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Domingo 14 de Agosto, 2022

 


¡Señor Jesús! Queremos fijar nuestros ojos en ti

                La palabra de Dios de este domingo es como siempre sorpresiva, inquietante, provocadora. Podemos tomar una de las tres o mejor dicho de las cuatro ya el salmo es con todo derecho Palabra de Dios, y nos enfrenta con  el rigor del ser discípulo o seguidor de Jesús. Generalmente no nos detenemos en esta dimensión del ser y vivir cristiano. Humanamente siempre nos atrae la felicidad, la dicha, la bienaventuranza y otra serie de otros aspectos en los que se expresan nuestros anhelos más profundos. No está mal que así sea pero si hay una experiencia que todo ser humano vive es el sufrimiento. Y Jesús, el Divino Salvador, no estuvo inmune a esta dinámica de la vida humana. No pensemos sólo a la crueldad de la pasión y crucifixión de Jesús. Pensemos en las incomprensiones, las ofensas, los improperios, la persecución, el rechazo, el odio, el asedio buscando hacerlo caer en algo que desmintiera su enseñanza o su misión misma. Jesús no lo pasó bien ni fácil en medio de su propio pueblo que es su pueblo, el escogido por Dios y en cuya historia se teje  la grandeza y la debilidad. El discípulo de Jesús no será un ser excepcional sino una hombre caído y redimido, las dos facetas de una vida cristiana. Miremos la vida de los profetas en el Antiguo Testamento. Hoy prestemos atención a uno de los llamados “Profetas Mayores”, el increíble Jeremías. Su vida y misión está enmarcada en el decidido esfuerzo de la fidelidad a Dios que lo ha llamado a ser su profeta “Antes de haberte formado yo en el vientre , te conocía; antes que nacieses, te había consagrado yo profeta; te tenía destinado a las naciones” (Jer 1,5). En la primera lectura de hoy encontramos al mismo Jeremías envuelto en una trama trágica urdida por los notables del pueblo ante el rey a quien le piden condenar a muerte a ese hombre “porque con eso desmoraliza a los guerreros y a toda la plebe, diciéndoles tales cosas”(Jer 38, 4). El mensaje de Dios no es fácil de digerir en toda su magnitud. Normalmente desconcierta. ¿Cómo se entiende esa aparente contradicción entre el llamado de Dios a Jeremías y las situaciones de extremo peligro como la que nos relata esta primera lectura? No faltará quien se pregunte ¿por qué Dios no interviene frente al peligro extrema en que está Jeremías y también Israel, el pueblo escogido?  Es uno  de los enigmas más inquietantes de la experiencia creyente. Uno de los más extraordinarios escritos de la Biblia es el Libro de Job que enfrenta la pregunta sobre el sufrimiento del inocente y el silencio de Dios. Pero, ¿acaso la situación de Jeremías y la de Job y la de cada uno de nosotros, no es una grandiosa meditación sobre el hombre, su condición de creatura, sobre el drama del dolor y del límite? Así lo expresa Job: “El hombre nacido de mujer, corto de días, harto de inquietudes, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin parar” (Job 14, 1-2). El discípulo de Jesús no está exento de esta “condición humana” de la cual no se puede desprender tan fácilmente como lo desea y debe asumirla con todo su peso. La Palabra de este domingo y especialmente el evangelio nos puede incomodar e incluso molestar. Vivimos inmerso en una “cultura líquida”, una forma liviana y un estilo ligero que evita las profundidades, los abismos porque son considerados fuentes de sufrimiento. No conviene olvidarlo al discernir la realidad social y eclesial, pastoral y congregacional. Estamos acostumbrados también a una fe líquida, sin hondura, sin profundidad, como una “fe a la carta” según el gusto de cada uno de los consumidores, esto es una fe conformista, descomprometida, de ciertos cumplimientos.

PALABRA DE VIDA

Jer 38, 4-6.8-10                 Y Jeremías se hundió en el lodo

Sal 39,2-4.18                      ¡Señor, ven pronto a socorrerme!

Heb 12, 1-4                        Fijos los ojos en el que inició y consumó la fe, en Jesús

Lc 12,49-53                         Vine a traer fuego a la tierra, y, ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!

¿Es el mensaje cristiano una religión más? No, no es una religión entre otras. Es un movimiento extenso e intenso que envuelve todo, que moviliza a favor o pone en contra, que no pretende centrarse en los ritos y ceremonias sino en el cambio de vida, de actitud, de mirada. Se puede decir que Jesús no deja a nadie tranquilo e indiferente; por el contrario, intranquiliza, cuestiona, incomoda, saca de los moldes hechos, interroga, propone, clarifica, exige. El camino de Jesús no se identifica con los oropeles de una vida tranquila sino con una vida de entrega, de sacrificio, y hasta de sangre que se derrama como plenitud de amor. No es otro el camino del discípulo de Jesús. Es el camino del  Cuarto Voto de Redención que exige “estar dispuesto a dar la propia vida, si fuere necesario, para redimir a un cautivo en peligro de perder la fe”, como lo vivió y lo vive la Orden de la Merced y cuyo espíritu alienta en tantas formas que el Espíritu Santo ha suscitado en nuestra amada Iglesia Católica.

                Dejemos que  nos “hable e interpele” Dios mismo a través del profeta Jeremías, de la experiencia de la comunidad cristiana primitiva representada en la Carta a los Hebreos y de la misma palabra de Jesús en el evangelio. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.

                Del  profeta Jeremías 38, 3-6.8-10

                El texto de la primera lectura de este domingo está dentro de una sección más amplia que se refiere a la suerte final de la ciudad de Jerusalén y su relación con el profeta Jeremías (Jer 37, 1- 39, 18). El mensaje del profeta es abiertamente contrario a las aspiraciones del propio pueblo de Israel. La palabra de Dios permanece incólume, a pesar de las penosas circunstancias que vive el pueblo como consecuencia de su infidelidad y pecado. Hay un rey pero no tiene poder. Jeremías queda sujeto a la decisión de los dignatarios que resuelven deshacerse de él porque desmoraliza a los soldados y no busca el bien del pueblo sino su desgracia. Como consecuencia, Jeremías es arrojado a un pozo sin agua y queda hundido en el barro. Un extranjero intercede ante el rey y Jeremías es librado del peligro vital en que estaba, no por los de su pueblo sino por un extranjero. Tampoco había pan en la ciudad. ¿Qué nos recuerda esta lectura? Que el mensajero de Dios no está exento de dificultades y riesgos tan extremos como los que vivió el profeta Jeremías. Pero el hombre de Dios no se rinde ante una realidad adversa como la que vivió en momentos muy duros para la ciudad de Jerusalén. La Palabra, por dura y difícil que sea, siempre  es liberadora e ilumina los más difíciles momentos que siempre vamos a tener. ¿He vivido o vivo momentos muy duros donde no logro ver luz? ¿Qué hago en esa circunstancia? ¿Pienso que la fe cristiana es un tranquilizante? ¿Cómo me ha golpeado la  trágica situación de los abusos en nuestra Iglesia? ¿He pensado abandonar la Iglesia en lugar de aportar mi propio granito de arena para convertirnos al Señor? ¿Tengo el valor y coraje de Jeremías, el profeta fiel y firme de Dios? ¿Cómo estoy enfrentando este duro momento que vive nuestra patria? ¿Me preocupa el bien del país donde vivo? ¿Tengo miedo de decidir en conciencia y acorde con los valores cristianos?

                Salmo 39, 2-4.18 es un canto de acción de gracias y de súplica. Los versículos 2 – 11 son de agradecimiento porque el Señor libró al salmista de  una grave desgracia que llega a decir: “Me sacó de la fosa infernal, del barro cenagoso…” para señalar la máxima precariedad de su existencia. La súplica concluye con una verdad básica: “Yo soy pobre y miserable, pero el Señor piensa en mí; tú eres mi ayuda y mi libertador, ¡no tardes, Dios mío!”. Para nuestro camino discipular este salmo nos ayuda a percibir mejor  nuestra relación vital con Dios.

                De la Carta a los Hebreos 12, 1-4

                Seguimos con la Carta a los Hebreos que, como hemos dicho,  es una homilía de un sabio predicador. Nos deleita hoy el texto de la segunda lectura de este domingo con un aspecto que rara vez reflexionamos: Jesús como creyente. Y de verdad que no sólo es una persona de fe sino testigo supremo de la fe. Después de recordar que estamos rodeados por una densa nube de testigos, todos nuestros antepasados cristianos, nos invita a centrar nuestra mirada en el testigo por excelencia: Jesús. Él, dice el predicador, “inició y consumó la fe” (v. 2). ¿Cómo lo hizo? Superando  todas las pruebas: “sufrió la cruz, despreció la humillación… soportó tal oposición por parte de los pecadores” (v. 2.3). Contemplando tan supremo testimonio de la fe que nos da Jesús, los creyentes deben correr con constancia la carrera que les espera. No deben desalentarse “porque todavía no han tenido que resistir hasta derramar la sangre en su lucha contra el pecado” (v. 4). Pero esto es posible si mantenemos “fijos los ojos en Jesús”. Fijar los ojos en  alguien es una expresión que es más que simplemente mirar o ver. Significa prestarle atención, buscar en Jesús fortaleza y alivio en medio de las dificultades que el cristiano experimenta siempre. Es el acto de saber distinguir frente a todo lo demás esa Persona que nos ama y nos comprende desde su propio misterio de Dios y hombre. Es tiempo de aprender a “fijar nuestra mirada” en Cristo cuando hay tanta cosa que nos distrae o nos atrae. Volver a Cristo no es una frase sino un reto fundamental para nuestros tiempos como lo fue también para los creyentes de la primera generación. En Él encontraremos rumbo, sentido, fuerza, dirección para caminar. ¿Es Jesús para mí un modelo de creyente? ¿He aprendido a “fijar mi vida” en Él? ¿Me dejo cautivar por su ejemplo de testigo privilegiado de Dios, nuestro Padre?

                Del evangelio según San Lucas 12, 49-53

                Para darse a entender por la gente, Jesús emplea un lenguaje sencillo como el que nos ofrece el evangelio de hoy. Aparecen dos elementos: el fuego y el agua o bautismo. A través de ellos va a expresar la prioridad absoluta del Reino de Dios que Él anuncia y realiza por medio de sus palabras y sus obras. En primer lugar, el fuego es generalmente figura simbólica del juicio y sugiere castigo o purificación. Pero también el fuego es figura del Espíritu Santo como se nos relata en Hch 2, 1-13. Entonces Jesús está diciendo que quiere que el mundo esté ya ardiendo con la presencia y acción del Espíritu Santo. Esa es la experiencia que Jesús nos comunica porque Él estaba lleno del Espíritu de Dios. Y un mundo animado por el Espíritu de Dios sería realmente un mundo humano-divino lleno de los dones y frutos del Espíritu Santo. Sería un “mundo nuevo” o mejor dicho “un mundo cristiano”.

                El segundo elemento queda expresado cuando dice Jesús: “Tengo que pasar por un bautismo, y que angustia siento hasta que esto se haya cumplido” (v. 50). Mediante estas palabras Jesús se está refiriendo a su  muerte como aparece en Mc. 10, 38 y ante la cual siente una angustia que no puede reprimir. La muerte o su bautismo están dentro del plan del Padre para redimir al hombre, en cuanto expresión extrema del amor que Dios tiene por el hombre, su creatura. Nunca la voluntad de Dios es fácil de abrazar y realizar. Jesús no es una excepción de esta realidad. Tampoco lo será para el discípulo. Quien quiera vivir la amorosa adhesión a la voluntad salvífica del Padre, debe “beber el cáliz” o “pasar por el bautismo” que ha aceptado Jesús no sin angustia.

                La venida de Jesús y la predicación eclesial provoca la división incluso dentro de la misma casa. Al respecto dice: “¿Piensan que vive a traer paz a la tierra? No he venido a traer la paz sino la división” (v. 51). En la tradición profética, ésta era un rasgo de las tribulaciones que precederían al fin. Quizá sea este un aspecto que estaba muy presente en la predicación de Jesús. El encuentro con el Señor suscita la respuesta de la fe que crea la división entre los que están a favor y quienes se oponen al Señor. No sólo sería una realidad de la predicación de Jesús sino también del tiempo de la comunidad cristiana. No estamos hablando de la oposición entre quienes creen y quienes no creen; más bien, es la división al interior de la comunidad cristiana y el motivo de ella es el seguimiento de Jesús. Porque aunque todos hablan del seguimiento de Jesús, no todos comprenden lo mismo ni viven lo mismo. Por otro lado, la afirmación de Jesús acerca de la paz nos puede parecer chocante, sobre todo si pensamos que la paz es el gran don mesiánico. Jesús quiere distanciarse de quienes comprenden la paz como una tranquilidad sin exigencias. Digámoslo una paz sin esfuerzo, un pacifismo vacío. Hoy se prefiere hablar de “armonía” entendida como un estado general de bienestar sin compromiso ni riesgo. Es muy distinta la paz que Jesús nos da y nos propone, porque hay que enfrentarse con la conflictividad humana y generar el perdón, único camino de reconciliación genuina. Cada uno puede dar cuenta de lo difícil que es el perdón auténtico; con frecuencia preferimos la postergación, la huída, la evasión de ese paso liberador aunque estamos conscientes de la exigencia de perdonar que nos propone y manda Jesús.

                La novedad de Jesús nos pone ante una alternativa: o acogemos el Reino con todas sus implicancias personales y comunitarias, lo que implica esfuerzo y capacidad de enfrentar las tribulaciones ineludibles, o quedarse  fuera sin acoger la Buena Noticia y sus consecuencias. Jesús no acepta términos medios. Nos invita a tomar una decisión pero sin escamotear los riesgos y renuncias que ello conlleva. Significa discernir que Jesús y su Reino es una propuesta de un tiempo único, un kayrós o acontecimiento existencial, cargado de sentido y de fuerza renovadora. Que Jesús y el Reino no es más de lo mismo, no es otra propuesta en medio de miles de propuestas, sino la propuesta decisiva, llena de vida y salvación. Los hombres vivimos inmersos en el tiempo o espacio temporal o cronos. Jesús nos pone ante lo definitivo, lo radicalmente pleno y eso es el Reino. El tiempo medido o cronos no exige radicalidad como sí lo exige el kayrós evangélico.

                Desde aquí resulta muy alentadora la invitación de la carta a los Hebreos cuando nos llama a la constancia y a la perseverancia, en el sentido que podemos correr y ganar la carrera que se abre ante nosotros si mantenemos fijos los ojos en Jesucristo. Tanto la experiencia del profeta Jeremías como la del mismo Jesús nos ponen ante la realidad de nuestra condición de discípulos de Cristo: si acogemos y vivimos el mensaje, la Buena Noticia, a fondo y con suma honestidad será motivo de divisiones y conflictos. Soñar con una vida cristiana sin dificultades es ilusorio y peligroso. Nadie está exento de enfrentar los riesgos y peligros de  una existencia humana que se funda en la fe en el Señor, muerto y resucitado. La conflictividad de la experiencia humana también envuelve a quienes hemos acogido al Señor Jesús. ¿Da lo mismo entonces creer o no creer? De ninguna manera. El creyente no se encuentra sorpresivamente con las dificultades, porque él sabe que el camino de su Maestro y Señor es su propio camino como es el camino pascual. El discípulo madura cuando hace suyo el camino de Jesús, cuando comparte su muerte y resurrección.     

                La vida de Jesús, su mensaje, su misterio pascual, no es nunca neutral. Siempre está del lado de los que sufren injusticias, maltrato, marginaciones, cautiverios y olvidos. Todo ello implica la cruz sin la cual no hay redención. “Si el grano de trigo no muere..

                                                                                                                                                                                            Hasta pronto. Que Dios les bendiga.     

  Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.

 

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