Quinto Domingo de Cuaresma
Textos:
Primera lectura: Ezequiel 37, 12-14
Salmo: 129
Segunda lectura: Romanos 8, 8-11
Evangelio: Juan 11, 1-45
“Y Jesús lloró”. Hay una fuerza en esta palabras de el evangelio de hoy que no se deben pasar por alto. Para muchos Jesús es tan divino, que no pudo expresar algo tan humano como el llanto, es imposible pensar que un Dios se “permita” dolerse, y sin embargo el evangelista lo dice sencillamente: “ Y Jesús lloró”.
Sin entrar en las disputas cristológicas, es interesante detenerse en la fórmula del Concilio de Calcedonia que nos dice:
“…que se ha de reconocer a uno solo y mismo
Cristo Hijo, Señor unigénito en dos naturalezas
sin confusión, sin cambio sin división, sin
separación, en modo alguno borrada la
diferencia de las naturalezas por causa de la
unión, sino conservando más bien cada
naturaleza su propiedad y concurriendo en una
sola persona y en una sola hipóstasis no partido
o dividido en dos personas, sino uno solo y el
mismo Hijo, unigénito, Dios Verbo Señor
Jesucristo…”
Es decir, esa humanidad de Cristo no puede sino verse plenificada en la divinidad del Hijo. Cuando proclamamos la divinidad de Jesús, vemos explicitada esa verdad de fe que nos dice que es precisamente en la humanidad, donde se esconde y se revela la divinidad.
Calcedonia nos permite afirmar a Cristo de dos naturalezas unidas en la única persona del Verbo. En consecuencia, nuestra salvación se realiza por el único mediador entre Dios y los hombres, siendo el puente que salva esa eterna distancia, no anulando la dimensión humana de Cristo, que por algunas herejías era absorbida en lo divino o exacerbada en lo humano.
Como ha dicho la Comisión teológica internacional el año 1979: “Dentro de este espacio de verdad, el concilio puso "lo uno" y "lo otro" que parecen excluirse: la trascendencia y la inmanencia, Dios y el hombre. Hay que afirmar los dos aspectos sin restricción, pero excluyendo todo lo que suponga yuxtaposición o mezcla. De esta manera, en Cristo, la trascendencia y la inmanencia están perfectamente unidas”.
Lo anterior nos permite experimentar esa cercanía del que “conociéndonos” desde lo más profundo, se vuelve uno de nosotros.
Así entendemos que Jesús se acerca a la casa de sus amigos, para compartir la suerte que en ese momento están viviendo. Lázaro ha muerto, y la tristeza no puede sino embargarlos. ¿Hay algo más dramático que perder un ser querido?. Quién compartía nuestra suerte, el que ha estado en tantos momentos de nuestra vida, hoy irremediablemente ya no está. Y esa partida es categórica y radical.
Es evidente que Jesús apreciaba mucho a Lázaro, lo llama “nuestro amigo”, acreditando que en Betania ha encontrado aquello tan humano de experimentar la cercanía con otros, en un mismo sentir y alegría.
Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días, hay una radicalidad en este hecho que no hace sino demostrar lo categórico que resulta la muerte en la existencia humana, no hay nada más que hacer, todo esta dicho. Que difícil se nos presenta tantas veces la realidad de la partida, incomprensible en la perspectiva de nuestro horizonte de permanencia, impenetrable en la lógica del “para siempre”. Es como esa piedra del sepulcro de Lázaro, como el olor del difunto después de cuatro días de hallarse muerto.
Es en esta realidad que Jesús quiere hacerse cercano y asumir todo lo que forma parte de nuestro “estar en el mundo”, Cristo se apropia no sólo de la realidad humana, sino también del contexto que nos configura, “Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado…”. Que consolador se vuelve esto cuando muchas veces experimentamos esa soledad de lo inexorable de la existencia.
Ezequiel en la primera lectura nos transmite esta palabra de Dios: “Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas”. Sin duda que en nuestra vida tenemos muchas “tumbas”: aquella esperanza frustrada, aquel sueño no cumplido, esa alegría robada, ese buen deseo ahogado por el pecado, etc. En una oportunidad vi en una calle un “grafitti” que tenía el siguiente texto: “Corresponde a los vivos resucitar la esperanza”. A partir de lo que hemos reflexionado me pregunto: ¿Qué esperanza me corresponde resucitar a mí?, ¿cuáles son los muertos que necesitan ser resucitados?. A veces matamos toda esperanza y nos dedicamos a ser administradores de las exequias de nuestros sueños, en aquella liturgia amarga que muchas veces evidenciamos en nuestra vida.
Dejemos que Jesús se acerque a nuestra casa, digámosle como Marta: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Esa es la certeza; no nos dejemos robar la fe, la esperanza o el amor. Muchas veces somos nosotros mismos que oficiamos de “sepultureros”. Hoy, el Cristo, el Mesías, hombre y Dios, quiere manifestarse como el único puente, el único camino de nuestra esperanza y alegría: “…todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”.
Mis mejores deseos para cada uno de los lectores de estas sencillas reflexiones, que tengan una bendecida semana.
Fr. Ricardo Morales Galindo.
Mercedario.