28° DOMINGO DURANTE EL AÑO (C)
Provincia Mercedaria
de Chile

28° DOMINGO DURANTE EL AÑO (C)

Sábado 08 de Octubre, 2022

 


¡Señor Jesús! Enséñame a ser agradecido contigo

                ¿Hay algo más doloroso que la ingratitud? Si hay algo que deja huella en la persona es la ingratitud. Y ¡cuán frecuente es este acto en la vida corriente y en la vida espiritual, en nuestra relación con Dios! No es extraño que la ingratitud de aquellos nueve sanados de lepra fuera captada por Jesús vivamente y así lo expresó en la triple pregunta: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”. En estas tres preguntas Jesús pone de manifiesto, por una parte, la tristeza que siente frente a la falta de reconocimiento y, sobre todo, de gratitud a Dios por el favor de la sanidad recibida, y, por otra, resalta la actitud de un extranjero, un samaritano, odiado y rechazado por el mundo judío, que efectivamente  hace lo que se esperaría de los otros nueve, considerados hombres religiosos. Y quedamos envueltos en una paradoja como tantas veces nos ofrece el evangelio. Los alejados del templo  y de la religión oficial están más cerca del Reino mientras los cercanos a la religión oficial demuestran que están lejos del Reino que Jesús trae. Y ¿por qué Jesús expresa su tristeza frente a la ingratitud de los nueve sanados? Porque este hecho demuestra que no ha logrado el efecto que llena su corazón de alegría, es decir, no ha logrado que el signo del Reino, la sanación de la lepra, fuera motivo suficiente para reconocer al Padre Dios y vinieran a dar gracias. Porque Jesús viene para dar gloria al Padre “en espíritu y en verdad” y quiere que todos los hombres logren entrar en ese maravilloso dinamismo del amor y gratitud. Porque el verdadero sanador es el Padre y Jesús nada hace por su propia cuenta ni busca el halago o reconocimiento. Jesús quiere que reconozcamos al Padre, que lo conozcamos y entremos en su relación filial. Los nueve sólo han visto la sanación corporal pero no la salvación que este signo expresa. No se dejaron salvar por la fe en Jesús. Y esto nos puede pasar también a nosotros cuando el ser cristiano casi nos parece una anécdota, más no un paso de Dios por nuestra vida. La gratitud  supone reconocer que somos agraciados sin merecerlo. Quien cree   que todo se lo gana y se lo merece gracias a su esfuerzo es difícil que llegue a dar gracias a Dios por todo lo recibido. ¿Qué tienes que no hayas recibido?, se pregunta San Pablo. Y si lo recibes todo de Dios ¿por qué no lo reconoces y agradeces cada día? Imitemos al samaritano  de este relato y no a los nueve que no acogieron el don de Dios en Jesús, el médico del cuerpo y del alma. Sin embargo, fueron sanados todos y no sólo el samaritano. El acto de agradecer está perdido en nuestros actuales tiempos. No hay espacio para la gratuidad auténtica, la de persona a persona. Todo es considerado un derecho adquirido. Es la época de los derechos y casi nada de deberes. En este clima social que vivimos no que da mucho espacio para el reconocimiento del otro. Es la época de la “auto referencialidad”, se nos ha agigantado el Ego o Yo y se hizo enano el otro. Prima el Narciso mitológico que sólo sabe mirarse a si mismo y quedar extasiado de tanta perfección y hermosura, toda centrada en sí mismo y sólo en sí mismo. De este modo, es muy difícil descubrir al Otro y a los otros, es decir, a Dios y a los demás seres humanos. Meditemos este domingo y en la semana sobre cuál es nuestro modelo de vida. Si nos identificamos con Cristo o con Narciso. Y si es Cristo mi punto de referencia entonces tengo que vivir aceptando y acogiendo, amando y perdonando, ayudando y sosteniendo a tantos heridos sanados por el Médico de los cuerpos y de las almas. Un cristiano es agradecido siempre.    

PALABRA DE VIDA

2Re 5, 10.14-17 Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel 

Sal 97, 1-4         El Señor manifestó su victoria.

2Tim 2, 8-13       Pero la Palabra de Dios no está encadenada

Lc 17, 11-9         Levántate y vete, tu fe te ha salvado

                Tanto la primera lectura como el evangelio de hoy nos hablan de lepra y de leprosos. La lepra era una enfermedad temible y también se refería a diversas afecciones de la piel, que eran motivo de una impureza cultual que excluía de la comunidad. El leproso era ante todo un marginado, ya que su enfermedad le convertía en un extraño dentro de la vida y esperanza de su pueblo; y por eso se podía tomar como un maldito. Esto explica el esfuerzo y afán que pone Naamán, el leproso de la primera lectura, por encontrar la sanación hasta realizar un viaje al mismo Israel con ese fin. Decimos esto porque el evangelio de hoy nos narra un milagro de Jesús que beneficia a diez leprosos mientras van de camino. El gesto de Jesús  que sana, significa fundamentalmente un gesto de acercamiento y nos recuerda que el leproso sigue siendo un hombre y participa en el regalo de la sanación que lo reintegra, renovado y lleno de esperanza, al modo como Dios quiere  ofrecer su salvación al pueblo escogido. Pero hay otro aspecto en el evangelio de hoy que constituye el centro del mensaje: el agradecimiento que brota del hecho de reconocer la acción de Dios en Jesús y que se comunica a los hombres. Sólo un samaritano, considerado un extranjero para los judíos, descubre y agradece el don recibido. Los otros nueve sanados no se dan por enterados. Por eso Jesús le despide con la confirmación de la fe que ha mostrado este hombre: “Tu fe te ha salvado”.

                Escuchemos atentamente hoy la llamada y novedad del encuentro con Jesús. Encontrarse con Él, si es en la verdad y en el amor, nunca será lo mismo de antes. Hay una situación nueva que introduce al hombre en el ámbito de la salvación, no por méritos sino por exclusiva gracia de Dios.

                Del segundo libro de Reyes 5, 10.14-17

                La primera lectura de este domingo nos prepara para acoger el evangelio. El texto está dentro del llamado “Ciclo de Eliseo” que se abre con la partida de Elías y del cual Eliseo es fiel discípulo y sucesor legítimo del gran Elías. Uno de los milagros de sanación de un enfermo crónico, como es el caso de Naamán de Siria, es muy notable porque se realiza a favor de un pagano que no pertenece a Israel. Podemos disfrutar de los detalles de la narración leyendo del segundo libro de los Reyes el capítulo 5. Por razones de brevedad, la liturgia selecciona unos versículos. Eliseo no entra en contacto con el enfermo, simplemente le manda el recado: “Ve a bañarte siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia” (v.10). Naturalmente que a Naamán no le gustó para nada el proceder del profeta y muy enojado se marchaba. Siempre hay gente sencilla muy cuerda y sensata como es el caso de los servidores que le ayudan a reflexionar y a hacer lo que el hombre de Dios le había señalado. Obedece y se sumerge siete veces en el Jordán y queda limpio. Esto es motivo de un vuelco en la conducta de Naamán: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel” (v. 15). No sólo este reconocimiento sino el compromiso: “Porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor” (v. 17). El mensaje de esta lectura es claro: la salvación de Dios, el Dios de Israel, es para todos los pueblos y hombres de la tierra. No es una exclusividad de una raza o nación o grupo. Conviene no olvidarlo para una coherente comprensión de la misión evangelizadora de la Iglesia. Con mucha frecuencia la Biblia acostumbra a nombrar el siete o  el setenta veces siete. Este modo de hablar es simbólico y sirve para señalar todo lo necesario para que una acción sea completa. El siete indica perfección, plenitud,  logro perfecto.

                Salmo 97, 1-4 es un salmo muy apropiado para nosotros ya que es una invitación a reconocer y proclamar la realeza del Señor manifestada en las maravillas que realiza en favor nuestro. Pero, sobre todo, porque hemos contemplado el “triunfo de nuestro Dios” en su Hijo Jesucristo a favor de la humanidad, sin límites, en el horizonte de la universalidad salvadora. Porque es maravilloso “oír lo que otros desearon oír  y ver lo que nosotros vemos”.  

                De la segunda carta de san Pablo a Timoteo 2, 8-13

                 Continuamos disfrutando de la profunda relación del apóstol Pablo y  su discípulo Timoteo, y esta vez a través de la segunda carta, la más personal de las Cartas Pastorales porque contiene el testamento espiritual de Pablo, un auténtico discurso de despedida al estilo de las costumbres judías. Cuando un patriarca siente cercana la muerte reúne a los familiares para inculcarles la fidelidad y permanencia en la alianza con el Señor y les recuerda algunos episodios significativos de su vida con la mirada puesta en el porvenir.  El capítulo 2 de esta segunda carta contiene tres recomendaciones del Apóstol a su discípulo y colaborador Timoteo. El texto de esta segunda lectura corresponde a la segunda recomendación y consiste en hacer memoria de Jesucristo crucificado, hecho central que permite comprender la realidad del sufrimiento que acompaña a los discípulos como un valor evangélico. Es muy importante hacer memoria de Jesús sin olvidar ni esconder la realidad humana que Él abrazó: “Acuérdate de Jesucristo, resucitado de la muerte, y descendiente de David” (v. 8). Esto constituye el núcleo de la Buena Noticia. El que resucitó victorioso es el mismo que padeció muerte de cruz y compartió con nosotros la condición humana. Hay siempre la tentación de acentuar un aspecto del misterio pascual olvidando el otro. El P. Anselm Grün llega a hablar de “una espiritualidad de arriba” con acento en la resurrección y “una espiritualidad de abajo” con acento en la condición humana del Señor. Lo cierto es que no podemos llevar las cosas a un extremo tal que terminemos olvidando el misterio pascual de Jesús. Es en el misterio pascual de Jesús, renovado constantemente en la eucaristía, que entramos en la maravillosa comunión y participación: “Si morimos con él, viviremos con él” (v. 11). Por cierto hemos muerto con Cristo y hemos sido sepultados con él en nuestro bautismo. Allí ha sido enterrado nuestro hombre viejo pecador pero también hemos resucitado con él, al convertirnos en nueva creatura a semejanza de Cristo. Toda la vida cristiana es el despliegue incesante de la experiencia fundamental de nuestro bautismo. ¿He comprendido así mi bautismo? ¿Lo aprecio y lo vivo cada día con renovada fidelidad? ¿Significó para mí el bautismo un nuevo nacimiento?

                Del evangelio según san Lucas 17, 11-19

                El evangelio de hoy nos ofrece un milagro, la curación de los diez leprosos y la incomprensión del signo de la cercanía de Dios en sus vidas, salvo la reacción del samaritano. El acento del evangelio de hoy está puesto en éste último. ¿Somos capaces de reconocer la acción de Dios en nuestra vida o nos enredamos en otras cosas? Esta sería la conclusión práctica del evangelio de hoy. Si consideramos que son diez los leprosos sanados en el camino mientras van a cumplir la palabra de Jesús: “Vayan a presentarse a los sacerdotes” (v. 14), el milagro de la sanación acontece sin ninguna otra palabra o intervención de Jesús: “Mientras iban, quedaron sanos”. De este modo Jesús responde a la súplica que los diez enfermos le dirigen “a cierta distancia y alzando la voz”: “Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros” (v. 13).

                Nos puede parecer exagerado que solo uno de los diez reconozca y vuelva donde Jesús, mientras todos han sido sanados; pero esto es pan de cada día en la vida de la comunidad cristiana. Una gran mayoría ha recibido el bautismo pero sólo unos pocos viven con conciencia y compromiso este don de la vida nueva. San Juan Pablo II decía que había una inmensa cantidad de bautizados que viven como si nunca hubieran recibido el bautismo. Es cuestión de observar nuestras ciudades, barrios, campos, colegios, parroquias. Hoy se repite lo mismo que San Lucas está denunciando en su comunidad cristiana. Esos pocos samaritanos de hoy y de siempre, como aquel del evangelio, de quien menos se esperaba porque era considerado un pagano por los judíos fervorosos practicantes de la ley, reaccionan positivamente ante la acción gratuita de Dios manifestada en Jesús y se dan cuenta que su vocación cristiana es pura gracia, regalo inmerecido, don de Dios, manifestación de su infinita misericordia. Son los que se dan cuenta que la cercanía de Dios a sus vidas es inesperada gracia. De ahí, la vuelta agradecida al Señor de la Vida.

                Leamos y releamos el texto: “Uno de ellos, viéndose sano, volvió glorificando a Dios en voz alta. Y cayó a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Era samaritano” (vv. 15-16). El discípulo cristiano, el seguidor de Jesús, no vive su fe para dentro, en un intimismo cerrado, sino que proclama a viva voz la Buena Noticia. La mentalidad actual pretende que “cada uno es dueño de creer lo que quiera”. Podemos ser contagiados por una falsa concepción de la tolerancia. “Sube al cerro, mensajero, tu voz se alza como un grito. La ciudad oiga el anuncio del evangelio de Cristo”, expresa muy bien lo que se espera del cristiano. Una actitud torpe es callar el evangelio, no mencionar la cruz, no hablar de Cristo. ¿Por qué no somos creyentes creíbles? ¿Por qué guardamos silencio y nos encerramos en nuestros pequeños grupos?

                Las preguntas de Jesús siguen teniendo una innegable vigencia: “¿No recobraron la salud los diez? ¿Ninguno volvió a dar gloria a Dios, sino este extranjero?” (vv. 17-18). Dejémonos  interpelar por ellas. Hay demasiadas excusas para no vivir el camino de Jesús hoy día. Vivimos un cristianismo de la excusa como falta de tiempo, trabajo, necesito descanso, tengo que viajar, tengo que pasear el perrito, es muy larga la misa, yo creo en Dios y nada más, etc. etc. Ya el Papa Francisco denuncia que buscar catequistas es un drama, llamar a los jóvenes a la vida religiosa y sacerdotal  es extraño porque no pega con las aspiraciones materialistas de moda. Un cristianismo sin compromisos es una quimera. Seguir a Cristo es abrazar un estilo de vida cuya fuente es el amor a Dios y el servicio al prójimo. Existe una tentación muy frecuente, el llamado “cristianismo a la carta”, a gusto del consumidor, con lo que se traduce el antiguo y recurrente “soy cristiano a mi manera”. Hay una sola forma de ser y vivir en cristiano: abrazando decididamente el estilo de vida de Jesús servidor.

                La escena evangélica culmina con esas palabras de Jesús dirigidas al extranjero que volvió a dar gracias: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado” (v. 19). Es la fe que le ha llevado a reconocer la increíble cercanía de Dios a través de Jesús. Los otros nueve estaban preocupados sólo de cumplir la ley, que mandaba que los sacerdotes certificaran la sanidad de un leproso. No era  malo lo que debían cumplir pero no supieron ir más allá de la ley, no descubrieron el don de Dios que es Jesús el Salvador. Los seres humanos frente al mal, a la necesidad urgente buscamos el milagro pero una vez que se supera, actuamos como si jamás hubiéramos invocado a Dios en nuestro apuro.

                Finalmente no podemos dejar de mencionar que el tema de los leprosos y la milagrosa sanación que Jesús obra en los diez enfermos nos remite a una realidad mucho más profunda que es la relación de la lepra con el pecado y la sanación con el perdón. Ya que Jesús ha venido a sanar las profundas heridas que ha dejado el pecado, entendido como ruptura del hombre con Dios a través de la desobediencia a sus mandatos, su perdón nos restituye a la plena comunión con Dios, nuestro Padre. Hemos sido curados de nuestra lepra y nos compromete a dar gracias por tan inestimable beneficio con que hemos sido beneficiados, sin méritos de nuestra parte sino por pura gracia. La fealdad del pecado ha sido aniquilada por la acción redentora de Jesús, quien se ofreció al Padre en la entrega y sacrificio de su propia vida por nosotros. El pecador es el leproso, no sólo de los tiempos antiguos sino de todo tiempo. No tener conciencia de ello impide comprender a fondo el gesto de Jesús que nos narra el evangelio de hoy. Realmente  Jesús es el Sanador de nuestra humanidad herida tan gravemente por el pecado del hombre. La pérdida de la conciencia del pecado, una nota dramática de nuestro tiempo, no nos permite valorar en toda su profundidad el acto de amor de Jesús, su pasión, muerte y resurrección. Todos nos hemos beneficiados del amor redentor de Jesús pero son muy pocos los que se dan cuenta de semejante ofrenda de amor. Estamos, pues, como en el evangelio de hoy: ¿No fueron diez los sanados? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Sólo este extranjero ha vuelto a dar gracias? Tu fe te ha salvado.  

 

Gracias, Señor, porque tu salvación no queda encerrada en los estrechos límites de nuestros intereses o anhelos, sino que abraza, de modo admirable, a todos los hombres de buena voluntad. Nos alegramos que sean dos leprosos extranjeros los protagonistas centrales de tu misericordia y bondad, Naamán, el sirio, y el samaritano. ¡Es admirable tu plan de salvación, Señor! Gracias. Yo quiero también como Naamán y el samaritano volver para darte infinitas gracias por todo lo que has hecho por mí y por todos, incluso los que no se dan por enterados.

Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.     



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