4°DOMINGO DE CUARESMA (C)
Provincia Mercedaria
de Chile

4°DOMINGO DE CUARESMA (C)

Sábado 26 de Marzo, 2022

 


¡GRACIAS, PADRE, POR ACOGERNOS SIEMPRE!

               

                ¡Qué común es la experiencia que hoy el evangelio pone a nuestro alcance! ¿Por qué alguien que está bien y lo tiene todo en casa decide irse? Es la historia repetida  en nuestro tiempo. En la historia de un padre y sus dos hijos se escriben nuestras propias experiencias. Se trata de una familia judía de buen estado económico pues lo tiene todo. También la práctica religiosa que regula el diario vivir: levantarse temprano, hacer las oraciones, leer la Biblia y enfrentar las tareas o trabajos. Los dos hijos están bajo la autoridad y cuidados del padre. Y un día el menor de los hijos tomó la decisión de marcharse, dejar la casa paterna y para ello, pedir la parte de la herencia que le correspondía. Es insólito y doloroso. Pedir la parte de la herencia estando el padre en plena actividad es difícil entenderlo. ¿Estaba aburrido y no quería seguir más el estilo que  el padre tenía en su casa? ¿Quería el hijo menor conocer y experimentar otro mundo, vivir otros estilos de vida? ¿Quería manejarse lejos de la mirada del padre y hacer lo que le viniera a la gana? ¿Quería ser libre sin barreras ni límites? Y las preguntas pueden seguir aflorando. Pero es indispensable situar este evangelio en su contexto. Y lo primero es que Jesús está respondiendo a los fariseos y maestros de la Ley que lo acusan de “recibir a los pecadores y comer con ellos”. Los fariseos y los maestros de la Ley son guardianes celosos de la Ley de Dios. Y Jesús, que es extraordinario pedagogo, lo hace a través de tres parábolas o comparaciones: la oveja perdida (Lc 15, 3-7), la moneda perdida (Lc 15,8-10) y el hijo perdido (Lc 15, 11-32). Las tres comparaciones apuntan al mismo fin. En tiempos de Jesús, las comidas y banquetes creaban lazos de amistad y hasta de parentesco entre los comensales. Bastará con recordar la última cena que Jesús comparte e instituye como el máximo signo y realidad de su comunión con sus discípulos. Los grupos religiosos de Israel no compartían estas comidas porque consideraban que se contaminaban y así se hacían pecadores, razón por la cual no comían con reconocidos pecadores, cobradores de impuestos y extranjeros. Pero Jesús se opone a este comportamiento y viene a mostrarnos cómo Dios, su Padre, se comporta con los pecadores: sale a su encuentro y se alegra cuando “vuelven a casa”, es decir se arrepienten y hacen penitencia. Y esto significa conversión, objetivo clave de nuestra Cuaresma. Pero todavía es más impresionante es la alegría del Padre Dios por el regreso de un pecador a su casa, la casa del Padre. Jesús nos enseña que alegría del pastor que encuentra su oveja perdida, la de la dueña de casa que encuentra la moneda perdida y la del padre que recupera a su hijo perdido es la alegría de Dios ante el pecador perdido que se arrepiente. Al meditar la siempre preciosa parábola del hijo perdido vamos a gozar con la alegría desbordante que Dios vive con la conversión del pecador arrepentido. “Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justas”. Y Jesús ha venido a buscar a los que estamos enfermos, esclavos, “en estado de pecado”, porque nuestro mayor obstáculo a nuestra felicidad es haber ofendido a Dios con nuestro pecado, de haber intentado edificar una vida lejos de Dios, nuestro Creador y Padre, bajo el pretexto que somos libres de hacer lo que queramos. ¡Oh infeliz sueño, cuánta amargura nos ha traído! Volver a los brazos amables del Padre Dios es la fuente de la felicidad.    

PALABRA DE VIDA                                                                                                                       

 Jos 4, 19; 5, 10 - 12          Hoy les he quitado de encima la vergüenza de Egipto

Sal 33, 2-7                           Gusten y vean qué bueno es el Señor.

2Cor 5, 17-21                     Dios estaba, por medio de Cristo, reconciliando el mundo consigo

Lc 15, 1-3.11-32                Corriendo, se le echó al cuello y lo besó

                “En las parábolas dedicadas a la misericordia, dice el Papa Francisco, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta que no se haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas, tres en particular: la de la oveja perdida, la de la moneda extraviada y la del padre y los dos hijos (Cfr. Lc 15, 1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como fuerza que todo lo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón” (Misericordiae vultus, 9).

                Sírvanos este texto del Papa Francisco para dimensionar la belleza y profundidad de la misericordia de Dios Padre hacia el pecador: Dios se inclina hacia el pecador para atraerlo nuevamente a la vida y amistad que  éste ha perdido por engaño del enemigo de Dios. Prestemos atención a la Palabra de este Cuarto Domingo de Cuaresma, porque es un anticipo de la alegría de la Pascua, un adelanto de lo que celebraremos jubilosamente en Semana Santa. Porque la Pascua es el objetivo de la Cuaresma como tiempo de preparación para vivir el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte a través de su propia muerte y resurrección.

                Del Libro de Josué 5, 9-12

                El Libro de Josué encabeza la lista de los libros históricos de la Biblia. Su personaje central es Josué, el sucesor de Moisés, que tiene como doble tarea: conquistar la tierra y luego repartirla entre las tribus. A Josué corresponde el paso de una vida seminómada del pueblo a un estilo de vida sedentaria, es decir, de una cultura pastoril y trashumante a una cultura agrícola y urbana. No cabe duda que el proceso fue más complejo que la simplificación del mismo que nos ofrece el autor de este libro, que no es historiador sino un teólogo que resalta que la fidelidad a la alianza atrae el favor de Dios para el pueblo. Con estas pequeñas observaciones podemos comprender el breve texto de la primera lectura de hoy. El versículo 9 del capítulo 5 comienza con una afirmación: “Hoy les he quitado de encima la venganza de Egipto”, lo que significa que Dios ha permitido que dejen atrás la opresión de Egipto, los 40 años de desierto en que han madurado y cambiado la conciencia y ahora, con los pies ya en la tierra prometida, ven necesario iniciar esta nueva realidad con un también nuevo rito: la Pascua. Es un pueblo liberado que celebra este momento de un nuevo inicio con un nuevo rito que no había celebrado desde su salida de Egipto. Se celebra la vida nueva y la libertad en la tierra prometida. Se deja atrás el desierto con la precariedad de existencia expresada en el maná. Ahora pueden comer los frutos del país que han conquistado después de atravesar el Jordán. La Pascua siempre nos pone  ante experiencias nuevas, renovadoras de la vida. Nosotros cristianos estamos llamados a vivir la Pascua con ese profundo sentido renovador que implica la muerte y resurrección de Jesucristo, generando una vida nueva cada año de nuestra existencia. ¿Es este el sentido profundo que tiene Semana Santa para ti? ¿Crees que esta cuaresma te ha ayudado a prepararte convenientemente para vivir la Pascua de Jesús y tu propia Pascua? ¿Qué es para ti vivir el proceso pascual personal y comunitario?

                El Salmo 33 es un salmo alfabético ya que cada versículo comienza con una letra del abecedario hebreo y desde el comienzo está bendiciendo y dando gracias a Dios porque escucha al pobre que clamó y lo libra de sus angustias. Hacemos nuestra esta bendición y acción de gracias por la infinidad de ocasiones que hemos clamado a Dios y nos ha respondido con amor. Tenemos que seguir clamando. El mundo se está olvidando de Dios y los signos de su ausencia son cada vez más horrendos. Sin Dios, el hombre se pierde.

                De la segunda carta de San Pablo a los Corintios 5, 17-21

                El mensaje central de este breve texto de la Segunda Carta a los Corintios se refiere a la reconciliación que vive el cristiano por Cristo con Dios. Se trata de una exhortación de suma actualidad. Queda claro que el ser humano es incapaz de reconciliarse con Dios por su propia cuenta. Es Dios quien toma la iniciativa y lo hace por medio de Cristo, su Hijo Amado, que carga sobre sí las culpas ajenas o, en palabras de Is 53, que carga sobre sí los crímenes de las muchedumbres. Es necesario “dejarse reconciliar por Dios” y esta es la respuesta que podemos dar al infinito amor de Dios, manifestado en Cristo. Esto significa la decisión de quitar los obstáculos y acoger el amor de Dios que llega hasta el extremo de ese amor. Así dice San Pablo en el versículo 21: “A aquel que no conoció el pecado, Dios lo trató por nosotros como un pecador, para que nosotros, por su medio, fuéramos inocentes ante Dios”. Esta afirmación puede ser motivo de una profunda meditación porque cada palabra tiene una enorme verdad que, bien pensada, es el extremo del amor. A su Hijo Amado, el Padre lo identificó como un pecador, llevándolo al extremo de esa situación que es la misma encarnación, la pasión y muerte, y ésta como un hecho horrendo que no dejan de estremecernos y todo ello por puro amor compasivo y misericordioso, para borrar de una vez y perfectamente la sucia lepra del pecado con que cargamos. El valor del sacrificio de Cristo no tiene medida. Sólo el amor puede llegar a semejante extremo. Pensemos que no hemos sido rescatados con oro o plata sino con la vida misma del Hijo predilecto del Padre. ¡Tanto cariño nos desborda y nos compromete! Y solo el amor es digno de fe. No pasemos de largo, indiferentes y ensimismados. Hagamos lo que nos aconseja el predicador de las carta a los Hebreos: “Fijos los ojos en Jesús”. Él es la víctima inmaculada que se ofreció por la sucia humanidad de pecado y de muerte. “Si me desechas tú, Padre amoroso; ¿a quién acudiré que me reciba? Tú al pecador dijiste generoso que no quieres su muerte; ¡Oh Dios piadoso!; sino que llore y se convierta y viva.” (Jueves de Cuaresma, oficio de lectura).

 

 

                Del evangelio según san  Lucas 15, 1-3.11-32

                La extraordinaria parábola del hijo pródigo o del padre misericordioso se sitúa en un contexto polémico. Hay un hecho fundamental que genera la controversia: Jesús acoge a recaudadores de impuestos  para Roma, potencia dominadora de Palestina, y a los pecadores, gente alejada del templo y de la vida religiosa de Israel. Estas personas marginadas del oficialismo religioso escuchan a Jesús y Él no los rechaza sino que los acoge. Jesús ha venido a buscar lo que está perdido, a sanar a los que están enfermos, a dar luz a los ciegos y libertad a los cautivos.

                Este proceder práctico de Jesús mueve las aguas de la controversia y oposición de quienes se sienten particularmente vinculados a Dios y a la religión: los fariseos y los doctores de la ley. Asumen el más común de los métodos humanos: la murmuración o chisme. Y lo que les llena de ira es la actitud de Jesús: dicen “éste recibe a pecadores y come con ellos”. Jesús no defiende ni ataca. Simplemente narra tres historias que los oyentes podían perfectamente comprender. Las tres parábolas dejan de manifiesto la absoluta misericordia de Dios revelada en Jesús. Este es el punto central para comprender estas extraordinarias historias en las que Jesús es insuperable.

                En la parábola del hijo pródigo o perdido, Jesús pone de manifiesto los efectos negativos del legalismo religioso que distorsiona la verdadera imagen de Dios. En este punto, la parábola del hijo pródigo sigue planteándonos la imagen de Dios que nos hemos formado y la necesidad de purificarla desde el ámbito de la revelación que Jesús hace de Dios como Padre. Dios ama tanto al hijo pródigo que se va de la casa paterna como al hijo mayor que permanece al lado del padre pero sin amor sino cumpliendo mandatos y normas. Es interesante fijar la atención en el hijo mayor que cree que ha hecho méritos suficientes para ganarse el amor del padre porque no ha dejado de cumplir ninguno de sus mandatos y por tal razón tiene derecho a ser recompensado, y desde aquí, cree que el hijo menor debe ser castigado por su mala conducta. ¡Cuántos hijos e hijas mayores tienen nuestras comunidades cristianas. Muchos derechos y muy pocos deberes!

                El punto central de la narración de Jesús está precisamente en la atención que brinda el padre al hijo menor, a pesar de todo lo que ha hecho mal. El hijo menor acapara el amor y  la atención del padre. Así queda de manifiesta la gratuidad del amor divino a pesar de nuestra conducta pecaminosa. Precisamente este es el escándalo de la parábola: Dios ama al pecador, lo busca y cuando lo encuentra hay alegría y fiesta. El perdón que recibimos de Dios no se debe nunca a nuestros méritos sino que es siempre gratuidad absoluta. Y no hay relación entre nuestros pecados y la sobreabundancia gracia que recibimos. Cuando tomamos conciencia de esto, nace la alegría y el sentido de la fiesta. Es el triunfo de la gracia, del amor de Dios en nosotros.

                La parábola puede ser leída esta semana y contemplada en sus ricos detalles pero sin perder de vista que lo central es la actitud del padre hacia el hijo que vuelve arrepentido, que ha tomado conciencia de su estado de postración en que le ha llevado su estilo de vida lejos de la casa paterna, su decisión de ponerse en camino de regreso y reconocer que se ha equivocado. Aún así, la recepción del padre rompe todos los esquemas y resulta abundante en amor, alegría, fiesta. Un pecador que  acoge este amor gratuito ha encontrado el tesoro más preciado para su vida.

                Desde nuestra teología sacramental, podemos recordar que el sacramento de la penitencia o de la reconciliación es un encuentro con la misericordia del Padre a través del ministro de la Iglesia, donde el perdón es palabra y acción de Dios a favor del que ha confesado sus pecados. Por esto, este sacramento junto a la unción de los enfermos, se los entiende como sacramentos de sanación para quien está atado al pecado. Sería muy saludable que redescubriéramos el sentido liberador de estos sacramentos, tan malentendidos en el común de la gente e incluso entre cristianos católicos. ¿Queda todo resuelto por esta vuelta del perdido a la casa paterna? Ciertamente no. Acogido en casa por el Padre volverá a experimentar las tentaciones de volver nuevamente a partir, a alejarse del camino, a caer en las redes que antes le atenazaron.  Hay que estar dispuesto a luchar para permanecer en la casa del Padre, en estado de gracia y de comunión. El aburrimiento puede reaparecer bajo nuevas formas. En buena teología espiritual, se le llama a este estado en que podemos caer “el demonio del mediodía” o la acedia, el oscuro mal de nuestro tiempo. La desintegración de la persona creyente o no creyente por la pérdida de sentido o la tentación de la desesperación, la huida de sí mismo y de Dios, la mediocridad y desgano espiritual, etc. Los “hijos mayores”, los buenos cristianos, pueden sufrir porque los pecadores o perdidos pueden “volver a casa” y son acogidos con los brazos abiertos del Padre. Dice Benedicto XVI: “Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir y lo que significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir”(El Año Litúrgico, Ciclo C, p. 137).

                 

                Un saludo fraterno.                                                                   

    Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.

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