32° DOMINGO DURANTE EL AÑO (C)
Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día. Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad” CIC 989.
Textos
2Mac 6, 1; 7, 1-2.9-14 “El Rey del universo nos resucitará a una vida eterna”.
Sal 16, 1.5-6.15 ¡Señor, al despertar, me saciaré de tu presencia!
2Tes 2, 16- 3,5 “El Señor, que es fiel, los fortalecerá y protegerá del Maligno”.
Lc 20, 27-38 “No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven”.
Estamos llegando al final del año litúrgico marcado por el Ciclo C de las lecturas bíblicas. Y la Palabra de Dios nos pone ante una siempre renovada inquietud del ser humano como es el tema de la muerte y la vida eterna. No cabe duda que solo la fe en el Dios de la Vida nos permite abrirnos a una dimensión eterna, una felicidad sin término. La clave de esta esperanza de vida abundante y definitiva está en la certeza de un hecho que es el fundamento de toda vida cristiana auténtica: la resurrección de Cristo. Ya San Pablo les recordaba a los fieles de Corinto que si Cristo no resucitó es vana nuestra fe porque estaríamos afirmando algo que no sería verdad si es que los muertos no resucitan. Todo la verdad evangélica tiene sentido cuando acogemos la Pascua de Jesús, su muerte y resurrección, como el acontecimiento central de la historia de la salvación, el punto culminante del proceso redentor. Nos acercamos a esta realidad en puntillas porque no tenemos manera de comprenderla a cabalidad. La Palabra de Dios nos ofrece destellos luminosos de esta maravilla de Dios pero dentro de la opacidad de nuestra peregrinación humana. Es nuestro caminar un ir al encuentro del Dios de los Vivos pero aceptando que no tenemos forma de imaginar lo que será ese encuentro definitivo en el final de nuestra vida terrena. La santa liturgia, hecha de signos y palabras, enmarcadas en la belleza de las más hondas aspiraciones del ser humano que la celebra, es nuestra pedagoga de la eternidad cuando, sobre todo en la celebración eucarística, nos anticipa aquí y ahora una comunión con el mismo Cristo bajo las especies del pan y del vino. La liturgia nos regala la posibilidad, a pesar de nuestra limitación humana, de acceder poco a poco a la realidad de nuestro encuentro definitivo completamente pascual, ya sin ninguna limitación en el “cara a cara frente a Dios”, sumo bien de nuestras aspiraciones más bellas.
Pasemos a dejarnos abrazar por el amor encantador de nuestro Dios y Señor acogiendo su Palabra, no simplemente como materia de análisis racional sino como contemplación “en espíritu y en verdad”. La Palabra es fuente inagotable de invitación e insinuación hacia lo auténtico y verdadero. Con María, la gran contemplativa de Dios, entremos a leer los textos de hoy.
Del segundo libro de los Macabeos
Existen en la Biblia dos libros bajo el nombre de Macabeos, unos combatientes judíos contra el imperio helenista entre los años 165 hasta el 134 a. C. Fundamentalmente el primero se refiere a las batallas que el pueblo escogido libra frente a la potencia extranjera pagana que domina el mundo. En el segundo encontramos algunas enseñanzas importantes como la fe en la resurrección, la valentía de los mártires y otros. Precisamente el texto de la primera lectura de hoy se refiere al martirio de una familia. El relato es típicamente popular que por su dramatismo conmueve y edifica a sus lectores. Tiene una fuerza simbólica: se trata de siete hermanos con su madre, y el número siete señala perfección y plenitud en la Biblia. La familia representa la unidad que debe mantener el pueblo. Así la mujer y sus siete hijos representan al pueblo de Israel frágil, inocente e indefenso. En el heroico martirio de los siete hijos y de la madre junto al del anciano Eleazar se perfila una enseñanza acerca del martirio, tal como, que hay que morir antes que quebrantar la ley o el proyecto de Dios: “Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres” (v. 2). Que los que mueren por la causa de Dios resucitarán a una vida eterna en sus cuerpos mortales (vv. 9.11.14). Por primera vez se habla de la resurrección del cuerpo en la Biblia, y en el Nuevo Testamento será un tema central y frecuente. La filosofía griega había desarrollado el tema de la inmortalidad pero sin hablar de resurrección del cuerpo. Y finalmente otra enseñanza interesante: que Dios da la vida pero por su causa hay que estar dispuesto a perderla: “De Dios las recibí (las manos), y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo Dios” (v. 11). Que hay una resurrección para la vida y otra resurrección que no es para la vida: “Vale la pena morir a manos de los hombres cundo se espera que Dios mismo nos resucitará. En cambio, tú no resucitarás para la vida” (v.14). La resurrección del cuerpo es un acto propio de la misericordia de Dios, el aliento y la fuerza de la madre del relato representa el aliento de Dios que anima la decisión de los que se preparan para el martirio.
De la segunda carta de San Pablo a los cristianos de Tesalónica
El texto se desarrolla en un clima de oración agradecida tanto del apóstol Pablo hacia la comunidad cristiana de Tesalónica como la invitación que le hace a orar por los evangelizadores. Ciertamente la oración es la clave de la vida y misión de la Iglesia, de la comunidad cristiana y del cristiano mismo. Sólo en el diálogo con el Señor Jesucristo y con Dios nuestro Padre, y esto es la oración, los creyentes se animan y fortalecen en el diario esfuerzo de ser coherentes entre lo que dicen y lo que hacen. No olvida el apóstol que los creyentes también deben saber que muchas veces estarán en medio de gente perversa y malvada “ya que no todos tienen fe”. Pero además necesitan de la ayuda del Señor para enfrentar al Maligno. La súplica también debe hacerse por los evangelizadores “para que la Palabra del Señor se difunda y sea recibida con honor” dice San Pablo. Acojamos esta invitación que nunca sobra. No podemos ignorar esta sabiduría si queremos vivir nuestra vida de fe. Posiblemente esta es la gran tentación: con poco o nulo diálogo con el Señor en el día a día pretender transformar la propia vida y el entorno o ser testigos del evangelio “a mi manera”. Estamos orando menos. Esta es una verdad de porte de trasatlántico. El fruto de la oración frecuente y continua es la conversión, las obras buenas, las palabras, los pensamientos, las actitudes y los afectos traspasados por el evangelio liberador.
Del evangelio según San Lucas
Los saduceos, descendientes del sumo sacerdote Sadoq, junto a los fariseos, son los dos grupos más significativos en el pueblo israelita, sobre todo en el tiempo de Jesús. Entre las notas que los distinguen de los fariseos está el rechazo de la resurrección, cosa que el evangelio de hoy deja al descubierto.
Jesús ha dejado callados a los fariseos que le han tendido una trampa para hacerlo caer acerca del tributo al César. Los saduceos intentan el mismo objetivo y tratan de atraparlo en las redes de su casuística. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, proponen a Jesús una situación curiosa de una mujer que debe casarse sucesivamente ya que los siete hermanos mueren sin dejar descendencia y la ley mandaba que el siguiente hermano se casara con la viuda.
La respuesta de Jesús sigue dos caminos. Por una parte, dice Jesús que la vida futuro de los resucitados es una vida transfigurada, porque “son hijos de Dios” y vivirán en presencia de Dios “como ángeles”. Se trata de una vida nueva donde no existe más la muerte y los hombres y mujeres no se casarán y accederán a unas relaciones humanas tales que ya no se darán las limitaciones inherentes a la condición humana terrena. Jesús afirma que la vida resucitada no es una simple continuidad de esta vida terrena sino una vida transfigurada.
Por otro lado, Jesús recuerda los textos sagrados que apoyan la resurrección de los muertos, textos que sus enemigos saduceos conocían perfectamente. Se apoya en lo que dice el Libro del Éxodo 3,6 cuando responde Jesús: “Y que los muertos resucitan lo indica también Moisés, en lo de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob” (v. 37). Jesús declara así que la promesa hecha a los patriarcas sigue vigente; de lo contrario, Moisés no habría llamado “Señor de la vida” el Dios de los Patriarcas si éstos estuviesen realmente muertos.
Vale la pena revisarnos desde esta enseñanza de Jesús. Muchas veces nosotros los cristianos damos la impresión que adoramos a un dios muerto, un dios de los muertos. Acentuamos los signos de muerte hasta perder de vista la vida nueva del Resucitado. El culto exagerado a los muertos no nos deja expresar la vida nueva. También asistimos a un “vitalismo terreno” que igual enturbia la maravillosa novedad de la resurrección. Hemos vivido por mucho tiempo una espiritualidad de la muerte con poca referencia a la Pascua. Nos quedamos en el viernes santo sin dar paso al domingo de Gloria y Resurrección. ¿Por qué nos puede pasar esto? Cuando la fe es refugio en un más allá y no anima la esperanza del Reino ni da sentido a nuestra vida real y presente, nos engolosinamos con la muerte y adquieren una densidad insospechada los asesinatos, las injusticias, la corrupción, las guerras. Hay personas que viven de las espeluznantes noticias de la “no vida” cayendo en una morbosa preocupación. ¿No hay acaso signos de vida? ¿Por qué todo tiene que ser muerte, maldad, sospecha?
Revisemos nuestra “vida cristiana”, “vida consagrada”, “vida sacerdotal”, “vida matrimonial”, “vida familiar”, “vida espiritual”, etc. Que sean siempre “vida nueva”, manifestación del Dios de la Vida.
Un saludo fraterno y que Dios les bendiga. No olvide que el martes 8 de noviembre iniciaremos el Mes de María. Otra oportunidad que se nos ofrece para acercarnos al Señor de la Vida Nueva y Eterna.
Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.