El cardenal Joseph Ratzinger expresó: el conocimiento de Dios no es una cuestión de pura teoría, sino que es, en primer lugar, una cuestión de praxis vital; depende de la relación que establezca el hombre entre él mismo y el mundo, entre él mismo y su propia vida (Ratzinger, 2005).
San Agustín, quien en su obra “De Trinitate” diserta sobre cómo Dios puede ser uno en tres personas, declara:
Cada persona es completamente Dios y, sin embargo, no hay tres dioses sino un solo Dios... Creemos que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios, creador y rector de todas las creaturas; que el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo es el Padre o el Hijo; que son la Trinidad de personas en relaciones mutuas, y una única e igual esencia (Arias, 1989).
Mirando el Concilio Vaticano II, la constitución pastoral Gaudium et spes manifiesta:
La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador (GS 19)
Sea cual fuere el texto o autor que profundice el Misterio Trinitario, debemos reconocer el principio de relacionalidad, tanto de a Santísima Trinidad como de la relación que establece con el ser humano; una relación que, dependiendo de la experiencia y decisiones personales, libremente le precibe como Co-existencia, Pre-existencia; una relación en la que libremente la persona le advierte como un rival, como un peligro o le acoge como el fundamento de la vida, pudiendo de esta manera encontrar en él la esperanza para seguir adelante. De igual forma un Dios relacional que se nos revela a través de la fe que profesamos y cultivamos día a día, una de esencial para comprender la naturaleza divina como amor, comunión y servicio.
En la Santísima Trinidad encontramos el amor perfecto y eterno, donde el Padre es el origen, el Hijo es la manifestación y el Espíritu Santo es la acción constante que nos envuelve y transforma.