DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS (C)
Provincia Mercedaria
de Chile

DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS (C)

Domingo 05 de Junio, 2022

 
Hoy concluimos el Tiempo Pascual, marcado por la alegría desbordante del Resucitado que nos ofrece la paz. El mejor fruto de esta Pascua es la venida del Espíritu Santo, el cumplimiento de la promesa que Jesús hizo a los suyos antes de partir de su lado.

Reconociendo nuestras fatigas interiores, pidamos al Señor que encienda el fuego nuevo en nuestro corazón.

                Durante el primer milenio cristiano el signo preferente para representar al Espíritu Santo fue la paloma, cosa que sigue siendo la más frecuente también hoy. Ello indica la dificultad de representar la tercera persona de la Santísima Trinidad e incluso señalar el nexo concreto que tiene el Espíritu Santo con cada creyente y con la Iglesia, Pueblo de Dios. De Dios Padre y de su Hijo Jesucristo nos es más clara la representación y comprensión en nuestra  vida, aunque siempre dentro de los  límites de nuestra capacidad humana. No podemos olvidar que estamos hablando del Misterio más fundamental y trascendente de la vida como es  el Misterio de Dios uno y trino. ¿Cómo podemos hablar y representar entonces al Espíritu Santo?

                El camino parece ser captar la  realidad de la tercera persona de la Trinidad recordando los nombres con que nos referimos a ella. En efecto, hablamos de espíritu, viento, soplo, aliento de vida y decimos del Espíritu Santo  que penetra en la persona, que tiene una actividad en nosotros, que es una fuerza misteriosa; y como soplo es principio de vida, de vida nueva, la del resucitado. Pero, sobre todo,  lo designamos como amor como su nombre propio como decía Santo Tomás de Aquino o como dice San Pablo a los cristianos de Roma “amor de Dios al hombre”. Y como  amor el Espíritu Santo hace referencia a las relaciones intratrinitarias entre el Padre y el Hijo. No sólo es amor sino agente de la caridad, núcleo de la vida divina en los cristianos culminando en Dios como entrega de sí mismos. Es el primer fruto que produce en el cristiano, el amor y éste es la quintaesencia de la vida cristiana. “Si yo no tengo amor, nada soy”, dirá San Pablo en su famoso himno de la  caridad en la primera carta a los cristianos de Corinto.

                El Espíritu Santo es representado por una paloma, símbolo de la paz, y por ello es bondad, dulzura, paz. Esto significa que tendemos a acentuar más las obras que produce en el creyente que su realidad como Divina Persona de la Trinidad Santísima. Las mismas realidades teológicas como  gracia, caridad, dones o carismas y frutos del Espíritu Santo, tienden a encubrir el rasgos del Espíritu Santo como la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Y esto influye en la tenue relación personal con Él, acentuamos más lo que da o regala y no la relación con su Persona. Esto explicaría el famoso título de un libro de un teólogo: “El Espíritu Santo, el gran desconocido”. Se trata de Ives Congar. Si encuentra el libro, léalo y verá que la realidad allí denunciada no ha cambiado mucho.

                   Concluyamos con un texto hermoso de San Ireneo, obispo, quien nació hacia el año 140 d.C. y murió mártir hacia el 202 d.C. En su obra Contra las herejías, refiriéndose el Espíritu Santo afirma:”El Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos conformara con Dios. De la misma manera que sin agua no se puede lograr con trigo seco una masa compacta ni un único pan, nosotros que somos muchos, no podíamos hacernos uno en Cristo Jesús sin esta Agua que viene del Cielo. Y así como la tierra árida no fructifica si no recibe agua, nosotros, que anteriormente éramos leña seca (cfr. Lc 23, 31), no hubiéramos producido fruto a no ser por esta lluvia que libremente nos baja de lo alto (…)”

PALABRA DE VIDA

Hech 2, 1-11       Todos quedaron llenos del Espíritu Santo

Sal 103                 Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra

1Cor 12, 3-7.12-13           En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común

Jn 20,19-23         Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo

Hoy concluimos el Tiempo Pascual, marcado por la alegría desbordante del Resucitado que nos ofrece la paz. Apagamos el Cirio Pascual que nos ha presidido durante estos cincuenta días de gozo pascual. Y el mejor fruto de esta Pascua es la venida del Espíritu Santo, el cumplimiento de la promesa que Jesús hizo a los suyos antes de partir de su lado. De este acontecimiento nos hablan especialmente la primera lectura y el evangelio, aunque resaltando matices distintos. No puede ser de otra manera. El misterio de Dios nunca puede ser expresado de un modo único; siempre nuestro lenguaje se aproxima pero nunca lo define en su totalidad. Estamos ante el misterio que confesamos en el Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración”. No olvidemos que estamos refiriéndonos al Misterio central de la fe revelada, la del Dios uno y trino. Y cuando hablamos del Espíritu Santo nos estamos refiriendo a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, inseparable del misterio del Padre y del Hijo.

                Acojamos la Palabra bendita de Dios que hoy nos invita a contemplar la realidad del Espíritu Santo en cada bautizado y en la comunidad Iglesia de Cristo.

                Primera lectura: Hch 2, 1-11

                San Lucas, autor de este precioso libro del Nuevo Testamento, que conocemos con el nombre de Hechos de los Apóstoles, nos envuelve en esa atmósfera especial a través del relato del acontecimiento central, no sólo del Libro de los Hechos sino de la misma Iglesia. En efecto, con Pentecostés nace la Iglesia y ella misma es un constante milagro del Espíritu de Dios. Es el Espíritu el que la conduce, la guía, la santifica, la fortalece, la purifica, etc. El Espíritu Santo es el alma del cuerpo de la Iglesia. Y el cuerpo eclesial lo formamos todos nosotros, seres humanos concretos, con nuestros pecados y recaídas pero también con los signos de la vida nueva del Resucitado. Este “cuerpo social” que es la Iglesia tiene como “principio viviente” al Espíritu que el Padre y el Hijo le han regalado para su salvación eterna.

                ¿Cómo narrar y hacer comprensible semejante acontecimiento de la venida del Espíritu sobre los apóstoles? ¿Con qué palabras se puede dar a comprender lo que efectivamente vivieron los discípulos? San Lucas se muestra como un genial literato y logra comunicarnos un hecho de ribetes prodigiosos. El evangelista no nos ofrece un cuento, una fantasía. Nos relata lo que de hecho pasa en las comunidades cristianas de su tiempo, y de todos los tiempos: el Espíritu Santo, prometido por Jesús, estaba actuando en y por ellas. Esta es la perenne verdad. Esto es lo que acontece. Lo que la gente oía y veía era que hombres y mujeres formaban una nueva comunidad de hermanos y hermanas en torno a la oración, a la Palabra, a la solidaridad y todo por el Evangelio. Entonces a San Lucas no le interesa contarnos un hecho aislado, anecdótico, entretenido. Lo que realmente le interesa comunicarnos es el sentido, el alcance y consecuencias de la venida del Espíritu Santo. Ubica esta venida en una fecha muy significativa para los judíos: Pentecostés, el día en que terminaban las siete semanas de celebración después de la Pascua, es decir, los cincuenta días y eso significa Pentecostés en griego. Para narrar lo que acontece en aquella casa donde están reunidos, Lucas recurre a imágenes del Antiguo Testamento para narrar las intervenciones de Dios: ruido como viento huracanado, lenguas como de fuego que se posan sobre cada uno y comienzan a hablar lenguas extranjeras. De la casa pasamos a la muchedumbre de diversas lenguas, pueblos y culturas a quienes se les anuncia el Evangelio y lo acogen, aunque no todos. El Espíritu está en acción y los discípulos salen del encierro de la casa y abrazan el inmenso espacio humano de la cultura. La universalidad del Evangelio es la consecuencia, entre otras, de la venida del Espíritu Santo. Todos logran comprender lo mismo aunque cada uno oye en su propia lengua el anuncio de los apóstoles. Han vencido el miedo que los llevó a permanecer con las puertas cerradas. Salen y llenos de valor anuncian la Buena Nueva de Jesús, y todos los entienden. Es el milagro del Pentecostés.

                El Salmo 103, 1.24.29-31.34 con que respondemos a las maravillas que Dios obra por su Espíritu en  los apóstoles y en la muchedumbre de los creyentes, es un himno de alabanza de Dios en la creación. Su inspiración más próxima es el primer relato de Génesis 1 sobre la obra creadora de Dios. El salmista utilizó con libertad sus fuentes y componer un original y bello himno que celebra la obra divina de la creación. Es muy oportuno leer y meditar este salmo 104 (103) desde la celebración de la venida del Espíritu Santo, fuente de animación y vida de la Iglesia y de la historia humana. Si hermosa es la obra creadora de Dios, cuánto más bella es la acción renovadora y santificadora del Espíritu Santo.

                De la primera carta a los cristianos de Corinto 12, 3-7.12-13

                La diversidad de dones que había en la comunidad cristiana de Corinto produjo dolores de cabeza al Apóstol Pablo, porque esto dio lugar a rivalidades, celos y rencillas entre los fieles corintios. Y, como Pablo no sólo fundó comunidades sino que también las acompañó, enfrentando con valentía las dificultades.  La respuesta de Pablo  no va por el lado de suprimir la diversidad ni tampoco los dones sino reconocerlos. Así comienza diciendo: “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones pero un mismo Dios que obra todo en todos” (vv.4-6). Leyendo con atención esta respuesta, nos damos cuenta que estamos ante un esquema trinitario que sigue el apóstol. En efecto,  al Espíritu Santo corresponde la diversidad de carismas o dones; a Jesucristo, la diversidad de ministerios o servicios; y a Dios, el Padre, la diversidad de actuaciones, “un mismo Dios que obra todo  en todos”. San Pablo establece un principio de fundamental importancia: “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común”(v.7). Una cuestión siempre delicada es la pérdida de la conciencia y de la referencia al bien común, sobre todo, en una cultura y sociedad tan proclive al individualismo. El apóstol Pablo, con el fin de señalar el sentido comunitario de la diversidad de carismas que anima el mismo Espíritu, recurre a una imagen, muy frecuente en el mundo clásico de las ideas, la del símil del cuerpo humano comparado con la sociedad; sin embargo, Pablo no se inspira en  este modelo sino en la centralidad del amor como la base de la existencia cristiana. Todos los dones espirituales, los diversos ministerios y la diversidad de actividades que dinamizan a la comunidad cristiana deben ser entendidos desde el centro vital del amor de Cristo y la imagen del cuerpo humano constituido por la diversidad  de miembros, siendo diversos, no forman parte sino de un solo cuerpo. “Pues así también es Cristo” (v. 12). Como el cuerpo humano da unidad a la pluralidad de  de los miembros, así Cristo, principio unificador de la Iglesia, da unidad a todos los cristianos en su Cuerpo. El gran desafío es conjugar la diversidad de dones con la unidad de un solo cuerpo eclesial, el Cuerpo de Cristo. Pidamos la gracia de vivir esta sabia teología práctica, en comunión y participación.

                Evangelio de san Juan 20, 19-23

                El episodio del evangelio de hoy se refiere a la aparición del Resucitado a los discípulos “que estaban con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos”8V.19). No es extraño encerrarse en las propias cosas por miedo a los demás o a la comunidad o al compromiso. Los miedos dominan y detienen la vida, matan la iniciativa y enferman a los que los llevan. Muchas veces, los miedos son difusos, indeterminados y terminan por ahogarnos haciéndonos esclavos. Así estaban los discípulos después de los episodios dolorosos de la pasión y muerte de su Maestro. Y así estamos nosotros cuando no dejamos que Jesús entre en nuestra vida. Pero precisamente en esta situación, Jesús se hace presente, el Resucitado que no hace alarde de su victoria o éxito sino que les hace volver a la pasión y crucifixión que él ha vivido: “Les mostró las manos y el costado” (v.20), donde están patentes las heridas de la pasión. De este modo, Jesús les enseña que el Resucitado es el mismo que ha colgado del madero, es el Crucificado. No hay vida nueva sin cruz, sin muerte. El grano de trigo tiene que morir para dar fruto. Si no muere, permanece infecundo. Sabia lección para todo cristiano, refrendada por la misma experiencia de Jesús.  Entonces “Los discípulos se alegraron al ver al Señor”. Es el reencuentro, es la paradojal presencia del Crucificado idéntico al Resucitado, es el mismo y único Señor. La Cruz es inseparable de la Vida Nueva.

                Jesús les comparte su misión: “Como el Padre me  envió, así yo los envío a ustedes”. La misión que desarrolla Jesús en la tierra no es suya sino del Padre que lo ha enviado. De este modo hay una identidad de envío del Hijo y su misión. No puede ser distinta la situación de los discípulos: también ellos son enviados a cumplir la misión que el Padre quiere que realicen. Son servidores del Reino, son enviados por el Señor a evangelizar. La misión nunca es propiedad de quienes la realizan. Son como los trabajadores enviados a la viña del dueño de la viña como lo recuerda una parábola del Evangelio. Prestemos atención a otro detalle hermoso: “Dicho esto, sopló y les dijo:  Reciban el Espíritu Santo”(v.22) Nos recuerda “el soplo de Dios” sobre la imagen de barro que había hecho como nos lo recuerda el libro del Génesis. Y el inerte hombre de barro recibió el soplo de Dios, su Creador, y comenzó a vivir. ¿No estará Jesús señalando que con su resurrección se inicia una “nueva creación”? El soplo de Jesús simboliza al Espíritu que, en hebreo significa soplo o  principio de vida. De este modo, Jesús realiza como una re-creación de la humanidad, pues poseyendo desde ahora este principio de vida, el hombre ha pasado de la muerte a la vida y no morirás jamás. Lo nuevo ya ha comenzado, y lo viejo o antigua vida de pecado ya ha terminado. Esto significa, en términos teológicos es el principio de una escatología ya realizada.                                            Los discípulos, revestidos del Espíritu Santo, quedan capacitados para perdonar los pecados. Es el objeto de la misión que Jesús les encomienda; son enviados al mundo para el perdón de los pecados. A quienes se los perdonen les quedarán perdonados y a quienes se los retengan les serán retenidos. Ciertamente la misión de perdonar los pecados la reciben de Jesús que perdona los pecados. Así los apóstoles continúan con la misión central de Jesús como portador de la misericordia y del perdón de los pecados, acogiendo al pecador arrepentido que se fía de la palabra de Jesús. La obra que tendrán que cumplir los discípulos será una continuación de la suya, ya que Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Hijo de Dios que con su sangre nos purifica de todo pecado. Así se comprende la profunda relación entre el acto redentor del Resucitado que muestra las heridas de sus manos y de su costado y la misión de perdonar los pecados encomendada a los discípulos como actualización  del sacrificio de Cristo y de su significación soteriológica o salvífica, ya que  Jesús, el buen Pastor, da su vida por las ovejas.

                VEN, ESPÍRITU DIVINO

                Hermosa oración al Espíritu Santo escrita en el siglo XIII por Esteban Langton, arzobispo de Cantorbery. Se lee o se canta como secuencia antes del evangelio en la solemnidad de Pentecostés. Para entrar en este himno hay que acallar el interior y gustar de cada frase la belleza espiritual, sublime que transmite. Repítelo gustándolo suavemente.

                Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetras las almas; fuente de mayor consuelo.

                Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo; brisa en las horas de fuego; gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

                Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.

                Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.

                Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.

                Nada más. El Señor los bendiga con la abundancia de los dones del Espíritu Santo.                           Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M. 

 

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