24° DOMINGO DURANTE EL AÑO (C)
Provincia Mercedaria
de Chile

24° DOMINGO DURANTE EL AÑO (C)

Viernes 09 de Septiembre, 2022

 


¡Señor Jesús! Danos un corazón misericordioso

                Dos cosas nos llaman hoy a una profunda reflexión. Por una parte, el drama de la maldad en el ser humano manifestado en los miles de rostros de la perversión tanto individual como colectiva. “Vete, baja, porque se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto”, le dice Dios a Moisés allá en la cumbre del Sinaí. Y, por otra, la inaudita capacidad de Dios para ofrecer una y otra vez el perdón como manifestación de uno de los rasgos más impresionantes de su poder como es la misericordia, es decir, el corazón de Dios que se inclina ante el miserable pecador perdonándolo. Dios y el hombre están frente a frente, tan bien representado por Moisés que está solo ante Dios en la cima del monte. Cómo no recordar la misma escena de Jesús en Getsemaní, también solo, y ante Dios, su Padre, en una soledad tan honda que no es posible comprenderla en toda su hondura. También aquí está Jesús frente a su Padre: Padre, dice, que no beba este cáliz pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Y en ambos casos, la confianza en la  fidelidad de Dios sostiene en medio del sufrimiento. Moisés está entre dos fuegos: por una parte es el “amigo de Dios” en plena confianza y amor, pero por otra, siente que la suerte de Israel es también suya aunque sea un pueblo pervertido que ha abandonado la alianza con Dios y se ha dejado seducir por la idolatría. Y surge aquí la imagen del mediador, el que intercede por el pueblo pecador y sigue en confianza irrevocable en la fidelidad y misericordia de Dios. Cuánta falta hace hoy mediadores con el  rasgo de Moisés, y mucho más con la fuerza de Jesús, nuestro representante que, sin haber cometido pecado, tomó sobre sí nuestra condición de pecadores y se ofreció como víctima para que nosotros, abandonando nuestras idolatrías, volvamos a ser objeto de la fidelidad y misericordia del Padre. Los mediadores humanos son aquellos que entran en el frente a frente con Dios y sin despegarse de su condición humana, suplican, sin pausa, la fidelidad y misericordia de Dios, nuestro Padre para los porfiados rebeldes que somos nosotros, los pecadores. Lección para todo cristiano: el ministerio o servicio no debe endiosarnos porque de ese modo nos separamos del pueblo al que tenemos que llamar y volver a poner en sintonía con el Padre Misericordioso. Somos instrumentos de la  salvación y no autores de la misma y necesitados de conversión hasta el final de nuestra peregrinación.  En el rostro y en las palabras, los mediadores entre Dios y el pueblo deben permanecer fieles a Aquel que los llamó para hacerlos instrumentos de su misericordia inagotable. El mediador no puede ser sino servidor de los demás, no solo de los buenos sino también de los pecadores. Se trata de un servicio al estilo  del gran Siervo y Servidor de la Nueva Alianza, Jesucristo, nuestro Señor. El mediador debe parecerse al ejemplar original y único del servicio redentor, a Cristo Redentor. Y la más honda semejanza entre Cristo y su discípulo es en la práctica del amor fraterno sin barreras ni exclusiones. Todo cristiano es mediador en su propio estilo de vida. El laico lo será en medio de las ocupaciones y responsabilidades familiares y sociales que implican la “secularidad”, como nota propia de su ser cristiano “en el mundo”. Y así toda la Iglesia es la mediadora de la salvación, del perdón y de la santificación de los hombres. Este proceso ha comenzado para todos sin excepción con la recepción del Bautismo. Todo bautizado goza de la vida divina que se le regala no sólo para provecho propio sino también para ser mediador del don de la salvación para muchos otros. Ese es el mejor apostolado.     

 PALABRA DE VIDA         

Ex 32, 7-11.13-14        ¡Anda, baja! Porque se ha pervertido tu pueblo                               

Sal 50, 3-4.12-13.17-19       Iré a la casa de mi Padre.                                                           

1Tim 1, 12-17   Pero fui tratado con misericordia                                                            

Lc 15, 1-32          Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría

                Misericordiosos como el Padre, nos recordó el Papa Francisco en el Año de la Misericordia, pero para ser capaces de misericordia debemos, en primer lugar, colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asimilarla como propio estilo de vida. Dejemos que sea el mismo Señor que nos diga y enseñe cómo podemos ser misericordiosos, es decir, cómo amar al pobre. Presta atención al rico banquete de la Palabra de este domingo.   

                Del libro del Éxodo 32, 7- 11. 13 - 14

                La primera lectura está tomada del segundo libro del Pentateuco, el Éxodo. Dos son los ejes de este bello libro: la liberación de Israel desde la esclavitud egipcia y la Alianza que Dios sella con el pueblo por Él liberado. Relata la epopeya de la liberación de un pueblo de esclavos que, por iniciativa gratuita de Dios, sale de la opresión y es liberado. Para ello, Dios elige a Moisés pues Dios nunca hace la tarea solo, la comparte con los hombres y así surge la trama de la Historia de la Salvación como un diálogo de Dios Liberador y la humanidad esclavizada. Sin embargo, esta relación de Dios con su pueblo estará marcada por la fidelidad de Dios y la infidelidad del pueblo. Hoy, la liturgia nos ofrece unos versículos del capítulo 32 del Libro del Éxodo que tiene como telón de fondo el pecado de Israel y la fidelidad de Dios que lo ama sin límites. ¿En qué consistió la infidelidad o pecado de apostasía? El pueblo se fabrica un ternero de oro y proclama: “Este es tu dios, Israel, que te sacó de Egipto” (v. 4). Y luego celebran una fiesta como si el ternero o becerro de oro fuera su dios. Nótese que el mismo pueblo había prometido: “Haremos cuanto dice el Señor” (Ex 19,8). Con este relato se quiere acentuar la infidelidad del pueblo a la Alianza que, aunque parezca increíble, pretende justificar su  acto idolátrico por la ausencia prolongada de Moisés y el no saber dónde se encuentra. Es efectivo que Moisés estuvo cuarenta días y cuarenta noches en el Sinaí (Ex 24, 18). Es digno de notar que el acto de apostasía de Israel, acontece en presencia y con la anuencia de Aarón. El mensaje de este relato es: siempre han existido infidelidades y rechazos de Dios en el pueblo elegido desde sus mismos orígenes. Aunque se dice que Dios amenaza con castigar y exterminar al pueblo, siempre hubo un mediador, en este caso Moisés, que finalmente impide tal cosa. Lo hace recordando las promesas a los padres y concluye el texto: “Y el Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo” (v. 14). La infidelidad al Señor no es relato del pasado; por desgracia es nuestra frecuente realidad. Es la infidelidad al pacto que Dios ha hecho con nosotros. Y nuestro mediador es Cristo, el Nuevo Moisés de la Nueva Alianza que nos obtiene la misericordia del Padre, sin límite. ¿Hay algún desliz idolátrico en mi vida de discípulo de Cristo? ¿Quiénes son mis becerros que pretenden reemplazar al Señor en mi vida concreta? ¿Qué ídolos me fabrico para tranquilizar la conciencia? ¿Es tan cierto que “solo al Señor rendirás culto, a solo Él amarás con todo  tu corazón con toda tu mente y con todas tus fuerzas?

                Salmo 50, 3-4. 12-13. 17-19 es la súplica de un pecador arrepentido, conocido como el Miserere refiriéndose a la primera palabra latina con que se inicia este tradicional “salmo penitencial” por excelencia. Generaciones de judíos  y de cristianos han orado con este salmo en un clima de conversión personal, como lo expresó el salmista, sabedor de su condición pecadora. El orante de este salmo se siente necesitado de una total renovación interior que lo purifique y sane de todo pecado. El penitente reconoce sus culpas, suplica el perdón de Dios y pide al Señor que lo recree como una creatura nueva. Dice desde lo más hondo de su persona: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme”. No tengas miedo de suplicar con este salmo. Te sentirás muy cerca de los demás pecadores.  Esta extraordinaria súplica nos ayuda a reconocer sinceramente nuestra condición de pecadores y suscita el arrepentimiento sincero.

                De la primera Carta de San Pablo a Timoteo 1, 12 - 17   

                La segunda lectura de este domingo, nos ayuda  a comprender nuestra propia historia personal de infidelidad al Señor y nos propone, a modo de modelo, una confesión honesta de San Pablo acerca de su pasado cuando afirma  sin tapujos ni miedo al qué dirán : “A mí, que primero fui blasfemo, perseguidor y insolente” (v.13). Hay que tener agallas para narrar la propia historia en términos de errores y desaciertos cometidos, y el Apóstol lo hace en muchos pasajes de sus cartas. Pero no se queda atrapado en su pasado. Por el contrario, hidalgamente reconoce la acción de Cristo y le da gracias: “Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, que me ha fortalecido, porque me ha juzgado digno de confianza al encomendarme el ministerio”(v. 12). ¡Cuánta ingratitud mostramos a nuestro Señor! El motivo de su nueva vida es Cristo: “Él tuvo compasión de mí porque yo lo hacía por ignorancia y falta de fe” (v. 13). Y una maravillosa certeza de la fe y del amor que nos da Cristo Jesús: “Que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (v.15). En dos oportunidades, Pablo se refiere a la “compasión” que Jesús ha tenido con él. Otro tanto deberemos hacer nosotros. No somos cristianos porque somos buena gente, mejores que otros o por méritos propios. Somos cristianos porque hemos experimentado, en el encuentro con la persona de Jesucristo, la fuerza sanadora del amor del Padre a través del perdón de nuestra vida de infidelidades reiteradas. La misericordia de nuestro Padre la hemos experimentado en carne propia, sin límites ni tiempos. ¿Tendrías las agallas para reconocer y hablar de tus infidelidades al Señor, al prójimo, a la Iglesia? ¿Valorar tú lo que Cristo ha hecho por ti para salvarte como afrontar el suplicio de su pasión y muerte en cruz?

 

                Del evangelio según san Lucas 15, 1 - 32

                El evangelio de este domingo está tomado de Lc 15, 1 – 32, las tres famosas parábolas de la misericordia, siendo la más conocida la del hijo pródigo. Pero el mensaje central es también bellamente presentado por la parábola de la oveja perdida  y de la dracma perdida. Para entender la intencionalidad de estas tres historias hay que tomar en cuenta el inicio de este capítulo 15 lucano. Un dato de absoluta relevancia es la acogida que brinda Jesús a los recaudadores de impuestos o publicanos y a los pecadores, ambos grupos constituían un conjunto de personas marginadas o despreciadas por los hombres religiosos, representantes de la religión oficial judía, vale decir, los fariseos y los doctores de la Ley. Tengamos en cuenta que hay un conflicto entre ambos grupos de la sociedad judía que queda expresada muy bien: “Éste recibe a pecadores y come con ellos” (v. 2). Esta es la controversia que plantean a Jesús los fariseos y los doctores de la ley. Jesús, como en tantas ocasiones, no responde con definiciones o conceptos sino con unas historias sencillas que giran en torno al único centro y que los oyentes captan de inmediato. Es el género literario llamado parábola o comparación. Como dice Benedicto XVI: “Las parábolas son indudablemente el corazón de la predicación de Jesús”. En ellas “sentimos inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba... pero al mismo tiempo nos ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos preguntarle una y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas” (Jesús de Nazaret, p. 223). Tratemos de comprender lo que Jesús quiere comunicarnos a través de estas tres parábolas llamadas, con toda razón, “parábolas de la misericordia”.

                Estamos confrontados con la realidad de marginación religiosa y social que vivía Israel en tiempos de Jesús. Están, por un lado “los que están dentro” y, por otro, “los que están fuera” del sistema religioso judío. La primera parábola de la oveja perdida (Lc 15, 4 – 7), no quiere llamarnos la atención en el hecho que alguien se pierda, eso es frecuente y normal. Jesús nos invita a poner la atención en el gesto y en la acción del pastor que deja las noventa nueve ovejas, y emprende la búsqueda de la perdida hasta encontrarla, luego la carga sobre sus hombros muy contento, se va a la casa, llama a los amigos y vecinos y les dice: “Alégrense porque encontré la oveja perdida” (v. 6). El protagonista verdadero es el pastor y no la oveja perdida o las noventa y nueve restantes que permanecen en el corral.  Fijémonos en las acciones que el pastor emprende y los sentimientos que le invaden cuando la encuentra: la alegría contagiosa y la difusión de la buena noticia de haberla encontrado. Jesús no deja de escandalizar a los buenos que consideran una desproporción mostrar tanto despliegue a favor del pecador, del extraviado o perdido. Éstos consideran que Jesús y Dios deben preocuparse sólo de los justos y buenos, los cumplidores de su Ley. Pero, Dios y Jesús quiebran nuestros esquemas y nos muestran la increíble misericordia con que tratan a los marginados o pecadores. La declaración final de Jesús es hermosa: “Les digo que, de la misma manera habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (v. 7). Sin embargo, se trata de un pecador “que se arrepiente”, es decir, que reconoce su pecado y se convierte a Dios de corazón.

                En la segunda parábola (Lc 15, 8-10), nos encontramos con una historia muy semejante a la primera. Esta vez la protagonista es una mujer a quien se le pierde una moneda de las diez que tiene. Las acciones son: enciende una lámpara, barre la casa y busca con mucho cuidado hasta encontrarla y entonces llama a sus amigas y les comunica: “Alégrense conmigo, porque encontré la moneda perdida” (v. 9). La conclusión de Jesús es la misma de la anterior. Hay mucha alegría en el cielo por la conversión de un pecador.

                La tercera parábola (Lc 15, 11- 32) es una de las más bellas y conmovedoras que nos transmite San Lucas. Esta parábola conocida como “el hijo pródigo” debe  identificarse como “el padre misericordioso”, puesto que es la actitud del padre, expresión de la actitud de Dios frente al pecador, la que constituye la increíble misericordia de Dios, nuestro Padre que no nos busca según los pergaminos que tengamos. Simplemente busca al que está perdido. Es la dinámica del Reino de Dios que no calza con nuestros puntos de vista. La “oveja perdida” o la “moneda pedida” o el “hijo pródigo” son expresión del proceder inaudito de Dios que mira lo pequeño, lo insignificante, lo que no tiene valor ante los ojos del mundo. Nos sentimos muchas veces representados por el hermano mayor del retornado menor,  porque Dios  nos resulta tan familiar que se nos hace rutinario y perdemos el sentido de la misericordia. Casi nos creemos con el derecho exclusivo de estar en la casa del padre y no comprendemos que los extraviados y pecadores puedan ser llamados al reencuentro con Dios. Esta Palabra de Dios de este domingo gatilla nuestra monotonía con que podemos vivir  nuestra fe “asegurada” por los ritos y costumbres. Es necesario despertar y abrir los ojos frente al llamado siempre provocador y cuestionador del evangelio. No hay que apagar la profecía ni mucho menos al Espíritu.

Que la Madre de la Merced nos haga ser “merced de Dios” para los cautivos de hoy. El próximo 24 de septiembre celebraremos  su Solemnidad con gozo y esperanza.

                                               Un saludo fraterno y hasta pronto.

Fr. Carlos A. Espinoza I.

SALMO 118 (117)

  ¡Dad gracias a Yahvé, porque es bueno, porque es eterno su amor!

¡Diga la casa de Israel: es eterno su amor!

           ¡Diga la casa de Aarón: es eterno su amor!

                        ¡Digan los que están por Yahvé: es eterno su amor!

En mi angustia grité a Yahvé,

me respondió y me dio respiro.

Yahvé está por mí, no temo,

     ¿qué podrá hacerme el hombre?

Yahvé está por mí y me ayuda

y yo desafío a los que me odian.

¡Yahvé danos la salvación!                                                                                                                                     

                                                ¡Danos el éxito, Yahvé!                                                                  

¡Bendito el que entra en nombre de Yahvé!

          Os bendecimos desde la Casa de Yahvé,

      Yahvé es Dios, él nos ilumina.

               

               

                 

 



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