DOMINGO DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO – CICLO C
Provincia Mercedaria
de Chile

DOMINGO DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO – CICLO C

Sábado 18 de Junio, 2022

 


     “Ofreció, sobre el altar de la cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre como precio de nuestra libertad” (Sto. Tomás de Aquino).

                Aunque nos esté costando vivir de certezas, de esas verdades sublimes y fundamentales que le otorgan al diario vivir un sabor de eternidad, la Fiesta de Corpus Christi nos vuelve a reafirmar una gran verdad que vivimos en cada eucaristía que celebramos. “Es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre”. Esta certeza la reafirmamos ya que la Eucaristía es el corazón de la Iglesia. ¿Y por qué? Porque la Eucaristía “es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por el hombre”, dice el sabio Benedicto XVI. Esto no siempre lo percibimos en nuestras celebraciones eucarísticas diarias, lo que no significa que por eso deja de ser certeza de nuestra fe. Celebramos desde nuestra pobreza y sencillez, celebramos con nuestras dificultades acuestas, con nuestras dudas y preocupaciones… pero nada de eso anula o disminuye la importancia suma de la Eucaristía en el itinerario de un cristiano a pie, peregrino incansable. Nada nos hace más cristianos y discípulos que el acto de partir el pan y beber la copa de la salvación, es decir, hacer memoria actualizada en cada momento del amor infinito de Dios por cada uno y por toda la humanidad. En cada eucaristía celebramos la extrema generosidad que Jesús nos hizo de su propia vida antes de sufrir la pasión y muerte. Jesús es “el pan que se  entrega y se parte” y “su sangre que se derrama para sellar la Nueva Alianza” con la humanidad. Es el sacrificio perfecto que nos acarrea redención, mediación y alianza; es el único, definitivo e insuperable sacrificio que logra unirnos con el Padre de modo irrevocable. Es salvación, liberación y comunión. Todo esto está ahí en cada eucaristía, una y otra vez renovada la ofrenda del Cordero Pascual, Jesucristo. ¿Somos conscientes de este acto de redención? Somos redimidos o rescatados de toda servidumbre, alienación, esclavitud o cautiverio cuya fuente es siempre nuestro pecado. En cada eucaristía se renueva el sacrificio incruento de Jesús y nos restituye a la vida verdadera, de comunión y unidad, de amor y servicio. Todo cristiano es eucarístico y la comunidad cristiana es eucarística. El Espíritu Santo no ha dejado de inspirar esta dimensión del camino cristiano a través de carismas eucarísticos con fuerte sello liberador. El carisma adoratriz en sus distintas expresiones está  indisolublemente vinculado con realidades lacerantes de esclavitudes o cautiverios que afectan a tantas personas, de tal modo  que expresan así el descubrimiento de Cristo presente en los sufrientes de este mundo. Grandes figuras eucarísticas como San Ramón Nonato, Santa María Micaela, Beata Mariana de Jesús, María del Refugio Aguilar, etc. hicieron de la Eucaristía su fuente o manantial de amor y de servicio. Recordemos las palabras de Romano Guardini cuando dice: “La liturgia crea un vasto mundo interiormente animado por la más rica espiritualidad, que (…) circula por las recónditas profundidades del alma dejándola en plena libertad de sus movimientos y de su expansión”. Ciertamente con el tiempo la liturgia se fue llenando de reglas o normas que muchas veces la convierten en algo rígido y hasta carente de vida. La norma no debe apagar el espíritu ni menos suplantarlo. De aquí surge la necesidad de que la celebración esté acompañada de la mistagogia, es decir, de una introducción al misterio de Dios y al misterio del hombre. “Se trata pues de celebrar la eucaristía de tal forma que en ella experimentemos a Dios y nos reencontremos con nosotros mismos”, dice el P. Anselm Grün (Eucaristía y crecimiento personal, p. 108).

PALABRA DE VIDA

Gn 14, 18-20      Melquisedec, rey de Salém, hizo traer pan y vino

Sal 109, 1-4                Tú eres Sacerdote para siempre, a la manera de Melquisedec.

1Cor 11, 23-26  Hagan esto en memoria mía

Lc 9, 11-17          Denles de comer ustedes mismos

                Nuestra Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo se celebra el domingo siguiente a la Santísima Trinidad y se relaciona con el culto al Santísimo Sacramento, que tanto se desarrolló a partir del siglo XII. Fueron las visiones de Juliana de Lieja, repetidas a partir del año 1209, las que impulsaron una fiesta especial en honor del Santísimo Sacramento. La primera vez que se celebró esta fiesta fue en el año 1247 por el Obispo Roberto de Lieja en el jueves después de la octava de la Trinidad. Y en 1264 el Papa Urbano IV, impresionado por un milagro eucarístico acontecido en Bolsena, cerca de Orvieto, en Italia, hizo extensiva la fiesta a toda la Iglesia pero hubo que esperar  hasta 1317 para  que esta decisión del Papa Urbano IV se hiciera efectiva en toda la Iglesia. Dejemos que sea la Palabra de Dios nuestra mejor forma de comprender y vivir el admirable misterio de la Eucaristía, palabra que significa “acción de gracias”. Cada domingo vivimos  nuestra “Acción de Gracias” como comunidad cristiana que se reconoce redimida por el máximo amor de Jesús por nosotros, indignos comensales en la Mesa Eucarística. Toda eucaristía nos sostiene con el alimento sólido de la Palabra de Dios y el Pan de Vida.

                Del Libro del Génesis 14, 18 - 20

                En la primera lectura, tomada del libro del Génesis, se nos habla de un encuentro entre Abrán y Melquisedec. Es extraña esta escena en que el rey-sacerdote Melquicedec, rey de Salén y sacerdote de Dios Altísimo, bendice al patriarca de los hebreos. La bendición es una palabra eficaz e irrevocable que, aún pronunciada por un hombre, transmite el efecto que en ella se expresa, ya que es Dios el que bendice. Pero también el hombre bendice a su vez a Dios, cuando  alaba su grandeza y su bondad. Así, no sólo Dios bendice y nos bendice, también nosotros como sus criaturas bendecimos su Nombre, le agradecemos y le alabamos, si queremos.                                                Y cuando hay una bendición de este sacerdote Melquisedec hacia el patriarca de los hebreos Abrán,  éste paga con la décima parte de sus bienes al sacerdote – rey de Salén.  El Nuevo Testamento ve en este misterioso personaje, que ofrece pan y vino, un anticipo de la figura de Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y definitiva alianza de Dios con la humanidad, tal como se refiere en la carta a los Hebreos 5, 6-10. El pan y vino nos remite a una comida, signo de alianza entre Dios y Abrán. Podemos comprender el profundo simbolismo de la última cena de Jesús con  los suyos “antes de padecer”.

                Salmo 109, 1-4 es un salmo dedicado al mesías, rey y sacerdote que comparte tres privilegios especiales: participa de la soberanía divina y es como el lugarteniente del Señor (vv.1-2); la filiación divina del rey pues Dios lo adoptó como hijo (v. 3) y el sacerdocio “a la manera de Melquisedec” (v. 4). El nexo entre la primera lectura y el salmo 109 que la liturgia nos propone como respuesta es evidente. Se trata de un oráculo acerca del futuro mesías rey y sacerdote, es decir, rey y consagrado a Dios y el N.T. lo identifica con Jesús.

                De la primera carta de San Pablo a los Corintios 11, 23 - 26  

                La segunda lectura tiene una directa relación con la celebración del Corpus Christi y de la eucaristía misma. El texto de la primera carta a los Corintios 11, 23-26 es el corazón de todo el capítulo dedicado a resolver situaciones especiales que ocurrían en la celebración de la reunión eucarística en esta comunidad. San Pablo escribe esta carta para corregir ciertas prácticas que se han introducido en la comunidad cristiana conformada por paganos convertidos a la fe cristiana. Dentro del segundo asunto que trata en este capítulo 11, 17 ss en torno a las reuniones donde quedan al descubierto las divisiones internas y que de hecho no comen la cena del Señor porque cada uno come su propia cena y se emborracha, mientras otros pasan hambre. Son conductas que el Apóstol no puede dejar pasar ni alabarlos por ellas.  

               Y entonces, a partir del versículo 23, les expone el supremo argumento con el que invita a rectificar las conductas equivocadas que denuncia. No es otro que el relato de la Institución de la Eucaristía ofreciendo así una bella catequesis que enseña, denuncia y amonesta. Se trata del documento más antiguo del Nuevo Testamento sobre la Institución de la Eucaristía, ya que esta carta fue escrita entre los años 55 o 56 de nuestra era cristiana. Este dato es muy importante, si consideramos que el primer evangelio, el de Marcos, fue escrito hacia el año 65 d.C. y los de Mateo y Lucas hacia el año 80. El Apóstol les recuerda que les trasmite una tradición que él mismo ha recibido, probablemente en Antioquía, y que se remonta hasta el mismo Señor Jesús. Así dice: “Porque yo recibí del Señor lo que les transmití: que el Señor, la noche que era entregado, tomó pan” (v. 23). Es evidente que ya en tiempo de San Pablo circulaba en las comunidades una celebración litúrgica que contenía las dos partes, que se refiere una al pan y la otra al vino, en perfecta ilación de una con la otra como acontece hasta hoy en nuestra eucaristía: a la bendición del pan sigue la del cáliz. Esta continuidad no se da en la cena pascual judía. En los primeros tiempos, antes de la eucaristía se compartía una comida de hermandad íntimamente ligada al mismo sentido de la eucaristía, como es la unión y solidaridad. Los corintios comían cada uno por su cuenta y no podían expresa así la fuerza de comunión de la eucaristía cristiana.

                Finalmente señalemos que el Apóstol sitúa la eucaristía entre dos horizontes y ambos referidos a Jesús. Uno histórico: la eucaristía acontece en “la noche que era entregado” (v. 23) y el otro en el futuro: “Y así, siempre que coman este pan y beban este copa, proclamarán la muerte del Señor, hasta que vuelva” (v. 26). Entre ambos horizontes transcurre la vida y misión de la comunidad cristiana que “hace la eucaristía” y que “la eucaristía hace la Iglesia”. De este modo la Eucaristía  “hace memoria de Jesús” mediante el pan y el vino consagrados, expresión de su entrega a la muerte en cruz y su gloriosa resurrección. El pan y el vino consagrados recuerdan, actualizan, hacen presente en el seno de la comunidad el gesto redentor de Jesús a través de su muerte y resurrección y “hasta que vuelva”.

                Del evangelio de san Lucas 9, 11 - 17

                El evangelio nos relata la multiplicación de los panes. Es el único milagro que está narrado en los cuatro evangelios. Las resonancias eucarísticas son evidentes. Les invito a fijarse en el versículo 16 cuando dice: “Entonces tomó los cinco panes y los dos pescados, alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente”. Los verbos usados están todos vinculados a la celebración eucarística. Es igualmente digno de destacar que Jesús distribuye entre los discípulos y éstos a su vez a la gente. Con ello queda clara la función ministerial o mediadora de los discípulos que deben distribuir el pan de la Palabra y de la eucaristía al pueblo.

                ¿Qué nos enseña este evangelio? En primer lugar, la centralidad absoluta de las palabras y acciones de Jesús en el Reino. Él viene no sólo a anunciarlo sino a instaurarlo. El Reino de Dios comienza a hacerse visible, palpable, concreto en acciones y comportamientos. No se trata sólo de una realidad espiritual, invisible. El Reino se manifiesta en las palabras y acciones de Jesús. La multiplicación de los panes  y los peces no quiere dejarnos admirados y estupefactos por la magnitud del milagro. Eran cinco mil hombres y comieron todos y quedaron satisfechos (v. 17). Más bien hay que centrar la mirada en lo que significa y los efectos que tiene el auténtico desprendimiento y la actitud de compartir, la actitud de generosa apertura y solidaridad con los demás. El verdadero milagro es cuando el Reino se hace visible en los gestos comunitarios, de servicio y generosidad hacia los demás. Es un imperativo gigantesco lo que Jesús nos plantea cuando dijo a los discípulos: “Denle ustedes de comer” (v. 13). El mundo nuevo que supone acoger el Reino de Jesús pasa por el compromiso de cada uno por salir de su encierro y abrirse al mundo del otro. Esto resulta difícil dentro de una cultura que espera que otros hagan lo que cada uno no está dispuesto a realizar. En esta “cultura del bono” para todo no es posible entender la dinámica del Reino de Jesús.

                Generalmente podemos sentirnos profundamente interpelados por la actitud de los discípulos: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y campos de los alrededores y busquen hospedaje y comida; porque aquí estamos en un lugar despoblado” (v. 12). Van quedando  muy pocas personas que están dispuestos a practicar la misericordia con el prójimo enfermo, solitario, hambriento, etc. Seríamos felices si en nuestra ciudad o barrio no hubiera pobres ni sufrientes en las calles. Es decir hemos construido un mundo insolidario, insensible, sin capacidad para ayudar al otro. Soñamos con que no nos echen los presos a la calle, que los carabineros nos resuelvan la violencia desatada, que los colegios nos den todo lo que se necesita para educar un hijo, que todo sea fácil, entretenido cómo si la pobreza y la condición humana fuera entretenidas. Queremos una realidad sin problemas, sin tareas, sin nada que nos quite el sueño... El Reino es muy distinto a todo esto. Sin compromiso personal y comunitario no hay signos del Reino.

                Finalmente la excusa. Dijeron los discípulos: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros a comprar comida para toda esa gente” (v. 13). Siempre los medios disponibles serán escasos y pobres. Si esperamos tener dinero para solucionar todos los problemas nunca haremos nada. Cada uno puede aportar lo que está dentro de sus posibilidades y eso junto con otros hará la fuerza de lo que parecía imposible. Es el Señor el que hace posible que nos arriesguemos a poner nuestros pobres dones al servicio de los demás.

                Un texto para meditar el lugar de la Eucaristía en nuestra vida: “Como el alimento corporal sostiene, aumenta y prolonga la vida física; así la Eucaristía, alimento del alma, produce idénticos efectos en la vida espiritual nutriéndola, aumentándola y dándole peculiar vigor para obrar el bien. La Eucaristía nos une e incorpora con Cristo, y al contrario de lo que sucede con el alimento corporal, que nosotros transformamos en la sustancia de nuestro cuerpo, este alimento celestial nos transforma en sí y nos hace concorpóreos y consanguíneos de Cristo. El borra los pecados veniales, bien así como una alimentación sustanciosa destruye las debilidades  del cuerpo; preserva de los pecados mortales, disminuyendo la causa de cometerlos y robusteciendo el vigor de la gracia; aumentando además la caridad y estrechando la unión con Jesucristo, remite indirectamente tanta pena temporal merecida por los pecados, cuanta fuere la devoción  y fervor de cada uno” (P. Pedro Armengol Valenzuela, El mercedario instruido en los deberes de su estado, p. 590).

                Un abrazo y hasta pronto.                                                           Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.

               

                 



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