelio.      “Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” son las palabras de Jesús que cierran el evangelio de Mateo. Hermosa promesa y certeza para quienes deberemos cumplir el mandato misionero del Señor. No nos faltarán desalientos, fracasos, desesperanzas pero, por sobre todo, recordemos esta preciosa palabra de Jesús. Nos hará mucho bien ya que no se trata de una presencia estática o localizada en el templo, sino siempre y en toda circunstancia. Ver al Señor en medio de la oscuridad o tormenta es una gracia que sólo una gran fe lo hace posible.

                Pero, ¿en qué condiciones tiene que estar el hombre para recibir  el misterio de Dios Uno y Trino en su realidad personal humana? Todos los grandes maestros de la vida cristiana no cesan de recomendar el recogimiento, el silencio, la custodia del corazón. Uno de los más grandes, San Agustín, señala: “Envié fuera de mí a mis sentidos para buscarte, Dios mío, pero no te encontraron: yo te buscaba fuera de mí, mientras que tú estabas dentro…Mal te buscaba, Dios mío”.

                Que tengan un buen domingo.                                

Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.

 

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