DOMINGO 4° DE ADVIENTO (C)
Provincia Mercedaria
de Chile

DOMINGO 4° DE ADVIENTO (C)

Viernes 17 de Diciembre, 2021

 


¡SEÑOR!, AQUÍ ESTOY PARA HACER TU VOLUNTAD

                ¡Qué increíble! Ya se nos fue el Adviento. Estamos a las puertas de la fiesta del nacimiento de Jesús, el Emmanuel= “Dios con nosotros”, nombre simbólico dado al hijo del rey Ajaz que iba a nacer según la profecía de Isaías 7, 14, y a Jesús, el Emmanuel anunciado y esperado a través de los siglos. En Jesús se cumple lo que se anuncia en el Cántico de Zacarías cuando bendice a Dios diciendo: “Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha dado un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor” (Lc 1,68-69). Y visitar y redimir son dos acciones muy poderosas que realiza Dios a favor de los seres humanos para ofrecerles vida nueva, salvación, alegría y paz. Nosotros contemplamos la visita de Dios en la siempre maravillosa visita de estas dos mujeres, María, la peregrina visitante e Isabel, la admirada visitada. Una, joven visitada por el Ángel Gabriel, la otra, una anciana y estéril, aunque ya lleva seis meses de embarazo cuando recibe a María en su propia casa, la casa de Zacarías, su esposo. En ambas mujeres, Dios ha empeñado su palabra, y ¡vaya cómo la cumple! En María e Isabel acontece un milagro que es bendición para su pueblo y para la humanidad entera. Sin embargo, todo acontece a partir de la acogida por ambas mujeres de la iniciativa divina. Estamos ante el milagro de la fe de María y de la fe de Isabel. Pero también es la ocasión para el encuentro de sus pequeños retoños que habitan en los vientres de estas dos mujeres. Y la redención es la obra magnífica que realiza Dios a través de su Hijo humanizado o “hecho hombre” gracias a la acción de una criatura de excelencia, María de Nazaret. La visita es inseparable de la redención. El Hijo de Dios “toma nuestra condición humana” para visitarnos y redimirnos. Es un gesto del máximo amor posible, porque Jesús vive y comparte nuestra vida humana por amor a una humanidad herida, oprimida, alejada de Dios, su Creador. Es el más grande de los misterios que encierra la visita y redención que obra Dios a nuestro favor, sin que lo pidiéramos. Es la gratuidad absoluta. No viene Jesús cuando la humanidad estaba ya preparada para comprender su acción misericordiosa y compasiva. Nunca estamos debidamente preparados, a punto y a tono con el don que se nos regala. La grandeza de esta acción divina, este “inclinarse de Dios hasta ponerse a nuestra altura humana”, no tiene precio ni explicación. Todo transita en el carril del amor que se da, se ofrece, se regala. La visita de Dios y su acción redentora no tienen precio, son la expresión del “amor más grande” del que habla Jesús. ¿Lo hemos esperado? ¿Tenemos todavía paciencia para esperarlo? Sin embargo, tú, Dios mío, has elegido hacerte esperar durante todo el tiempo de un Adviento. Porque tú has convertido la espera en el espacio de la conversión, en el cara a cara de todo lo que está escondido. Permítenos seguir esperándote para que reavives nuestra atención porque solo la atención es capaz de amar. Te acogemos con María y te reconocemos con Isabel. Tú eres el “Dios con nosotros” que nos visita y redime. La caridad no espera, hay que ponerse inmediatamente en camino, como lo hizo María que se puso en camino y, a toda prisa, se dirigió a un pueblo de la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Prontitud, disponibilidad, apertura, entrega, generosidad, todo esto resume la caridad con que abrazamos a los demás, especialmente a los necesitados, a los cautivos de las nuevas formas de cautividad de hoy.    

PALABRA DE VIDA

Miq 5, 1-4           Y él mismo será la paz

Sal 79, 2-3.15-16.18-19                   Restáuranos, Señor del universo.

Heb 10, 5-10      Y así quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre                                                                                      

Lc 1,39-45           Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor

                 Hemos entrado en el llamado “adviento natalicio”, desde el 17 al 24 de diciembre, como tiempo de preparación a las solemnidades de Navidad, en las que recordamos la primera venida del Hijo de Dios a nuestra historia humana, no sólo asumiendo nuestra naturaleza humana sino habitando con nosotros como “Dios – con - nosotros”. Y esta es la causa de la pronta partida de María al encuentro de su prima Isabel: compartir, cuanto antes, la alegría de Dios en ella y con nosotros. Dios está con nosotros, esa es la suma verdad que celebramos en este recuerdo anual de este Nacimiento de Dios. El encuentro de estas dos mujeres nos involucra también a nosotros. A Dios no se llega sino a través de un encuentro personal y comunitario con Él. Ese encuentro nos convoca a abrirnos, a acogernos, a saludarnos, a comunicarnos buenas noticias, a compartir la alegría interior que nos embarga, a bendecir juntos, a gozar la presencia de Jesús en el regazo de María. ¡Cuánta falta nos hace volver a este encuentro! Desgraciadamente se acrecientan los síntomas del desencuentro entre los seres humanos incluso dentro de nuestra madre Iglesia. El mejor remedio para este mal es la Palabra de vida que domingo a domingo se nos ofrece en la “mesa de la Palabra”.  

               

                De la profecía de Miqueas 5, 1- 4

                Miqueas es uno de los 12 “profetas menores” de la Biblia. Nació hacia el año 750 a.C. en Moreset Gat. El tiempo en que vive el profeta corresponde a la crisis de Samaría y la deportación de sus habitantes a Nínive. Se trataba de una época turbulenta tanto desde el exterior como dentro de Israel, especialmente la corrupción en la sociedad incluyendo la idolatría. En Miqueas sobresale la valiente denuncia sin paliativos, ya que carece de contactos con el templo y con la corte, lo que lo hace sentirse libre para desenmascarar los vicios de una ciudad como Jerusalén que vivía una ilusoria sensación de seguridad. Hoy escuchamos una de las más hermosas profecías en torno a la restauración que Dios hará posible en medio de tanta desgracia e infidelidades del pueblo escogido. Se trata de volver a reunir lo que el mal dispersa. De Belén, “pequeña entre las aldeas de Judá”, sacará Dios “al que ha de ser jefe de Israel”. Este jefe de Israel tiene un origen antiguo, de tiempo inmemorial, es decir, es un descendiente davídico que goza de su autoridad con el respaldo del Señor. Así dice el texto: “De pie pastoreará con la autoridad del Señor” (v.3). Termina la profecía diciendo: “Y habitarán tranquilos, cuando su autoridad se extienda hasta los confines de la tierra” (v. 4). Es fácil caer en la trampa de pensar que la presencia de este pastor que Dios suscita tiene que aniquilar a los demás que no aceptan la promesa ni la fe. ¿Cómo convivir con la diversidad de creencias y religiones? ¿Cómo vivir en paz verdadera siendo tan diversos los caminos por donde transita Dios con los seres humanos? ¿Tiene algún parecido nuestra situación de país y de Iglesia con el tiempo que vivió Miqueas? ¿No será hora de volver a Jesucristo, el Rey de la Paz?

                Salmo 79, 2-3.15-16. 18-19 es una súplica por la restauración de Israel. “Ven a salvarnos” dice el orante a nombre de la comunidad que reconoce a Dios como “Pastor de Israel” porque Israel es “la cepa que plantó su mano, el retoño que tú hiciste vigoroso”. Somos la viña del Señor plantada en este mundo para que demos frutos de justicia, de verdad, de santidad. 

                De la Carta a los Hebreos 10, 5-10

                La clave del mensaje de esta segunda lectura la encontramos al final de este texto tan denso. “Y en virtud de esa voluntad, quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre” (v.10). Es la consecuencia de la encarnación del Verbo Eterno del Padre que viene a nosotros, asume nuestro cuerpo humano, cumpliendo así la voluntad del Padre que quiere que todos los hombres se salven y nadie se pierda, para poder santificar la vida de los hombres, es decir, hacerlos nuevamente amigos e hijos del Padre. La palabra consagrar o ser consagrados es equivalente a santificar o  ser santificados. Notemos el matiz de esta acción: es por voluntad de Dios que los hombres somos consagrados o santificados por Jesús, el Hijo del Padre que se hace hombre para realizar el plan de salvación del Padre a favor de los hombres. Normalmente ponemos el acento en la acción humana o en el esfuerzo que hacemos por alcanzar a Dios como si esto fuera lo fundamental. Más bien, nuestro compromiso con la santidad o con la consagración es respuesta al don primero que, sin mérito alguno de nuestra parte, hemos recibido por pura gracia de Dios. Dice el texto: “Y en virtud de esa voluntad quedamos consagrados”. La respuesta humana a este don divino no puede ser otra que la gratitud, la alabanza, la adoración y el servicio. Es importante fijarnos el cómo somos consagrados. Jesús no ofrece un sacrificio ritual como acostumbraba la ley antigua. Es un hecho que el hombre naturalmente movido por esa búsqueda de lo trascendente tiende a ofrecer cosas, ceremonias, ritos. Jesús no ofrece ritos, sacrificios, holocaustos de animales, etc. Jesús quiere que su propio cuerpo, es decir, su condición humana, su persona entera, su cuerpo físico, su mente, su corazón, en una palabra, su “ser humano íntegro” fuese el lugar donde se realice plena y cabalmente la voluntad del Padre. Resuena en este texto: “Aquí estoy, he venido para cumplir ¡Oh Dios!, tu voluntad como está escrito de mí en el libro de la ley” (v. 7.9). Así se expresa el sentido profundo de lo que estamos recordando en este adviento y navidad: el misterio de la encarnación del Verbo. La condición humana es elevada a tal dignidad impensada cuando vemos que el mismo Dios la ha asumido para santificarla, es decir, hacerla grata a los ojos de Dios. Es el secreto de la obediencia por amor que nos permite contemplar tanta delicadeza y ternura de nuestro Dios por nosotros, sus creaturas.

                Del evangelio según san Lucas 1, 39- 45

                La escena de la visitación de María a Isabel no puede entenderse sólo como un dato o crónica. Hay una intencionalidad teológica, es decir, San Lucas nos hace descubrir en este encuentro de dos mujeres el sentido profundo de la historia de la salvación. Mediante el relato de la visitación san Lucas enlaza la tradición de Juan Bautista con la de Jesús. La escena precedente ya prepara al lector cuando, en el anuncio del ángel a María, éste le da como signo el que su prima Isabel ya se encuentra en el sexto mes de su embarazo. La visitación es muy importante para Lucas, lo que explica la plasticidad de su relato. En efecto, el reconocimiento mutuo de su maternidad confiere a cada una de las dos mujeres una dignidad mayor. Porque es María la que visita a Isabel, lo que lleva a prestarle atención a la madre del Bautista. Pero con el movimiento de Juan en el vientre de su madre, por el que comienza a realizar ya su obra de profeta y de precursor al reconocer a Jesús en el vientre de María. Sin embargo, la atención vuelve a dirigirse a María. Notemos que Jesús está en el centro de la escena, en que Isabel hace de María y de Jesús  el objeto de su alabanza, mientras que el Canto de María, el Magníficat, no hace ninguna referencia  o palabra de Isabel o de Juan. El relato está en función de los dos discursos de las mujeres, Isabel y María. Ambos discursos siguen el curso de la oración de Israel y expresan la esperanza firme de las dos madres que exaltan el cumplimiento del signo.                                                                                                         La escena de la visitación nos invita a contemplar, desde la fe, los efectos del misterio de la encarnación y la presencia de Dios porque acontece fuera del templo y de la estructura cultual oficial judía; su protagonista es una virgen prometida a un hombre llamado José y revela una admirable presencia de Dios en una mujer de nombre María, “nueva arca de la alianza”, elegida por Dios. Mientras Isabel, prototipo de la Antigua Alianza, reconoce en María la nueva Alianza que Dios sella con la humanidad a través de su Hijo Jesús.

                El inicio del relato señala la prontitud para el servicio que lleva a María a olvidarse de sí misma y a ponerse con presteza en camino para ir en ayuda de Isabel. Subraya San Lucas dos actitudes representadas por estas mujeres: mientras María está pronta y abierta al servicio fiel y representa al Israel fiel, que vive fuera de la estructura religiosa oficial y ya no en Jerusalén sino en Nazaret de Galilea, “tierra de pobres”, e Isabel y Zacarías representan al pueblo de Israel de la antigua alianza, al judaísmo oficial vinculados al templo y su culto.

                Otro aspecto interesante es el salto de la criatura en el vientre de Isabel. Dice el texto: “Mira, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura dio un salto de gozo en mi vientre” (v. 44). Al respecto, otros textos y escenas en la Biblia se refieren a esta alegría mesiánica que produce el Mesías anunciado y esperado. La presencia de Jesús en el vientre de María santifica a Juan en el vientre de Isabel, mostrando así la superioridad de Jesús sobre su mismo futuro precursor.

                Dice el evangelio:” Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó con voz fuerte: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (v. 41- 42). Isabel aparece aquí como una profetisa que habla por inspiración divina. Cuanto dice de María se encuentra contenido en distintos lugares del Antiguo Testamento, especialmente en Judit 13,18 y 2 Samuel 6, 9-11. De esta manera queda de manifiesto que una persona real, María, es elegida por Dios como instrumento de su plan de salvación. La doble bendición que pronuncia Isabel acerca de María como “bendita entre las mujeres” y de Jesús, “el fruto de su vientre”, constituyen una parte esencial de nuestra popular Avemaría. ¿Cuál es el motivo de la alabanza de María en labios de Isabel? No es otro que la fe de María: “¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor anunció” (v. 45). Es la gran diferencia entre Zacarías, que no creyó lo que el Señor le anunció mientras oficiaba en el templo como sacerdote, y María que ha dicho: “Yo soy la sirvienta del Señor: que se cumpla en mí tu palabra” (v. 38). Una sencilla aldeana de Nazaret ha dado la única respuesta completa a la propuesta de Dios: una fe que se traduce en obediencia. Por eso, a María se la admira como “la primera creyente, modelo de todo discípulo de Cristo”.

                El mundo nuevo que Dios quiere encuentra su clave en la encarnación del Verbo en las virginales extrañas de María. Y esto ya es novedad que dos mujeres, personas devaluadas hasta la mínima expresión en la sociedad machista patriarcal de la época, junto también a dos niños, que, sin nacer todavía, ya están llamando la atención del evangelista, deja en claro que es el Espíritu Santo que inspira y llena de gozo para bendecir y alegrarse por la Buena Noticia que ilumina la noche de los siglos y las tinieblas del mundo. Es el Espíritu Santo el gran protagonista de nuestra salvación. Dice el gran Benedicto XVI: “La escena de la Visitación expresa también la belleza de la acogida: donde hay acogida recíproca, escucha, espacio para el otro, allí está Dios y la alegría que viene de Él”.

                Despierta, hombre: por ti Dios se hizo hombre. Despierta, tú que duermes, surge de entre los muertos; y Cristo con su luz te alumbrará. Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre.

                Estarías muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Estarías perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte.

Celebremos, pues, con alegría la venida de nuestra salvación y redención. (Sermón 185, de San Agustín).                                                                                       

                                                                                                                                                                              ¡Feliz Navidad!      

                                                           Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.

 

 

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