26° DOMINGO DURANTE EL AÑO (C)
Provincia Mercedaria
de Chile

26° DOMINGO DURANTE EL AÑO (C)

Domingo 25 de Septiembre, 2022

 


¡Señor! Haz que reconozca al pobre, al cautivo

                Hemos vivido y celebrado la hermosa solemnidad de Nuestra Santísima Madre de la Merced, portadora de  un entrañable mensaje de perenne actualidad, a saber, que vivimos siempre en la disyuntiva de dejarnos esclavizar nuevamente por el mal o permanecer en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Esta disyuntiva no es teórica ni psicológica; por el contrario, es existencial porque nos afecta toda nuestra persona. De ahí que invocar a María como Madre de la Merced  o de la Misericordia no sea sólo un acto devocional o piadoso sino principalmente una opción de vida. Porque efectivamente se trata de permanecer en la gloriosa libertad de los hijos de Dios, que Cristo nos mereció con su sacrificio en la cruz. El título mariano “de la Merced” no es devocional sino profundamente bíblico. Merced significaba en la Edad Media misericordia. Hacer merced a un pobre o necesitado es practicar la misericordia con él, así como Cristo la practicó con el género humano ofreciéndose como “precio de rescate” por los pecadores. Él venció la muerte y el pecado de una vez y para siempre viviendo su misterio pascual del que nos hace partícipes, a fin de que liberados por su Pascua vivamos, aquí y ahora, como resucitados con Él. En este camino – proceso pascual – nos encontramos con la Palabra de Dios, verdadero centinela de horizonte, para que acogiéndola una y otra vez, conozcamos a Jesús y recordemos su enseñanza, su Buena Noticia. Cuando entramos en este ritmo de la Palabra de Dios, dominical y diario, se nos ilumina el camino de nuestra real situación. La Palabra no es sólo un conocimiento religioso sino, sobre todo, una palabra para la vida común y corriente del creyente peregrino en este mundo. No siempre tenemos  una conciencia viva de nuestro carácter transitorio y peregrino por esta vida terrena; muchas veces, nos apegamos a las cosas de este mundo, entre ellas al dinero, lo que nos impide ver al Otro (Dios) y a los otros (los seres humanos). Podemos llegar al extremo de creer que lo único verdadero es mi bienestar, mi dicha personal, mi comodidad, mi fortuna, mi profesión, mis bienes, mi felicidad, todo inmediato. El Señor nos dirá que el dinero o riqueza hace invisible al  pobre. Porque hace también invisible a Dios. La trama de nuestra existencia terrena tendrá un desenlace inesperado: el pobre Lázaro alcanza la bienaventuranza eterna, mientras el rico la eterna desventura. Lo que hagamos o no hagamos aquí con el pobre tiene consecuencias  eternas. Trabajemos ahora que es el tiempo propicio para convertirnos, todavía es tiempo antes que sea demasiado tarde y nos sorprenda la hermana muerte sin haber hecho lo que debíamos. ¡Qué bien nos hace lo que Pablo aconseja a su discípulo Timoteo!: “Hombre de Dios, le dice, busca con ahínco la rectitud, la piedad, la fe, el amor, la paciencia y  la dulzura. Mantén valerosamente el noble combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que Dios te ha llamado”(1Tm 6,11-12). Del evangelio de este domingo aprendemos que no sólo se peca con las obras malas sino también con el gran pecado de evadir la propia responsabilidad, acomodarse en la indiferencia, mantener una vida plácida y sin compromiso hacia el hermano. ¿Nos parecemos al rico del evangelio? La indiferencia  es más destructiva que  muchos otros pecados y puede ser ésta una de las características más comunes en la actual coyuntura que vivimos. La apatía no es menos grave, porque es un estado de ánimo que no se interesa por nada ni por nadie. El amor verdadero cristiano nunca es indiferente ni apático.

PALABRA DE VIDA

Am 6, 1.4-7         ¡Ay de los que se sienten seguros en Sión!

Sal 145, 7-10                ¡Alaba al Señor, alma mía!

1Tim 6, 11-16    Busca la justicia, la devoción a Dios, la fe, el amor, la paciencia, la bondad 

Lc 16, 19-31        Hijo, recuerda que en vida recibiste bienes y Lázaro por su parte desgracias

                Seguimos el hilo conductor del evangelio de Lucas, el gran viaje de Jesús a Jerusalén, un espacio especialmente dedicado a la instrucción de sus discípulos frente al anuncio de su “partida”, es decir, “cuando se iba cumpliendo el tiempo de que se lo llevaran al cielo, emprendió decidido el viaje hacia Jerusalén” (Lc 9, 51). A partir de aquí, el viaje de Jesús a Jerusalén ocupa una extensión mayor en Lucas que en Marcos y Mateo. Es el motivo central de la sección de Lc 9, 51 a 19, 28. No es un tema geográfico sino el camino de la Pascua de Jesús, es decir, el “paso” de Jesús de este mundo al Padre. Es el “éxodo” que Jesús enfrenta decididamente como el camino que el Padre le pide hacer. Es enfrentar el desenlace de la vida de Jesús desde su muerte y resurrección. De esta manera Jesús prepara a sus discípulos y los introduce en su Pascua desde la propia experiencia que vive junto a ellos. Conviene no olvidar este proceso pascual de Jesús y nuestro. No podemos esperar la muerte para plantearnos frente a la Vida Eterna. Es necesario, como Jesús, también decidirnos a mirar de frente nuestra pascua, es decir, nuestro morir y vivir para Dios en Cristo Jesús. Sólo desde esta perspectiva tienen sentido todas las exigencias que Jesús nos está señalando  como condiciones para seguirlo cada día. Sin la memoria de la Pascua, nuestra vida cristiana huele a moralismo vacío, a exigencias extremas, a legalismo frío. Estamos de viaje y la Palabra nos ayuda a asumir esta realidad con la misma lucidez y valentía de Jesús, nuestro Maestro y Salvador. Hay que tener agallas para ser y vivir como cristianos. Toda actitud neutral, acomodaticia, vaga y tibia no sirve para hacer el camino pascual junto a Jesús y con María, la fiel discípula y pedagoga de la pascua.

                Hagamos nuestro momento con la Palabra de Dios. Dejemos que anide en lo más profundo de nuestro ser. ¡María, virgen oyente de la Palabra, enséñanos a escuchar al Señor!

                Del profeta Amós 6, 1.4-7

                Continuamos con este profeta del Antiguo Testamento. Notemos que el texto de hoy comienza con un “ay”, cuando dice: “¡Ay de los que se sienten seguros en Sión!” Es el tercer “Ay” y se refiere a la mala vida que llevan los habitantes de Samaria hacia el año 750 antes de Cristo.  El primero se inicia en el capítulo 5, 7: “¡Ay de los que convierten la justicia en veneno y arrastran por el suelo el derecho!” Y el segundo, en 5, 18: “Ay  de los que suspiran por el Día del Señor”. Así con el lujo y su falsa seguridad, no ven el estado calamitoso en que está el Reino del Norte. Es que las falsas seguridades y el sentido libertino de la vida arrastra a la penuria. Se nos viene a la memoria la situación del hijo pródigo quien en la miseria extrema, fruto de su libertinaje, puede recapacitar y volver a la casa paterna. Con estos “Ay” se quiere grabar en la mente de los oyentes, de forma imborrable, el contenido de los mismos. El profeta se encara valientemente con los dirigentes de Samaría y denuncia la situación social e histórica y forja un criterio válido para siempre: condena la confianza fetichista que se puede poner en ritos, ciudad santa, posesión de bienes temporales y jerarquías con el fin de encubrir las injusticias y desórdenes de la diaria convivencia. Desde aquí condena los vicios que el profeta, como hombre de su tiempo, conoce bien y de los cuales, a modo de ejemplo, indica en la lectura de hoy (v.4-6). La conclusión es la consecuencia de semejantes desórdenes: “Por eso irán al destierro, a la cabeza de los deportados y se acabará la orgía de los libertinos” (v. 7). No olvidemos que Israel, en estos momentos de Amós, goza de una buena situación social y económica. Hay un aire de triunfalismo en el ambiente y viven de la sensación de una relativa paz y tranquilidad.  ¡Cómo nos parecemos al Israel de Amós! La llamada y advertencia del profeta no son acogidas, aunque se acerca el fin inminente de Reino de Israel o del Norte con su capital Samaria.

                Salmo 145, 7 – 10 es nuestra respuesta a la Palabra que hemos leído. Este salmo es una alabanza a Dios como defensor de los oprimidos, lo que queda de manifiesto en los versículos 7-10 donde desfilan los oprimidos, los hambrientos, los cautivos, los ciegos, los encorvados, los extranjeros, el huérfano y la viuda,  un listado de sufrimientos diversos que vivimos los seres humanos. Todo está sustentado en la fidelidad de Dios que permanece para siempre. Y Jesús vino precisamente para hacerse presente en este mundo de las pobrezas humanas, de los Lázaros marginados y de los heridos de nuestra historia.

                De la Primera Carta de San Pablo a Timoteo 6, 11-16

                ¿De qué depende la credibilidad del anuncio? ¿Sólo de la gracia de Dios o también del talante del evangelizador? La segunda lectura nos ofrece un perfil del buen pastor o buen catequista o buen evangelizador. Antes San Pablo le ha recordado a su colaborador Timoteo que hay también “falsos doctores” o falsos pastores o falsos catequistas, etc. Si deseas saber cuál es el perfil del falso cristiano lee los versículos 3 a 10 de este capítulo 6. Lo que hoy nos ofrece la segunda lectura es lo opuesto a los falsos doctores y se refiere a todo líder cristiano sin excepción. Mírate ante esta radiografía y sabrás si estás en la buena senda o andas perdido aunque seas catequista de años o cura de campanillas. Un hombre o mujer, cristiano creíble, convencido y convincente, por sus palabras y por sus obras, debe ser y vivir como “hombre o mujer de Dios”, porque así lo somos desde nuestro bautismo. Debe huir de todo mal proceder en público y en privado, sin aparentar ser cristiano sino ser honesto y sinceramente siempre tal. Sin embargo, con mayor razón deben serlo los líderes como los obispos, los sacerdotes y diáconos, los animadores de comunidades, los catequistas, los liturgistas, cualquiera que ocupe un lugar de servicio en la Iglesia como los religiosos y religiosas. Pero esto no es gratis. Hay que tener valor para la lucha contra el mal que está en cada uno. Dice San Pablo: “Pelea el noble combate de la fe. Aférrate a la vida eterna, a la cual te llamaron cuando hiciste tu noble confesión ante muchos testigos” (v. 12). Basta de discursos y largas charlas. Hay que ponerle el hombro a la cruz y no seguir hablando de ella como enemigos de la misma. Es la invitación constante del Papa Francisco porque la mejor predicación es la del ejemplo de vida. ¿Cómo anda tu testimonio de vida cristiana? ¿Acaso eres un cristiano solo de nombre o “un católico a mi manera”?

                Del evangelio de San Lucas 16, 19 – 31

                El tema de la riqueza y de los bienes materiales ha sido en estos últimos domingos un asunto recurrente en el evangelio de San Lucas. Tal hecho no es antojadizo ni fortuito; constituye el peligro mayor para la vida del discípulo cristiano, ya que el dinero es una idolatría, un culto a la riqueza. El domingo pasado escuchamos, entre otras hermosas consideraciones, que Jesús decía: “No pueden estar al servicio de Dios y del dinero” (Lc 16,13). Pues bien, en el evangelio de este domingo estamos ante una parábola, una comparación a partir de una historia posible. Hay que destacar un hecho único en el género de las parábolas como es que uno de los protagonistas reciba un nombre propio como “Lázaro”, que en hebreo significa “aquel a quien Dios presta ayuda”, y no tiene nada que ver con el hermano de Marta y María que Jesús resucita. Probablemente San Lucas ha querido resaltar la condición  del pobre acudiendo a un nombre que refuerza ese sentido. En su evangelio claramente resaltan los pobres como los preferidos de Dios y de Jesús. Por cierto la pobreza no en sentido restrictivo de pobreza material solamente sino de la pobreza bíblica o evangélicamente entendida, como una actitud existencial íntegra del hombre  ante Dios y su misericordia. La pobreza como indigencia existencial y no sólo como carencia de bienes materiales o económicos, contiene una virtud muy potente que es la confianza en Dios.

                Si estamos ante una parábola corresponde preguntarse por el punto central de la misma, es decir, lo que Jesús quiere enseñar en relación  al Reino de Dios que él anuncia y realiza. ¿Qué nos enseña Jesús cuando pone en tan abierta oposición dos formas de vida: una de un hombre rico y otra, la del pobre llamado Lázaro? Hay un contraste evidente entre dos estilos de vida. Mientras el rico goza de su fortuna (con estatus material, intelectual o religioso), deja que a su lado muera un pobre hambriento, enfermo y solo. Acontece, en el fondo, que ante Dios se invierten los papeles: el que se jacta como rico en este mundo es un pobre. Como es lógico su vida acaba en el sepulcro. La parábola indica el opuesto destino: “Murió el pobre y los ángeles lo llevaron junto a Abrahán. Murió también el rico y lo sepultaron” (v. 22). En cambio el pobre estaba abierto a la grandeza de Dios, que se preocupa de los pobres de este mundo. Con la muerte se desvela el verdadero misterio del destino de cada uno, si haya sido rico o si fue pobre.

                Esto que hemos comentado, es el trasfondo de la parábola: seremos juzgados por el compromiso con los demás, especialmente con los pobres. En el diálogo entre el rico y Abrahán queda claro que para el rico su muerte se debe a la ignorancia que se tiene acerca de lo que pasa realmente. Por eso suplica que vaya alguien a comunicarle a sus parientes lo que pasa finalmente. La respuesta de Abrahán es contundente: “Tienen a Moisés y los profetas: que los escuchen” (v. 29). Pero si no convence su verdad, tampoco servirá ningún milagro que se pueda hacer en la tierra. “Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, aunque un muerto resucite, no le harán caso” (v. 31). Así permanece con absoluta certeza que el camino de la fe es acoger el anuncio del Reino que Jesús y la Iglesia hacen como camino de salvación.

                ¿Por qué se condena el rico y se salva el pobre? El rico se condena por el hecho de no haber recibido la vida como un don y no haber ofrecido su ayuda al pobre enfermo hambriento que se consume precisamente al lado de su puerta. La riqueza, tomada en sí misma, no es pecado sino la falta de solidaridad que divide a los hombres, que permite que unos abunden en bienes mientras otros se consumen en su hambre y miseria. “Danos, Señor, ojos para ver al pobre y manos para ayudarlo”. Mucha abundancia de bienes impide descubrir al necesitado aunque esté bajo el mismo techo. Los bienes materiales nos insensibilizan ante los demás porque, muchas veces, nos despojan de Dios y nos impiden el gesto solidario. Dicen que en nuestro tiempo no vemos a los pobres en su gigantesca gama de situaciones penosas como una manifestación del individualismo reinante. Una puerta separa a dos hombres, uno rico, el otro pobre. La muerte cambia el escenario. El pobre es el único protagonista. La riqueza te encierra, te mete en una cápsula como si sólo existieras tú y tus bienes. En definitiva, la abundancia de bienes te enceguece y ya no ves los bienes eternos que Dios nos regala en su Hijo Muy Amado.                                        

Que la meditación de esta Palabra de Dios nos impulse a revisarnos en nuestra relación con el dinero y los bienes temporales.                                                                                                                            

                   Un saludo fraterno en Cristo y María, Nuestra Madre. 

  Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.     

                ¡Madre de la Merced!                                                                                                                                 Nuestro espíritu se siente confortado                                                                                                                         cada vez que acudimos a ti;                                                                                                                                     una dulce esperanza baña nuestra alma,                                                                                                          porque recordamos las palabras de San Bernardo:                                                                                        “Ninguno de los que acuden a ti, se ven defraudados”.                                                               Llenos de consuelo volvemos a la lucha,                                                                                     seguros de que no nos faltará tu auxilio.                                                                                                           ¡Bendícenos, Madre!,                                                                                                                                  porque tu bendición es signo de la bendición divina.

                Amén.



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