2° DOMINGO DE ADVIENTO (A)
Provincia Mercedaria
de Chile

2° DOMINGO DE ADVIENTO (A)

Viernes 02 de Diciembre, 2022

 


¡AYÚDANOS, SEÑOR, A CONVERTIRNOS DE CORAZÓN!

Conversión es una palabra clave del camino del cristiano hacia Dios. En latín se dice “conversio” que significa “vuelta” y los términos griegos “epí-strefo” que significa “volver, regresar” y el sustantivo “meta-noia” que significa “cambio (meta) de mentalidad (nous)”, nos remiten al hebreo chub que en castellano es “vuelta”, “conversión”. Con esta palabra se expresa la necesidad de una transformación radical del ser y los frutos de la conversión. Juan Bautista pide a los que se van a bautizar que se vuelvan hacia el reino inminente de Dios y Jesús proclama la misma exigencia de volverse a Dios que ahora está actuando en su persona. Nunca es tarde para volver a Dios y empezar a edificar un modo de vida nuevo, más evangélico, más comprometido con las grandes causas del Reino que Jesús nos anuncia y establece. En un sentido podemos decir que estamos convertidos ya que somos bautizados y algo de Dios perdura en nuestro interior; pero seguramente no basta: es necesario caminar con más fidelidad al evangelio, a la conciencia, a la realidad donde estamos viviendo. Se requiere más compromiso y para ello más decisión al cambio del corazón, de las actitudes, de los comportamientos. Siempre hay que estar volviendo al Señor, siempre tenemos que asumir los desafíos enormes que nos plantea nuestro propio desarrollo humano, psíquico, afectivo, emocional y, por cierto, espiritual y moral, eclesial y social. Nuestra vida no es simple, somos muy complejos en nuestra constitución personal si tenemos  presentes que somos un cuerpo físico, una psiquis y un espíritu. El evangelio toca todas estas dimensiones de nuestra persona, aunque muchas veces no tenemos la visión de la complejidad que somos. La conversión tiene que ver con nuestros hábitos saludables de comida, bebida, trabajo, descanso, deberes humanos como la salud y todo lo relacionado con un cuerpo sano y saludable. La conversión tiene que ver con nuestro psiquismo como los sentimientos, las emociones, las sensaciones, el equilibrio psíquico, el conocimiento de sí mismo, la aceptación, los rencores, resentimientos, odios, rabias, ideas fijas, sentimientos de culpa, y todo lo que significa nuestra sensibilidad. La conversión tiene que ver con el espíritu: ideales, valores, oración, meditación, bondad y maldad, virtudes, moral y espiritualidad, relaciones humanas, fraternidad, ayuda, solidaridad, fortaleza, justicia, templanza y prudencia, etc. La conversión involucra toda la  persona y toda la vida, su pasado y su presente. Volver a Dios es dejarse purificar por el misterio de su amor, de su misericordia y compasión. Nunca es tarde ni suficiente, siempre podemos abrirnos más y más a ser redimidos por el amor de Jesús. Hay que tener presente que la conversión dura toda la vida. Puede haber etapas de nuestra vida donde, por ejemplo, éramos muy religiosos como generalmente acontece con nuestra niñez y adolescencia, e incluso nuestra juventud; pero esto no garantiza que seguiremos progresando en nuestra vida de creyentes. Cada etapa del desarrollo de una persona, y los especialistas hablan de ocho etapas de desarrollo en una personalidad, requiere nuevas respuestas frente a los requerimientos de cada etapa de desarrollo. Esto significa que el proceso de maduración de un ser humano es muy complejo y casi nunca es perfecto. Humanamente vivimos un proceso de cambios no sólo desde fuera sino desde dentro y el cristiano inserta en este dinamismo inacabado el proceso de conversión permanente, “hasta que las velas no ardan”. Pidamos la gracia de permanecer siempre fieles a nuestra profunda realidad personal sumergida en el manantial de la gracia de Dios.

PALABRA DE VIDA

Is 11, 1-10           Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces.

Sal 71, 1-2.7-8.12-13.17           ¡Ven, Señor, rey de justicia y de paz! 

Rom 15, 4-9       Lo que entonces se escribió fue para nuestra instrucción.

Mt 3, 1-12           Conviértanse porque el Reino de los Cielos está cerca.

                Juan Bautista es una de las figuras de Adviento y, en este segundo domingo, es el protagonista central del evangelio. Descubrimos en él la fuerza y ese aire de lo definitivo cuando anuncia la venida del Señor. Define a Jesús como “el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de quitarle las sandalias. Él les bautizará con Espíritu Santo y fuego”, indica claramente que en Jesús se muestra Dios mismo. Por tal razón estamos llamados a asumir este anuncio con la urgencia que reclama el momento de Dios. Es tiempo de preparación y de estar alerta ante la inminencia de una presencia que Juan indica sin dilación. No hay tiempo que perder y hay que dar el paso, el único paso que Dios espera de nuestra parte, la conversión. No es una novedad entre otras la que anuncia Juan. Es la gran novedad: el Reino de Dios manifestado en Jesús. Y para recibirlo como corresponde hay que “volver” nuevamente a Dios. ¿Qué significa “volver a Dios”? Esto se comprende en su exacto sentido si aceptamos que estamos “lejos de Dios”; como el hijo pródigo de la parábola tenemos que asumir el desastre de haber pretendido encontrar la felicidad lejos de Dios, por nuestra cuenta; y también podemos tomar la decisión del desafortunado joven: “Volveré a la casa de mi Padre y le diré: Padre he pecado contra el cielo y contra ti”. ¡Qué hermoso es volver a la casa paterna de nuestro Señor!

                De la profecía de Isaías 11, 1-10

                La primera lectura está tomada del Profeta Isaías. Es el profeta preferido de Adviento, porque la esperanza se amplía más allá de las posibilidades y horizontes de Israel, especialmente manifestada en la monarquía davídica. Las esperanzas del pueblo elegido e incluso la promesa de Dios, no se cumplen con la monarquía davídica porque no han podido los reyes asegurar la fidelidad a la alianza de Dios con su pueblo ni tampoco la supervivencia de Israel como nación. Paradojalmente afirma Isaías que Israel y su monarquía están como un árbol que tiene el tronco seco, no han sido capaces de dar frutos. “Es más de lo mismo” diríamos nosotros. Sin embargo, el profeta no se queda enredado en una realidad que está lejos de lo que se esperaba e incluso de lo que Dios promete. Y nos ofrece un horizonte extraordinariamente bello: “Saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces” (v.1). De ese seco tronco davídico brotará un “tocón”, un vástago pequeñito, un Mesías futuro, un descendiente de David. El profeta describe los rasgos fundamentales de este Mesías davídico cuando indica que estará lleno del espíritu profético, es decir, del Espíritu del Señor, así con mayúscula porque se refiere al Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad. Y este Espíritu se manifestará en las extraordinarias cualidades de sensatez e inteligencia, de valor y prudencia, de conocimiento y respeto del Señor que adornan al Mesías del futuro. Estará lleno del Espíritu de Dios, es decir, cumplirá con la promesa de Dios y las esperanzas del pueblo. Será un gobernante auténtico, porque los más desvalidos serán favorecidos por su justicia. Es el tema de los versículos 3-5 que indican cómo instalará la justicia entre los hombres. Termina el texto refiriéndose a otra consecuencia de este Mesías “lleno del Espíritu del Señor” como es recuperar la paz con la naturaleza, con el medio ambiente. Es el tema de los versículos 6-8. Esta vuelta al estado inicial de armonía del hombre con la naturaleza, reconocida como obra de Dios, será posible sólo si hay conocimiento de Dios (v. 9). Este cambio radical que el profeta anuncia para el futuro no se queda reducido a Israel  sino que abarca a todos los pueblos o naciones de la tierra (v.10). Entonces esperar al Señor que viene significa soñar con su Reino de justicia, de paz, de libertad, de unidad y comunión. Un mundo nuevo que Dios nos promete y que reclama nuestra adhesión y compromiso. ¡Como para recuperar la alicaída esperanza! Muchas veces no percibimos los pequeños brotecitos que nacen del añoso tronco, es decir, de nuestra persona envejecida por el pecado o de nuestro mundo o de nuestra Iglesia o de nuestra comunidad. Siempre esperamos unas  mega transformaciones que dejen a los demás con la boca abierta. No apaguemos la mechita todavía humeante.

                Salmo 71, 1-2.7-8.12-13.17  es “un salmo de realeza” ya que el centro es la figura del rey. Es una plegaria por quien representa un oficio tan importante en los tiempos de la monarquía, sobre todo, por el rey David, portador de la promesa mesiánica davídica, y por Salomón, su hijo, el rey sabio. Este salmo fue probablemente compuesto para la ceremonia de entronización del rey. Lo que se pide a Dios es que el rey pueda cumplir su tarea de regir felizmente a su pueblo, ya que  era un elemento clave para el ordenamiento social, un gobierno justo que buscaba beneficiar a los más pobres y garantizar abundancia y bienestar a la nación entera. Este salmo leído en clave cristiana describe al Mesías como Rey, a Jesucristo.

                De la carta de san Pablo a los cristianos de Roma 15, 4-9

                La segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos, no puede ser más oportuna al recordarnos algo que tendemos a olvidar: la diversidad de los que integran la comunidad cristiana. Y esta diversidad de personas, de lenguas, de culturas, de etnias no es un obstáculo a la comunión fraterna, siempre y cuando la reconozcamos como un hecho real y estemos dispuestos a poner en práctica el sabio consejo de San Pablo a los cristianos de Roma. Primero, aceptar que nuestra convivencia no es tan fácil como la soñamos. Siempre hay pequeñas o grandes cosas que estropean o ponen en alerta nuestra convivencia fraterna. Segundo, hay que poner a Cristo como norma y centro de la concordia (= un mismo corazón), de la fraternidad. Debemos aprender de la historia que hace la comunidad cristiana y eso ha quedado expresado en las Escrituras, la Biblia. Nunca leemos una Palabra de Dios en el aire sino completamente anclada en el suelo vital, en la historia de personas con sus luces y sombras. La Biblia es una ayuda memoria indispensable para el creyente. Aprendemos a vivir, a darnos cuenta que nuestras situaciones humanas ya han sido también vividas por otras generaciones. La historia personal y la historia de una comunidad o de un pueblo es un libro de permanente aprendizaje vital. ¿Qué descubrimos si leemos la Escritura? La constancia y el consuelo, ambas actitudes ligadas a la esperanza. San Pablo llega a decir: “Que el Dios de la constancia y del consuelo les conceda tener los mismos sentimientos unos hacia otros, a ejemplo de Cristo Jesús” (v.5). Aprendemos que una verdadera esperanza se hace posible si hay constancia y consuelo, dones de Dios que permiten amar y servir como Cristo lo hizo. Si aceptamos al hermano o hermana, por más diferente que sea o nos parezca, podremos vivir el verdadero amor que el Señor nos propone. ¿Acepto la diversidad de pareceres, de hábitos, de maneras de ser, de gustos, de preferencias, etc. de quienes forman la comunidad? ¿Es mi actitud y la de mi comunidad realmente cristiana? ¿Cuánta tolerancia manifiesto en el diario vivir y compartir? Hoy se habla mucho de tolerancia, aceptación, acogida como si fueran recientes descubrimientos, pero si profundizamos en los textos de la Sagrada Escritura, nos damos cuenta que son las actitudes que brotan del corazón de la Palabra de Dios, es decir,  de los mandamientos de la Ley de Dios que se resumen en el amor a Dios y al prójimo.

                Del evangelio de san Mateo 3, 1- 12

                El evangelio de Mateo 3, 1-12 nos acerca a la predicación de Juan Bautista, otro personaje central del Adviento que estamos celebrando. Que nuestra liturgia de hoy, al encender el segundo cirio de la Corona de Adviento y al escuchar la Palabra, nos alimente nuestra esperanza. A través de Juan Bautista nos aproximamos a Jesús, el Mesías esperado. La evangelio de hoy nos habla de la urgencia de la conversión radical y no por encima, la que no puede  ser retrasada ni postergada sino “ahora ya”. Esta conversión nunca se queda como un asunto “interior o privado, íntimo”. Es y debe manifestarse en hechos tangibles como reconocer la necesidad del bautismo. La conversión nace y se nutre del convencimiento de la proximidad del día del Señor. Asumimos, con el evangelio del domingo pasado, que hay que velar y prepararse para la Segunda Venida de Cristo. Si no nos preparamos, tampoco nos libraremos del rigor del examen y del juicio último por venir y las excusas no tendrán ningún valor porque la predicación de Juan introduce la predicación de Jesús.

                El evangelista Mateo introduce la narración sobre Juan Bautista mediante una fórmula genérica: “En aquel tiempo” o “en aquellos días” o “por aquellos días”, y sirve como fórmula de transición entre los relatos de la infancia (Mt 1 y 2) y un tiempo de silencio que se conoce como “la vida oculta de Jesús”. Nada sabemos de varias décadas de su desarrollo, lo que ha dado cabida a la imaginación y fantasía de las más variadas hipótesis pero sin fundamento alguno. Lo cierto es que Dios en Jesús se “esconde”, se oculta asumiendo un estilo corriente de vida humana, sin dejar de ser “Dios – con – nosotros”. Después de un tiempo considerable de silencio, emerge Juan, llamado “el Bautista” para acentuar su acción profética de bautizar con agua a los pecadores y así preparar el camino para el Señor.

                Fijemos la atención en el evangelio de hoy que nos ofrece un impresionante retrato de Juan: es un asceta, por su dieta y vestuario, a semejanza de los profetas antiguos de Israel. Ascesis es equivalente a esfuerzo, mortificación, mesura y constancia, privaciones voluntarias y estilo sobrio. Juan no es bueno para los banquetes ni para la buena mesa. Se alimenta de lo estrictamente necesario y no vive para comer. Su estilo choca violentamente con el estilo sibarita de nuestra época de unos cuantos que tienen los medios para satisfacer ese gusto. Sibarita es el nombre dado a un habitante de Sibaris, ciudad famosa por sus desórdenes de comida y bebida. Juan no está en esta parada frente a la vida. Juan elige vivir así y en plena coherencia con el mensaje y testimonio que ofrece desde el anuncio del Reino de Dios que viene. Significa que Juan ejerció su libertad y tomó la decisión por vivir así. De esta forma personifica ya, en su persona, lo que anuncia y pide a los demás. Juan está situado en el ambiente de la espera y preparación para recibir al Mesías anunciado por los profetas. Es lo  que nos pide también  nuestra vida cristiana y especialmente Adviento nos recuerda y propone. Juan Bautista representa las esperanzas de Israel en torno  al Mesías prometido por Dios a través de los profetas del Antiguo testamento.

                Otro aspecto muy digno de destacar es el lugar desde donde Juan anuncia el reino: el desierto. En griego eremos =“lugar vacío, abandonado”, lugar de guarida de los “espíritus malos”, lugar de la prueba satánica que Jesús vivió allí. Lugar que habitaba Juan el Bautista, el llamado “desierto de Judea”. El desierto ocupa un lugar central en la experiencia de Israel, lugar no elegido por el pueblo sino lugar donde Dios conduce a su pueblo al sacarlo de la esclavitud de Egipto. Y en el desierto acontecen las tentaciones y surge la murmuración contra Dios y  contra Moisés de parte de los liberados israelitas, hasta el punto que añoran los años de la esclavitud en Egipto. Juan como Jesús mostrará la necesidad de volver al desierto, lugar donde el hombre se encuentra con Dios, sin que falte la acción del pertinaz tentador que a toda costa intenta apartarnos del camino de Dios. El desierto ocupa un lugar bien destacado en el desarrollo de la espiritualidad cristiana, sobre todo, como símbolo de autenticidad, de austeridad, de soledad y silencio, todo esto como condiciones para “escuchar a Dios”.

                Un tercer aspecto es el mensaje de Juan. No está previsto para captar adhesiones y ganar público. Su mensaje está vinculado con la denuncia, algo muy propio de los verdaderos profetas, sobre todo del antiguo testamento. La denuncia de los males que los oyentes arrastran o las conductas vinculadas a los estados sociales tales como los políticos, los militares y los hombres religiosos, no faltan en la predicación de Juan. Ahora bien, no es la denuncia por la denuncia. Hay un objetivo fundamental que explica todo lo que vive y anuncia Juan. “Muestren frutos de un sincero arrepentimiento”, les indica a los fariseos y saduceos, ambos grupos vinculados a la clase gobernante y a la religión. Todo el texto del evangelio de hoy queda bajo la esplendorosa luz de la invitación que dirige Juan el Bautista: “Conviértanse, que está cerca el reino de los cielos” (v. 2). Para abrazar esta urgente y central invitación hay que dejarse examinar por la Palabra que Juan anuncia. Todo ello para preparar el camino para Aquel que viene con autoridad y que los bautizará con Espíritu Santo y con fuego, nos dice el mismo Bautista.

                Que al encender el segundo cirio de la corona de adviento renovemos nuestro propósito de dar frutos de vida nueva a través de una renovada conversión.

                Un saludo fraterno y que tengan un buen domingo. 

 

Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.    

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