Cuarto Domingo de Cuaresma
Textos:
Primera Lectura: 1 Sam 16, 1. 5-7. 10-13
Salmo: 22, 1-6
Segunda Lectura: Ef 5, 8-14
Evangelio: Jn 9, 1-41
La pregunta con la que comienza el evangelio y que los discípulos hacen a Jesús viene a ejemplificar lo que muchas veces nos interrogamos, ¿de dónde nos vienen los males?, ¿las enfermedades son un castigo? Sin duda preguntas que a los discípulos también les asaltaban, pues para muchos judíos los pecados de los padres pasaban a los hijos y en este caso podía ser esa la situación. Sin embargo, Jesús coloca la respuesta a esas interrogantes expresando que detrás de esa ceguera hay algo más que una simple enfermedad. Independientemente que el hecho de la curación efectivamente haya acontecido, la figura del ciego de nacimiento le permitirá al evangelista dar cuenta de algo mucho más profundo, que tiene que ver con nuestra apertura a la gracia de Dios, con dejarse encontrar por el Señor y abrir el corazón.
Podemos fácilmente identificarnos con el ciego de nacimiento, también nosotros estamos cegados a la buena noticia de Jesús, nos cuesta ver esa acción de Dios en la vida del mundo y en nuestra propia vida. Significativo es el hecho que la curación Jesús la realice con barro y saliva. Esto no es extraño, recuerdo que mi abuelita frente a algún dolor del nieto, hacia la cruz con un poco de saliva en la parte adolorida, quizás muchos lo habrán vivido. La saliva tiene ese poder de transmitir salud y Jesús al mezclarla con tierra, devolverá la vista al ciego desde esa cercanía paterna-materna, de quien busca la felicidad de sus hijos. Pero para que el ciego finalmente vea, será preciso que realice un esfuerzo de su parte, la gracia que Dios nos regala, siempre requiere el ejercicio de nuestra libertad, el Señor no nos obliga a ver la luz, de nosotros dependerá abrir el corazón.
Interesante es el diálogo que se da entre el ciego y los judíos, interpelan al pobre mendigo ciego por haber sido curado en sábado, además Jesús sería un pecador incapaz de hacer tales milagros. Impresiona la cerrazón de estos personajes, parecen más preocupados por cuidar normas y preceptos, que por la salud del ciego. No les interesa el pobre hombre que ha pasado su vida mendigando y privado de la vista, están tan llenos de sí, encerrados en sí mismos, no siendo capaces de percibir que frente a todo esta la caridad.
No deja de llamar la atención una respuesta que da el ciego, que tiene mucho de humor e ironía, pero que revela la evidencia del sentido común. Los judíos interpelando al ciego le señalan que Jesús es pecador, el hombre les responde, con sutil chispa: “Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo”. No le interesa al ciego entrar en las estériles disputas de los fariseos, lo que el descubre es que ahora puede contemplar el mundo que antes ni siquiera percibía. Por otra parte, seguida esta respuesta, comienza a requerir de sus interlocutores la réplica que los coloca en evidencia: “Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos”. ¿No son ellos los conocedores de la ley, los que interpretan la palabra de Dios y su voluntad?. Obstruidos, incapaces de reconocer el paso de Dios, que derriba de su trono a los poderosos y enaltece a los humildes.
La historia del evangelio de este domingo, nos muestra la radical alternativa: el que reconoce que debe su fe, su vista, al Señor, llegará por pura gracia a la luz; pero el que cree que ve y que es un buen creyente por sí mismo y sin deber nada a la gracia, ya es ciego y lo será por siempre.
Hoy también le podemos pregunta a Jesús: “¿Acaso también nosotros somos ciegos?”. Jesús les respondió: “Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: “Vemos”, su pecado permanece”.
Resulta preciso que como el ciego, salgamos de las tinieblas de la desesperanza para entrar en la luz de la fe; la gracia se nos regala sin haberla pedido.
Hemos seguido el mismo camino que el mendigo ciego: “Antes, ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor”, llevados por Cristo a ser hijos de la luz; por eso como nos lo dice San Pablo en la Carta a los Efesios que leemos hoy, debemos poner en evidencia las obras de la tinieblas, pues sólo así los frutos de la luz serán certezas para todos: bondad, justicia y verdad. ¡Cuánto de nuestra vida necesita de esta luz!¡Cuantas de nuestras comunidades esperan esta luz!
Debemos pedir al Señor Jesús que su luz nos transforme, que nos haga caminar por senderos de verdad, justicia y bondad. Preguntémonos: ¿qué espacios de mi vida necesitan ser iluminados con la luz de Cristo?, ¿En cuáles de ellos me resisto a que entre Dios?.
Me despido deseándoles una bendecida semana.
Fr. Ricardo Morales Galindo.
Mercedario.