DOMINGO DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
Año de la Vida Consagrada y de San Pedro Nolasco, Fundador y Padre de la Familia Mercedaria
Textos
Hech 2, 1-11 “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”.
Sal 103 Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.
1Cor 12, 3-7.12-13 “En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común”.
Jn 20,19-23 “Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo”.
Hoy concluimos el Tiempo Pascual, marcado por la alegría desbordante del Resucitado que nos ofrece la paz. Apagamos el Cirio Pascual que nos ha presidido durante estos cincuenta días de gozo pascual. Y el mejor fruto de esta Pascua es la venida del Espíritu Santo, el cumplimiento de la promesa que Jesús hizo a los suyos antes de partir de su lado. De este acontecimiento nos hablan especialmente la primera lectura y el evangelio, aunque resaltando matices distintos. No puede ser de otra manera. El misterio de Dios nunca puede ser expresado de un modo único; siempre nuestro lenguaje se aproxima pero nunca lo define en su totalidad. Estamos ante el misterio que confesamos en el Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración”. No olvidemos que estamos refiriéndonos al Misterio central de la fe revelada, la del Dios uno y trino. Y cuando hablamos del Espíritu Santo nos estamos refiriendo a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, inseparable del misterio del Padre y del Hijo.
Acojamos la Palabra bendita de Dios que hoy nos invita a contemplar la realidad del Espíritu Santo en cada bautizado y en la comunidad Iglesia de Cristo.
Primera lectura: Hech 2, 1-11
San Lucas, autor de este precioso libro del Nuevo Testamento, nos envuelve en esa atmósfera especial a través del relato del acontecimiento central no sólo del Libro de los Hechos sino de la misma Iglesia. En efecto, con Pentecostés nace la Iglesia y ella misma es un constante milagro del Espíritu de Dios. Es el Espíritu el que la conduce, la guía, la santifica, la fortalece, la purifica, etc. El Espíritu Santo es el alma del cuerpo de la Iglesia. Y el cuerpo eclesial lo formamos todos nosotros, seres humanos concretos, con nuestros pecados y recaídas pero también con los signos de la vida nueva del Resucitado. Este “cuerpo social” que es la Iglesia tiene como “principio viviente” al Espíritu que el Padre y el Hijo le han regalado para su salvación eterna.
¿Cómo narrar y hacer comprensible semejante acontecimiento de la venida del Espíritu sobre los apóstoles? ¿Con qué palabras se puede dar a comprender lo que efectivamente vivieron los discípulos? San Lucas se muestra genial literato y logra comunicarnos un hecho de ribetes prodigiosos. El evangelista no nos ofrece un cuento, una fantasía. Nos relata lo que de hecho pasa en las comunidades cristianas de su tiempo: el Espíritu Santo, prometido por Jesús, estaba actuando en y por ellas. Esta es la perenne verdad. Esto es lo que acontece. Lo que la gente oía y veía era que hombres y mujeres formaban una nueva comunidad de hermanos y hermanas en torno a la oración, a la Palabra, a la solidaridad y todo por el Evangelio. Entonces a San Lucas no le interesa contarnos un hecho aislado, anecdótico, entretenido. Lo que realmente le interesa comunicarnos es el sentido, el alcance y consecuencias de la venida del Espíritu Santo. Ubica esta venida en una fecha muy significativa para los judíos: Pentecostés, el día en que terminaban las siete semanas de celebración después de la Pascua, es decir, los cincuenta días y eso significa Pentecostés en griego. Para narrar lo que acontece en aquella casa donde están reunidos, Lucas recurre a imágenes del Antiguo Testamento para narrar las intervenciones de Dios: ruido como viento huracanado, lenguas como de fuego que se posan sobre cada uno y comienzan a hablar lenguas extranjeras. De la casa pasamos a la muchedumbre de diversas lenguas, pueblos y culturas a quienes se les anuncia el Evangelio y lo acogen, aunque no todos. El Espíritu está en acción y los discípulos salen del encierro de la casa y abrazan el inmenso espacio humano de la cultura. La universalidad del Evangelio es la consecuencia, entre otras, de la venida del Espíritu Santo.
Segunda lectura: 1Cor 12, 3-7.12-13
La diversidad de dones que había en la comunidad cristiana de Corinto produjo dolores de cabeza al Apóstol Pablo porque esto dio lugar a rivalidades, celos y rencillas. La respuesta no va por el lado de suprimir la diversidad ni tampoco los dones. Por el contrario, San Pablo establece como razón de fondo de esta diversidad de dones precisamente la acción del Espíritu Santo que mueve las aguas de la comunidad. Un principio de oro: “A cada uno se le da una manifestación del Espíritu para el bien común”. Una cuestión siempre delicada es la pérdida de la conciencia y de la referencia al bien común, sobre todo, en una cultura y sociedad tan proclive al individualismo. Todos los dones espirituales, los diversos ministerios y la diversidad de actividades que dinamizan a la comunidad deben ser entendidos desde la imagen del cuerpo humano: todos los miembros, siendo diversos, forman parte de un solo cuerpo. El gran desafío es conjugar la diversidad de dones con la unidad de un solo cuerpo eclesial. Pidamos la gracia de vivir esta sabia teología práctica, en comunión y participación.
Evangelio: Jn 20, 19-23
El episodio del evangelio de hoy se refiere a la aparición del Resucitado a los discípulos “que estaban con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos”. No es extraño encerrarse en las propias cosas por miedo a los demás o a la comunidad o al compromiso. Los miedos paralizan la vida, matan la iniciativa y enferman a los que los llevan. Los miedos son difusos y terminan por esclavizarnos. Así estaban los discípulos y así estamos nosotros cuando no dejamos que Jesús entre en nuestra vida. Pero en esta situación se hace presente el Resucitado que no hace alarde de su victoria o éxito sino que les hace volver a la pasión y crucifixión que él ha vivido: “Les mostró las manos y el costado” donde están patentes las heridas de la pasión. De este modo, Jesús les enseña que el Resucitado es el mismo que ha colgado del madero, es el Crucificado. No hay vida nueva sin cruz, sin muerte. Entonces “Los discípulos se alegraron al ver al Señor”. Es el reencuentro, es la paradojal presencia del Crucificado idéntico al Resucitado, es el mismo y único Señor.
Jesús les comparte su misión: “Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes”. La misión que desarrolla Jesús en la tierra no es suya sino del Padre que lo ha enviado. De este modo hay una identidad de envío del Hijo y su misión. No puede ser distinta la situación de los discípulos: también ellos son enviados a cumplir la misión que el Padre quiere que realicen. Son servidores del Reino, son enviados por el Señor a evangelizar. La misión nunca es propiedad de quienes la realizan. Son como los trabajadores enviados a la viña del dueño de la viña como lo recuerda una parábola del Evangelio. Prestemos atención a otro detalle hermoso: “Sopló sobre ellos. Reciban el Espíritu Santo”. Nos recuerda “el soplo de Dios” sobre la imagen de barro que había hecho como nos lo recuerda el libro del Génesis. Y el inerte hombre de barro recibió el soplo de Dios, su Creador, y comenzó a vivir. ¿No estará Jesús señalando que con su resurrección se inicia una “nueva creación”? Los discípulos, revestidos del Espíritu Santo, quedan capacitados para perdonar los pecados. Es el Espíritu Santo el agente de la santidad en el pueblo de Dios.
Termino recordando que también los fundadores de las familias religiosas, como es el caso de San Pedro Nolasco, han tenido una particular inspiración del Espíritu Santo para vivir una vocación especial en el seguimiento radical de Jesús, para bien de toda la Iglesia. Y ese don especial se llama Carisma de donde brota una espiritualidad, un estilo de vida, una misión apostólica. Por eso se habla de Carisma Mercedario o Carisma Redentor.
Nada más. El Señor los bendiga con la abundancia de los dones del Espíritu Santo. Fr. Carlos A. Espinoza Ibacache, O. de M.