Domingo Segundo de Pascua. Comentario del Evangelio
Provincia Mercedaria
de Chile

Domingo Segundo de Pascua. Comentario del Evangelio

Domingo 12 de Abril, 2015

 
"Jesús se manifiesta como el mismo que colgó de la cruz, es el crucificado. Por lo tanto, no es un fantasma o un desconocido. Es el mismo Jesús que conocieron en su vida terrena pero ahora glorificado".

DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA – FIESTA DE LA MISERICORDIA DEL SEÑOR

 En el Año de San Pedro Nolasco y de la Vida Consagrada

Textos

Hech 4, 32-35    “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma”.

Sal 117  ¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!

1Jn 5, 1-6             “Jesucristo vino por el agua y por la sangre”.

Jn 20, 19-31        “Sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo”.

                La Fiesta de la Misericordia del Señor fue establecida por San Juan Pablo II en coincidencia con el segundo domingo de Pascua. Con ella queremos resaltar la misericordia y compasión de Dios, es decir, su amor incondicional e infinito con que nos trata continuamente. Se ejercita esta misericordia divina en el perdón de nuestros pecados y rebeldías. Y si somos objeto de este amor divino gratuito, otro tanto tenemos que hacer con nuestros prójimos. La plenitud de este amor es el perdón sincero y perfecto que brota de nuestro corazón movido por el Espíritu Santo. Hoy también es llamado “Domingo de Cuasimodo” porque en muchos lugares es llevada la santa comunión a los enfermos en compañía de un séquito de huasos y otros entusiastas devotos que acompañan a Cristo en su largo recorrido. De este modo los enfermos cumplen con el mandato de la Iglesia de comulgar por Pascua de Resurrección.

                Vamos ahora a prestarle atención al mensaje de Dios que hoy se nos ofrece en la mesa de la Palabra. Dejémonos interpelar por el Señor prolongando nuestra alegría de creer en Él y anunciarlo con la firmeza de los testigos del Resucitado.

                En el tiempo pascual nos deleita el libro de los Hechos de los Apóstoles, verdadera historia de la Iglesia primitiva que nos permite acercarnos a la experiencia de los primeros discípulos del Resucitado. Es el segundo tomo de la obra del médico Lucas. De este libro está tomada la primera lectura de hoy: Hech 4, 32-35. En el lenguaje de los géneros literarios este texto es un sumario, un resumen, cuyo centro es la comunidad de los primeros cristianos, específicamente la comunión de bienes. Así dice: “Nadie consideraba sus bienes como propios sino que todo lo tenían en común”. Pero al lado de esta sorprendente afirmación está la otra no menos admirable: “La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón”. De tal manera que “No había entre ellos ningún necesitado”. ¿Cómo entender esto? ¿Se trata de un idealismo desencarnado? Nos tenemos que tomar en serio el evangelio y cuando esto es así comienza a hacerse realidad. Eso es lo que testimonio San Lucas con respecto a los primeros cristianos: se tomaron en serio el evangelio. Naturalmente no podemos pensar que eso sea fruto de la casualidad o cosa fácil de lograr. Ellos también vivieron nuestras peripecias en el camino del Resucitado pero intentaron hacer vida el evangelio. Muchos movimientos sociales o ideológicos intentan imponer este estilo entre los seres humanos pero siempre chocan con el porfiado pecado del hombre. Sólo Cristo tiene poder de transformarnos y entonces transformar también la convivencia. Y hay algo que nos está faltando: “Con gran energía daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús”. Y esta falta de vigor espiritual se llama acedia espiritual, un mal que el Papa Francisco denuncia como uno de los errores de los agentes pastorales de estos tiempos. ¿Energía o acedia?

                Otros bellísimos escritos del Nuevo Testamento para el tiempo pascual son las cartas de Juan. Hoy, la segunda lectura está tomada de la primera carta: 1Jn 5, 1-6. Se trata de la conclusión de la carta. Se nos recuerda la quintaesencia del cristianismo: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo es hijo de Dios y todo el que ama al Padre ama también al Hijo”. Efectivamente el cristiano se sumerge en ese amor trinitario del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Esa es la fuente de la vida cristiana y el final glorioso al que nos dirigimos. Pero esto no será en nosotros una realidad mientras no tengamos la experiencia gozosa de sabernos infinita y tiernamente amados por Dios nuestro Padre. Él es la fuente del amor verdadero manifestado en su Hijo Jesús, el Cristo. Todo esto es posible por el Espíritu Santo que se nos ha dado: “Y el Espíritu, que es la verdad, da testimonio, porque el Espíritu es la verdad”. Así como de Jesús nos habla el agua o bautismo y la sangre o eucaristía. Es el milagro de la fe que nos abre al inaudito misterio eterno de Dios uno y trino. ¿Cómo vivo mi experiencia trinitaria? ¿Me siento y me dejo amar con el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo?

                El evangelio de este domingo de Jn 20, 19-31 nos relata la aparición de Jesús a los discípulos que están a puertas cerradas por miedo a los judíos. En esta circunstancia, Jesús se les revela, se pone en medio de ellos, les saluda con el don de la paz, les muestra las llagas de su pasión. De este modo, Jesús se manifiesta como el mismo que colgó de la cruz, es el crucificado. Por lo tanto, no es un fantasma o un desconocido. Es el mismo Jesús que conocieron en su vida terrena pero ahora glorificado. Todas las acciones realizadas por Jesús ante sus discípulos lo muestran como un ser vivo, actuando y hablando pero resucitado, glorioso.

                Por su parte “los discípulos se alegraron al ver al Señor”. El Resucitado en persona les cambia el ánimo sombrío y temeroso del primer momento. Cuando el Señor está en medio hay siempre un cambio que se traduce en alegría, en paz, en confianza. El Resucitado desarma los temores y transforma la cobardía en valentía gozosa. Y la alegría, nos recuerda el Papa Francisco, es la nota distintiva del cristiano discípulo del Resucitado.

                El Señor Resucitado les envía: “Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes”. Los discípulos no pueden permanecer encerrados bajo llave por miedo; deben romper este encierro y emprender la misión a campo abierto. Somos enviados por el Resucitado a llevar la Buena Nueva a todos sin dilación. Somos llamados por Él para ser enviados por Él. Ese es el movimiento del verdadero discípulo cristiano.

                Para cumplir la misión que se les confía el Señor Resucitado les comunica su Espíritu, la gran promesa de los tiempos mesiánicos: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos”. Son revestidos del Espíritu Santo para que sean capaces de perdonar los pecados. Ejercitarán el servicio de la reconciliación del hombre con Dios. No perdonarán por propia iniciativa o por el poder de su santidad personal; perdonarán por el poder del Resucitado cuyo Espíritu reciben. El perdón que otorgan no es propio, es el poder de Cristo, vencedor de la muerte y del pecado la garantía de este servicio ministerial. Aquí radica el “poder de perdonar pecados” que recibe la Iglesia para medicinar a los pecadores. El sacramento de la reconciliación es un acto sanador que el Señor ha previsto para nosotros, los pecadores.

                De los versículos 24 a 29 se nos narra otra aparición de Jesús y el protagonista es el apóstol Tomás. No está presente y no acepta el testimonio de los demás que le dicen: “Hemos visto al Señor”. Y no sólo no acepta el testimonio sino que pone condiciones: “Si no veo en sus manos la marca de los clavos, si no meto el dedo en el lugar de los clavos, y la mano por su costado, no creeré”. No nos extrañemos de esta exigencia planteada a Jesús. Es nuestra actitud más frecuente de lo que creemos. Nos parecemos mucho a Tomás en nuestro proceso de fe. Ocho días después, Jesús se vuelve a presentar y ahora está Tomás. El Señor no se resiste a las exigencias de Tomás y lo invita a comprobar los signos de su pasión con una contundente advertencia: “En adelante, no seas incrédulo sino hombre de fe”. Y la conclusión que no podemos dejar de mencionar: “Porque me has visto has creído; felices los que crean sin haber visto”. La visión de fe es el único modo de entrar en contacto con el Resucitado. Sin fe, nada podemos ver ni oír de Jesús.

                Un saludo fraterno. Hasta pronto. Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.

 

 

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