DOMINGO DE RAMOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (A)
Provincia Mercedaria
de Chile

DOMINGO DE RAMOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (A)

Sábado 01 de Abril, 2023

 


¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

                Una Semana Santa en pandemia. Ya no sabemos cuál de las dos pandemias es más horrenda, si la del Covid 19 o la que estamos viviendo ahora. Gracias a Dios y a todos los resguardos de los heroicos servidores de la salud, hemos reabierto nuestros espacios comunes y comunitarios, nos hemos reencontrado con nuestras labores y compromisos y se han abierto nuestras casas de oración, nuestros templos. Aquella Semana Santa en encierro y en clausura obligada por las circunstancias que vivimos con la primera pandemia, nos quedó en la memoria y volvemos a la imagen del solitario Papa Francisco en la también solitaria Plaza San Pedro de Roma, una expresión de la más profunda soledad de Jesús en los días finales de su peregrinación terrena. Y volvemos a sentir esa soledad del Hijo de Dios cuya palabra y proyecto no goza de la universal acogida. Muy por el contrario, enfrenta su responsabilidad histórica solo, casi abandonado, incomprendido e incluso traicionado por uno de los mismos de los Doce. La Semana Santa nos vuelve a poner los pies en la tierra de una humanidad que por declaraciones y llamados cree que es suficiente para humanizar estos ocho mil millones de seres humanos que habitamos este complejo planeta llamado tierra. Y me refiero a la segunda pandemia que nos envuelve en esta Semana Santa. Nos está costando vivir como habitantes de nuestro planeta. Hay una grande incomodidad, un malestar indefinido, una rabia contenida. Parece que no estamos dispuestos a abrir espacios para el reencuentro amistoso y fraterno. La polarización de la sociedad alcanza peligrosos niveles que ponen en jaque todo esfuerzo e intento de cooperación entre los diversos sectores. Lo que hoy está dominando los espíritus es una grave inseguridad frente a la violencia y la incapacidad de la autoridad para reaccionar con medidas más efectivas. Dos asesinatos seguidos de un carabinero y de una carabinera estremecen al país; ambos hechos violentísimos han acentuado la sensación de orfandad, de incapacidad de la autoridad del gobernante para enfrentar estos hechos que han producido profunda consternación. Este es el trasfondo en que celebraremos la Semana Santa. Hasta ahora la autoridad hace declaraciones de anhelos o deseos pero no hay medidas concretas contra los que están desafiando el sistema democrático  de Chile. Hace mucho rato que la gente siente que no hay justicia. En este clima se ha producido el primer indulto presidencial hacia personas que actuaron en el “estallido social” del viernes 18 de octubre del 2019. Y ahora se prepara el segundo indulto de otros encarcelados y condenados por la justicia por actos violentos en el penoso golpe contra la democracia. Nuestra Semana Santa debiera ser una gran oportunidad para poner ante nuestros ojos la hondura del mal que se esconde en las profundidades del corazón humano y la necesidad imperiosa de dejarnos salvar por Jesucristo. Con la Semana Santa estamos tocando el corazón mismo de Dios que a través de su único Hijo nos redime, nos salva, nos libera, nos saca de las oscuras ciénagas del pecado, de la muerte y del mal. Abrámosle el corazón, la vida misma para que ese amor redentor de Jesús, esa donación sin límites y de valor infinito, nos ayude a abrazar su cruz y a ofrecer nuevamente la vida de cada uno, para que la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, sea también para cada uno de nosotros y para el mundo una renovada Pascua. Para tener vida nueva hay que morir a la vieja levadura del mal que se esconde en las profundidades de nuestra vida. Sin proceso pascual no hay vida nueva. ¡Celebremos nuestra Pascua con Jesús!       

PALABRA DE VIDA

Mt 21, 1-11         “Mira a tu rey que está llegando humilde, cabalgando un burrito, hijo de asna”                          

Is 50, 4-7              “El Señor me ayuda, por eso soportaba los ultrajes”.

Sal 21, 8-9.17-18.18-20.23-24     Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Flp 2, 6-11           “Se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz”.

Mt 26, 3-5. 14 - 27,66    “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.

                Con la Liturgia del Domingo de Ramos damos inicio a la Semana Santa. Recordamos la entrada de Jesús a Jerusalén con el sencillo rito de la bendición de los ramos y la procesión. Podemos leer el evangelio de Mateo 21, 1-11 para meditarlo. Con nuestros ramos aclamemos a Cristo como los niños hebreos: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Así expresamos nuestra adhesión personal a Jesús como Salvador, nuestra alegría como comunidad redimida por Él. El centro de nuestra celebración es Aquél a quien queremos aclamar como nuestro Salvador. Es la Persona de Jesús el corazón de la Semana Santa. Es el gran protagonista de nuestra salvación eterna. Y el Domingo de Ramos nos ayuda a entrar en el ambiente que rodeó los últimos días del Señor en esta tierra. Hoy tenemos la posibilidad de leer el relato de la Pasión de Cristo según San Mateo. Nos introducimos en el drama del sufrimiento del inocente a merced de los pecadores. Desfilan, en las estremecedoras páginas del relato de la pasión, los protagonistas que intervienen en el drama de la cruz y de la muerte de Jesús. En esta historia humana y dolorosa, nos sentimos  representados e interpelados por las traiciones de Judas y de Pedro, las dudas de Pilatos, el rechazo y violencia de las autoridades religiosas de Israel, las oscilaciones del pueblo, los crueles ultrajes de los soldados. La pasión de Cristo se sigue completando en la pasión de los pobres e inocentes de nuestra historia, en los perseguidos por causa de Cristo, los olvidados y crucificados de todos los tiempos, los enfermos y los emigrantes, los perseguidos por causa del evangelio y atropellados en su dignidad humana. En suma, los miles de rostros de las pobrezas y miserias humanas.

                Dejemos que la Palabra de Dios nos ayude a entrar en el misterio de Cristo, nuestro Redentor, para que vivamos esta Semana Santa con profundo sentido espiritual y así podamos anunciar la Pascua de Jesús como la victoria sobre el pecado y la muerte.

                Del Libro de Isaías 50, 4-7

                Estamos en el ambiente del Tercer cántico del siervo (Is 50, 4-11). La nota novedosa de este tercer cántico está puesta en la condición de discípulo fiel del Señor que identifica al siervo. El Señor lo ha dotado  de la capacidad de escucha precisamente para que viva esta dimensión tan propia del discípulo. Escuchar la Palabra del Señor es esencial al discípulo verdadero; sin la escucha de la Voz del Señor, no se puede saber ni tampoco practicar la voluntad de Dios. Sólo obedece el que sabe escuchar. Y quien escucha la Palabra no se queda con ella guardada bajo el celemín de su intimidad sino que la pone en práctica consolando al abatido. Así la escucha auténtica se convierte en “palabra de aliento para el abatido”. Pero también  la condición discipular trae consigo el sufrimiento. En primer lugar, el discípulo ejercita la disponibilidad para escuchar y llevar a la práctica la Palabra de Dios. Esto significa la frase: “El Señor me abrió el oído: yo no me resistí ni me eché atrás” (v.5). No sólo el hacerse disponible a la Palabra sino también soportar la agresión física y la hostilidad de los demás: ofrecer la espalda a los que lo apaleaban, las mejillas a los que le arrancaban la barba ni tampoco se escapa el propio rostro a los ultrajes y salivazos (v.6). El siervo de este tercer cántico de Isaías es de una cercanía al camino doloroso de Jesús que no deja de admirarnos la unidad interna del plan de la salvación de Dios para los hombres. Y la nota última que hay que destacar es la confianza del discípulo puesta en Dios: “El Señor me ayuda, por eso no me acobardaba” (v.7). El siervo sufriente confía y espera el triunfo final que Dios le concederá. Mirémonos en el espejo de esta lectura y veamos si cumplimos con estos rasgos centrales del discípulo fiel: la escucha permanente de la Palabra, la aceptación de las consecuencias dolorosas del testimonio y la confianza irrevocable en Dios en todo momento. Todo bautizado es un discípulo de Jesús, alguien que aprende a vivir como cristiano obedeciendo a Dios, aunque eso cueste y signifique renuncias y sufrimientos. ¿Me comporto como discípulo de Cristo siempre?

                Salmo 21,8-9.17-20.23-24 es una de las más extraordinarias súplicas en las que se expresa la impetuosa viveza con que el orante relata su angustiado dolor y por la apasionada plegaria que eleva al Señor. Jesús rezó este salmo en su cruz antes de entregar su espíritu. Es muy saludable rezar con este salmo para descubrir que en la vida no nos faltan momentos donde se mezclan sufrimientos corporales y espirituales, llegando a sentirse despreciado por los demás y abandonado de Dios. Es entonces cuando hay que mantener la inquebrantable confianza en Dios.

                De la carta de San Pablo a los Filipenses 2, 6-11

                San Pablo está exhortando a los cristianos de Filipos a permanecer bien unidos. “Tengan un mismo amor, un mismo espíritu, un único sentir” les dice un poco antes de presentarles el ejemplo del mismo Jesucristo que introduce con la importante invitación: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (v. 5). Este es el contexto inmediato en que se sitúa el texto de esta segunda lectura de hoy. Flp 2, 6-11 es un antiguo himno cristiano, posiblemente arameo o griego, con que las primeras comunidades cristianas expresaban su adoración a Jesucristo. Todo el himno gira en torno al esquema humillación/ exaltación, tema de tantas resonancias bíblicas cuya cumbre sublime es el cuarto cántico del siervo (Is 52, 13 – 53,12) que leeremos como primera lectura el viernes santo en la Liturgia de la Pasión.                                                                                                             En el texto de Flp 2, 6-11, himno cristológico antiguo, el tema de la humillación/ exaltación está expresado en el proceso de descenso y ascenso que vive Jesús, es decir, desde la pre-existencia divina en estado de igualdad con el Padre, desciende a encarnarse y tomar la condición humana sin diferenciarse de ningún otro hombre. Este proceso de descenso está descrito en los versículos 6 – 8. Jesús encarnado y humanado no deja de ser de condición divina. La encarnación del Verbo significó un “vaciarse de sí”, es el paso de la preexistencia divina a la condición histórica que, en otro lugar el Apóstol describe diciendo que Jesús “siendo rico, se hizo pobre”.                                           Otra expresión digna de valorar es que Jesús, “a pesar de su condición divina” “tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres” (v. 7). La condición humana de Jesús es verdadera, con todas las características humanas de un ser humano, menos en el pecado dirá San Pablo. Esto significa que Jesús tiene un cuerpo humano, un siquismo humano, un conocimiento humano, una voluntad humana, una afectividad humana, todo ello sin el rasgo del pecado. La humanidad de Jesús está santificada por el Espíritu Santo y por la presencia del Padre pero es “verdadero Dios y verdadero hombre”. Este es su misterio insondable, inexplicable para la limitada inteligencia humana. La condición de esclavo es el rango más bajo que el hombre puede tener y resalta en ella su condición de siervo o servidor. Se quiere señalar así que Jesús asumió esta condición humana y vino “para servir y no para ser servido”. La expresión máxima de esta disposición humana y espiritual la encontramos en el propósito de “dar la vida” o “entregar la vida” asumiendo libre y voluntariamente el camino de la cruz y la muerte en cruz. En Jesús se realiza plenamente la sentencia que resume su vida: “Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

                Siempre dentro de este ámbito del “descenso” de Hijo Amado del Padre, el texto dice: “Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (v.8). No sólo ha asumido nuestra pobre condición humana, “se hizo hombre”, expresión equivalente a “y el Verbo se hizo carne”, sino que ha vivido en obediencia la voluntad del Padre. Este rasgo define toda la vida de Jesús hasta la dolorosa experiencia de la cruz. La cruz era el suplicio más denigrante con que se castigaba ciertos delitos. Morir en la cruz es ignominioso no sólo para el crucificado sino para su familia entera. El crucificado era por esencia el abandonado a su suerte, el que moría fuera de la ciudad y quedaba a merced de las aves de rapiña. Era vigilado a distancia esperando que terminara su horrenda agonía con su muerte. Certificaban su muerte quebrándole los huesos de las piernas, lo que en el caso de Jesús no se llevó a cabo porque ya había muerto, dice el evangelio. Por lo tanto, la obediencia del Hijo de Dios a su Padre no tiene límites, es completa y total. La cruz y la muerte de Jesús sólo muestran lo que Jesús vivió toda su existencia volcada a la voluntad del Padre. El Hijo, palabra del Padre, vive en completa sintonía con su Padre.    

                La segunda parte de este himno cristiano tiene como tema la glorificación o exaltación o ascenso de Jesús y abarca los versículos 9 – 11.

                A la humillación total de Jesús  sucede su exaltación por la acción soberana de Dios. La exaltación es otra forma de expresar la resurrección – glorificación de Cristo. Pero la exaltación es un lenguaje primitivo, además de la resurrección, que sirve para expresar que Jesucristo es el Señor de la gloria, que vive para siempre después de su muerte. Jesús es el humillado que Dios eleva llevándolo al cielo y que está por encima de todo. El nombre que Dios otorga a Jesús es el de Señor, “para gloria de Dios Padre” (v.11). Y esta palabra traduce el nombre de Yahvé, Dios en la biblia griega de los 70, y bajo este nombre Jesús recibe toda glorificación en la que “toda rodilla se doble en el cielo, la tierra y el abismo” (v.10). Aquí se mencionan los tres niveles de la cosmología antigua: cielo, tierra y abismo. Jesús es Señor del universo. La exaltación de Jesús  es “para gloria de Dios Padre” (11) que no es otra que la salvación del mundo obtenida por el misterio de la redención realizado por Jesús, el Cristo.

                Del evangelio de san Mateo 26, 14- 27, 66

                El relato de la pasión según san Mateo nos ofrece algunas pinceladas intensas como  la oración de Jesús en el huerto de Gesetmaní (26, 36- 47) en que se nos transmite el dramatismo moderado ante la voluntad del Padre y la soledad de Jesús y la incomprensión de los discípulos. Es también un dato propio de Mateo la desesperación y suicidio de Judas (27, 3-5). Es Mateo el que más insiste en el cumplimiento de las Escrituras indicando así que la pasión entra de lleno en  el plan de la salvación que el  Padre ha previsto para los hombres. Quien reconoce a Jesús en su pasión y muerte es un pagano que hace una profesión de fe: “Verdaderamente, éste era Hijo de Dios” (27, 54). Y en esta confesión de fe estamos también nosotros invitados a reconocer a Jesús como el verdadero Salvador, el Hijo de Dios, que declara el sentido de su vida, pasión y muerte cuando dice: “Ésta es mi sangre derramada por todos, para el perdón de los pecados” (26, 28).

                La pasión del Señor nos pone en silencio, un silencio más profundo que las múltiples voces que nos envuelven y generalmente nos invaden. Después de leer o escuchar la pasión del Señor nos quedamos con la pregunta: “¿Por qué la pasión? ¿Acaso no es el mismo Jesús que en su oración exclama desde lo hondo: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa de amargura; pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú”?(Mt 26, 39. 42). Bueno, la pasión es el precio de la fidelidad, fiel al Padre, fiel al hombre. Jesús asume el abandono extremo, que es la realidad del pecador que viene a rescatar. La meditación de la pasión no nos deja indiferentes: es el relato de las consecuencias de nuestros pecados, los de cada uno y de toda la humanidad.

                Un saludo fraterno.                                                               

        Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.  

 

DESCARGAR COMENTARIO DEL EVANGELIO



Provincia Mercedaria de Chile
Curia Provincial
Dirección: Mac - Iver #341, Santiago Centro
Teléfonos: 2639 5684 / 2632 4132