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Domingo 06 de Noviembre, 2022

 


¡Señor Jesús! Que mi vida sea una ofrenda pascual

                Estamos llegando al final del Año Litúrgico que ha estado animado por el evangelista Lucas, el médico y agudo intérprete de la historia bajo cuya luz hemos comprendido que el Evangelio es para todo hombre que habita en nuestro planeta tierra. La Buena Nueva de Jesús no quedó atrapada en los márgenes del mundo religioso de Israel sino que abrazó el extenso mundo de los gentiles, los pueblos que no pertenecían al Israel escogido. Hay que agradecer todos los días este formidable paso de universalidad salvadora, ya que en este llamado se ha hecho realidad lo que la Escritura no deja de recordar: Dios quiere que todos los hombres se salven. La salvación ya no es una exclusividad de ciertos grupos o naciones, está al alcance de la mano de todo hombre de buena voluntad. La humanidad se ha beneficiado con la enorme riqueza espiritual y humana que ofrece el mensaje cristiano incluyendo sus raíces bíblicas del Antiguo Testamento. Esta maravillosa universalidad o catolicidad no es fácil de llevarla a la práctica porque supone reconocer al interlocutor que nunca es un receptor pasivo; por el contrario, el mundo, la cultura, los pueblos no son entes de ficción sino realidades históricas concretas que tienen mucho que decir a los evangelizadores. Y para evangelizar es indispensable entrar en relación con este macro interlocutor que es nuestro mundo, nuestra sociedad, su cultura, sus formas de pensar, de vivir, de sentir. La relación supone que hay entre los posibles interlocutores una voluntad de encontrarse, de dialogar, de querer conocerse. Este es uno de los complejos problemas que se prolonga por varios siglos en la relación de Iglesia y mundo moderno, entre la fe y la ciencia, entre valores cristianos y valores seculares. Este diálogo entre los cristianos y la modernidad, entre fe y proceso autonómico de la sociedad sigue siendo necesario e imprescindible. Aceptar la universalidad del mensaje cristiano es siempre complejo en la práctica, sobre todo cuando los interlocutores piensan en modelos alternativos de vida, de organización de la sociedad, de sentido de la vida, o desplazan la dimensión religiosa al baúl de los recuerdos. Nos está costando anunciar el evangelio y nos está costando digerir el mundo moderno con su atractiva oferta de desarrollo ilimitado, técnico y científico, pero bajo el signo del empobrecimiento global de vida humana, de la moral y de la espiritualidad, tres dimensiones absolutamente básicas para que tengamos una vida humana de calidad. El desafío está planteado ¿cómo lo estamos abordando?  En esta línea de pensamiento hay que comprender la llamada y propuesta de Papa Francisco a poner a la Iglesia en Sínodo o en proceso  sinodal. Y, fundamentalmente, se trata de escuchar a todos y de todo lo que anida en el corazón creyente, en la Iglesia y también en el mundo, en la sociedad, en la cultura, en los hombres y mujeres. Claro que el ejercicio de la escucha no basta por sí solo; hay que estar dispuesto a abrir caminos nuevos escuchando al Espíritu de Dios que transforma todas las cosas. Y dificultades las hay tanto en la Iglesia como en el  mundo real. El tema de los abusos lanzó sobre la Iglesia una duda gigante, fue una explosión de tal magnitud que aún queda mucho por cambiar. Este bombazo ha llevado al  tema del clericalismo que impera en la Iglesia, al espacio de la mujer en la Iglesia, al diálogo entre Iglesia y mundo, Iglesia y culturas, y para qué seguir. El mismo Concilio Vaticano II propuso una eclesiología de pueblo de Dios, una eclesiología de comunión y participación. El Sínodo no hace más que volver al espíritu del gran Concilio Vaticano II, todavía un desconocido.     

 

 PALABRA DE VIDA

2Mac 6, 1; 7, 1-2.9-14    El Rey del universo nos resucitará a una vida eterna

Sal 16, 1.5-6.15                 ¡Señor, al despertar, me saciaré de tu presencia!

2Tes 2, 16- 3,5                  El Señor, que es fiel, los fortalecerá y protegerá del Maligno

Lc 20, 27-38                        No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven

                  La Palabra de Dios nos pone ante una siempre renovada inquietud del ser humano como es el tema de la muerte y la vida eterna. No cabe duda que solo la fe en el Dios de la Vida nos permite abrirnos a una dimensión eterna, a una felicidad sin término. La clave de esta esperanza de vida abundante y definitiva está en la certeza de un hecho que es el fundamento de toda vida cristiana auténtica: la resurrección de Cristo. Ya San Pablo les recordaba a los fieles de Corinto que si Cristo no resucitó es vana nuestra fe porque estaríamos afirmando algo que no sería verdad si es que los muertos no resucitan. Todo la verdad evangélica tiene sentido cuando acogemos la Pascua de Jesús, su muerte y su resurrección, como el acontecimiento central de la historia de la salvación, el punto culminante del proceso redentor. Nos acercamos a esta realidad en puntillas porque no tenemos manera de comprenderla a cabalidad. La Palabra de Dios nos ofrece destellos luminosos de esta maravilla de Dios pero dentro de la opacidad de nuestra peregrinación humana. Es nuestro caminar un ir al encuentro del Dios de los Vivos pero aceptando que no tenemos forma de imaginar lo que será ese encuentro definitivo en el final de nuestra vida terrena. La santa liturgia, hecha de signos y palabras, enmarcados en la belleza de las más hondas aspiraciones del ser humano que la celebra, es nuestra pedagoga de la eternidad cuando, sobre todo en la celebración eucarística, nos anticipa, aquí y ahora, una comunión con el mismo Cristo bajo las especies del pan y del vino. La liturgia nos regala la posibilidad, a pesar de nuestra limitación humana, de acceder poco a poco a la realidad de nuestro encuentro definitivo completamente pascual, ya sin ninguna limitación en el “cara a cara frente a Dios”, sumo bien de nuestras aspiraciones más hondas.

                Dejémonos abrazar por el amor encantador de nuestro Dios y Señor acogiendo su Palabra, no simplemente como materia de análisis racional sino como contemplación “en espíritu  y en verdad”. La Palabra es fuente inagotable de invitación e insinuación hacia lo auténtico y verdadero. Con María, la gran contemplativa de Dios, entremos a leer los textos de hoy.

                Del segundo libro de los Macabeos 6,1;7, 1-2.9-14

                Existen en la Biblia dos libros bajo el nombre de Macabeos, unos combatientes judíos contra el imperio helenista o griego entre los años 165 hasta el 134 a. C. Fundamentalmente el primer Libro de los Macabeos se  refiere a las batallas que el pueblo escogido libra frente a la potencia extranjera pagana que domina el mundo. En el segundo, del cual está tomada la primera lectura de hoy, encontramos algunas enseñanzas importantes como la fe en la resurrección, la valentía de los mártires y otros. Precisamente el texto de la primera lectura de hoy se refiere al martirio de una familia. El relato es típicamente popular que, por su dramatismo, conmueve y edifica a sus lectores. Tiene una fuerza simbólica: se trata de siete hermanos con su madre, y el número siete señala perfección y plenitud en la Biblia. La familia representa la unidad que debe mantener el pueblo. Así la madre y sus siete hijos representan al pueblo de Israel frágil, inocente e indefenso. En el heroico martirio de los siete hijos y de la madre, junto al del anciano Eleazar, se perfila una enseñanza básica acerca del martirio, tal como la siguiente: hay que morir antes que quebrantar la ley o el proyecto de Dios como dice el texto: “Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres” (v. 2). Y la segunda enseñanza se refiere a los que mueren por la causa de Dios resucitarán a una vida eterna en sus cuerpos mortales (vv. 9.11.14). Señalemos que la primera vez que se habla de la resurrección del cuerpo en la Biblia, lo que en el Nuevo Testamento será el mensaje central, piedra sobre la cual se edifica la fe cristiana. La filosofía griega había desarrollado el tema de la inmortalidad (del alma) pero sin hablar nunca de la resurrección del cuerpo. Incluso había tendencias filosóficas que postulaban un desprecio hacia el cuerpo. Y otra enseñanza interesante nos propone el texto cuando afirma que Dios da la vida pero por su causa, hay que estar dispuesto a perderla: “De Dios las recibí (las manos), y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo Dios” (v. 11). Que hay una resurrección para la vida y otra resurrección que no es para la vida: “Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. En cambio, tú no resucitarás para la vida” (v.14). La resurrección del cuerpo es un acto propio de la misericordia de Dios, el aliento y la fuerza de la madre del relato representa el aliento de Dios que anima la decisión de los que se preparan para el martirio. Esta madre representa la convicción del pueblo elegido que, pese a las dificultades, permanece fiel. Nada quita que pensemos también en la Iglesia, Esposa de Cristo, sometida a las persecuciones de los hombres pero siempre fiel a su Señor.

                Salmo 16, 1. 5-6. 8b.15, en plena sintonía con la primera lectura, es una oración o súplica del justo que experimenta la persecución. El orante es un creyente injustamente acosado y acorralado por sus perseguidores que declara su inocencia ante el Señor y pide justicia. Con este salmo podemos renovar la fidelidad al Señor en el diario acontecer y pedirla también para quienes están sometidos a la persecución por odio a la fe cristiana en los tiempos actuales. Y también tantas situaciones en los que se ridiculiza al cristiano que practica su fe. El Reino de Dios implica aceptar la posibilidad real de ser perseguidos “por causa de la justicia del Reino”.

                De la segunda carta de san Pablo a los cristianos de Tesalónica 2,16 – 3,5

                El texto se desarrolla en un clima de oración agradecida tanto del apóstol Pablo hacia la comunidad cristiana de Tesalónica como la invitación que le hace a orar por los evangelizadores. Ciertamente la oración es la clave de la vida y misión de la Iglesia, de la comunidad cristiana y del cristiano mismo. Sólo en el diálogo con el Señor Jesucristo y con Dios nuestro Padre, y esto es la oración, los creyentes se animan y fortalecen en el diario esfuerzo de ser coherentes entre lo que dicen y lo que hacen. No olvida el apóstol que los creyentes también deben saber que muchas veces estarán en medio de gente perversa y malvada “ya que no todos tienen fe”. Pero además necesitan de la ayuda del Señor para enfrentar al Maligno. La súplica también debe hacerse por los evangelizadores “para que la Palabra del Señor se difunda y sea recibida con honor” dice san Pablo. Acojamos esta invitación que nunca sobra. No podemos ignorar esta sabiduría si queremos vivir nuestra vida de fe. Posiblemente esta es la gran tentación: con poco o nulo diálogo con el Señor en el día a día pretender transformar la propia vida y el entorno o ser testigos del evangelio “a mi manera”. Estamos orando menos. Esta es una verdad de porte de un trasatlántico. El fruto de la oración frecuente y continua es la conversión, las obras buenas, las palabras, los pensamientos, las actitudes y los afectos  traspasados por el evangelio liberador. Sin oración no hay sentido de Dios en la vida real del creyente y queda completamente expuesto a las asechanzas del enemigo que no duerme y sigue rodando para hacernos caer y separarnos de Dios. En este aspecto hay mucha ingenuidad en nosotros al creer que con poco diálogo de intimidad con el que nos llamó, con el Señor, podremos “hacer muchas cosas”. El activismo es el enemigo más peligroso porque nos engañamos y nos dejamos engañar y descuidamos la fuente de nuestra vida y misión, que es el encuentro con el Dueño de la Mies, la oración personal y comunitaria para quienes vivimos en comunidad. Esta grave falencia termina por desplazar lo verdaderamente importante, ya que al activista no le faltarán actividades llamadas todas “apostólicas”, sea laico, religioso, diácono,  sacerdote y obispo. Ni toda acción es misión apostólica. Dejémonos espacio y tiempo para orar.  

                Del evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 20, 27 - 38

                Los saduceos, descendientes del sumo sacerdote Sadoq, junto a los fariseos, son los dos grupos más significativos en el pueblo israelita, sobre todo, en el tiempo de Jesús. Entre las notas que los distinguen de los fariseos, está el rechazo de la resurrección, cosa que el evangelio de hoy deja al descubierto.

                Jesús ha dejado callados a los fariseos que le han tendido una trampa para hacerlo caer acerca del tributo al César como relata Lc 20, 20-26.  Por otro lado, los saduceos intentan el mismo objetivo y tratan de atraparlo en las redes de su casuística. Es el tema del evangelio de hoy: Lc 20, 27 - 38). Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, proponen a Jesús una situación curiosa de una mujer que debe casarse sucesivamente, ya que siete hermanos han sido sus esposos y han muerto uno tras otro, sin dejar descendencia; y la ley mandaba que el siguiente hermano se casara con la viuda. El tema es que la mujer, que había tenido siete maridos, murió también. La pregunta que le dirigen a Jesús es: “Así pues, esa mujer en la resurrección, ¿de cuál de ellos se convertirá en mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer”(v. 33).

                La respuesta de Jesús sigue dos caminos. Por una parte, dice Jesús que la vida futura de los  resucitados es una vida transfigurada, porque “son hijos de Dios” y vivirán en presencia de Dios “como ángeles”. Se trata de una vida nueva  donde no existe más la muerte y los hombres y mujeres no se casarán y accederán a unas relaciones humanas tales que ya no se darán las limitaciones inherentes a la condición humana terrena. Jesús afirma que la vida resucitada no es una simple continuidad de esta vida terrena sino una vida transfigurada.

                Por otro lado, Jesús recuerda los textos sagrados que apoyan la resurrección de los muertos, textos que sus enemigos saduceos conocían perfectamente. Se apoya en lo que dice  el Libro del Éxodo 3,6 cuando responde Jesús: “Y que los muertos resucitan lo indica también Moisés, en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob” (v. 37). Jesús declara así que la promesa hecha a los patriarcas sigue vigente; de lo contrario, Moisés no habría llamado “Señor de la vida” al Dios de los Patriarcas si éstos estuviesen realmente muertos.

                Vale la pena revisarnos desde esta enseñanza de Jesús. Muchas veces nosotros los cristianos damos la impresión que adoramos a un dios muerto, un dios de los muertos. Acentuamos los signos de muerte hasta perder de vista la vida nueva del Resucitado. El culto exagerado a los muertos no nos deja expresar la vida nueva. También asistimos a un “vitalismo terreno” que igual enturbia la maravillosa novedad de la resurrección. Hemos vivido por mucho tiempo una espiritualidad de la muerte con poca referencia a la Pascua. Nos quedamos en el viernes santo sin dar paso al domingo de Gloria y Resurrección. ¿Por qué nos puede pasar esto? Cuando la fe es refugio en un más allá  y no anima la esperanza del Reino ni da sentido a nuestra vida real y presente, nos engolosinamos con la muerte y adquieren una densidad insospechada los asesinatos, las injusticias, la corrupción, las guerras. Hay personas que viven de las espeluznantes noticias de la “no vida” cayendo en una morbosa preocupación. ¿No hay acaso signos de vida? ¿Por qué todo tiene que ser muerte, maldad, sospecha? Revisemos la vida cristiana, familiar, consagrada, sacerdotal,  matrimonial, espiritual, laboral, comunitaria. Que sean siempre vida nueva, es decir, realidades misteriosamente tocadas y transformadas por el misterio del Señor Resucitado por el Dios de la zarza que ardía sin consumirse, el Dios de la Alianza y de la fidelidad, el mismo Dios de los patriarcas cuya historia indica que la vida pertenece a Dios y no depende de las capacidades engendradoras del hombre ni de los árboles genealógicos. El cristiano está llamado a vivir el paso de la muerte a la Vida siguiendo el camino de Jesús.   

                                                Un saludo fraterno y que Dios les bendiga.                       

   Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.     

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