TERCER DOMINGO DE ADVIENTO (A)
Textos
Is 35, 1-6.10 “Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes”.
Sal 145, 6-10 Señor, ven a salvarnos.
Sant 5, 7-10 “Tengan paciencia hasta que vuelva el Señor”.
Mt 11, 2-11 “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”.
Estamos en el tercer domingo de adviento y encendemos el tercer cirio de la corona, porque esperamos que la luz, que es Cristo, ilumine los caminos de los seres humanos. Se trata de mantener viva la fe en Él y despierta nuestra esperanza en el mundo nuevo, que puede ser posible si lo acogemos y nos convertimos de verdad. No es fácil sostener una esperanza en un mundo nuevo cuando nos acostumbramos a vivir en la opacidad de un mundo muy necesitado, necesitado de sentido, de motivación, de vida, de felicidad, de amor y paz. Hasta en el rezo de la Salve, aquella antigua y venerada oración mariana, no dejamos de repetir con profunda confianza: “A ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”. Se habla de carencia de utopías en el mundo actual. Se dice que ha desaparecido la razón teológica e incluso la razón filosófica y se ha instalado un “pensamiento líquido”, es decir, un pensamiento sin nada firme ni estable. Una rara sensación de conformismo y falta de esperanza de que podemos soñar todavía en un mundo nuevo, si realmente aceptamos a Aquel que puede cambiar nuestros corazones. No basta con leyes y más leyes, no basta con economías florecientes pero carentes de humanización y espiritualidad, no basta con consumo materialista como único fin ni con ideologías a granel. ¿Quién puede ayudarnos a soñar con un mundo distinto? ¿Quién puede hacer posible un cambio de fondo para nazca un hombre nuevo que forje una nueva humanidad? Adviento nos conduce a la respuesta que buscamos. Con Juan Bautista, encarcelado como nosotros, aunque no entre rejas como estaba él, no tengamos miedo a preguntarnos: “Señor Jesús, ¿eres tú o tenemos que esperar a otro?”.
Dejemos que la Palabra de Dios nos acompañe en nuestras búsquedas y nos introduzca en la respuesta de un Dios que “habita entre nosotros” como uno de nosotros y viene a salvarnos.
La primera lectura está tomada del profeta Isaías 35, 1-6.10. Se considera este oráculo relacionado con los tiempos mesiánicos como si fuera el oráculo final de todas las profecías. Para comprender este precioso texto es necesario ubicarlo históricamente en los tiempos del doloroso exilio que vivió Israel en Babilonia. Desde el punto de vista de la esperanza mesiánica, el presente texto es la más preciosa continuación y culminación de todo lo anunciado por Isaías en torno al Mesías del futuro. El capítulo 35 está en perfecto contraste con el capítulo 34 donde se describe a Edom en su desastroso futuro por haber oprimido a Judá. El texto que nos interesa contiene una serie de bendiciones y buenos augurios para Jerusalén, la Jerusalén del postexilio babilónico. Esta es la razón por la cual este capítulo 35 parece más relacionado con el Segundo Isaías que con el primero, ya que el Segundo Isaías se sitúa en el ámbito del exilio babilónico.
En los primeros versículos el autor pinta con los más vivos colores naturales la tierra de Judá e Israel, convertida en el más bello de los vergeles, en el mejor de los paraísos. Confluyen imágenes y metáforas de insospechada belleza en esta cálida fantasía oriental, logrando un cuadro de sugerentes espacios. Todo este marco de belleza y fantasía para expresar, mediante imágenes y colores, la ilusión y confianza totales en Dios de un pueblo en destierro, carente de todo aquello que había sido la alegría de su corazón. Todo el desierto y la tierra reseca como el arenal se convierten en vergel donde florece la alegría y el gozo, con lo mejor del Líbano, del Carmelo y del Sarión, tres montañas famosas por sus árboles, pastos y flores.
Pero la acción de Dios no sólo queda al descubierto en la naturaleza sino también en la realidad humana. La Gloria de Dios se trasparenta abriendo los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos; robusteciendo los pies de los cojos y guiando a los vacilantes, convirtiendo el desierto en estanque y la estepa en torrentes. Sobre todo, caminarán los rescatados del Señor por la Vía Sacra, llenos de gozo y alegría, sin peligro alguno, los llevará hasta la Ciudad Santa. Tengamos muy presente este mensaje a la hora de leer el evangelio de hoy.
La segunda lectura, tomada de la Carta de Santiago, 5, 7-10, nos recuerda la importancia de una de las virtudes cristianas como es la paciencia o perseverancia en medio de las pruebas. La imagen del labrador que sabe esperar el tiempo de la lluvia temprana y tardía, sobre todo en Palestina, tierra muy árida que, mientras no lleguen las lluvias, nada puede hacer el labrador en la siembra. Debe esperar pacientemente. Así el cristiano debe saber esperar la venida del Señor sin murmuraciones ni protestas. Y como el labrador palestinense que vive atento al ritmo de las lluvias, debe también el cristiano estar atento a la venida del Señor, dispuesto a sufrir como sufrieron los profetas. Paciencia, constancia, perseverancia son virtudes que apuntan a la capacidad de permanecer, de resistir, de aguantar, sin huir sino mantenerse firme en medio de las dificultades o contratiempos. Cuando se refiere a Dios se dice “Dios es fiel, es paciente”. Son las pruebas de la vida las que dejan claro el temple o carácter del hombre creyente. Si el discípulo de Jesús huye a la primera dificultad que encuentra en su camino, no es buen soldado para la guerra. La paciencia es una virtud indispensable del amor fraterno entendida como capacidad de sobrellevar las dificultades del encuentro interpersonal.
El evangelio de Mateo 11, 2-11 reúne aspectos de la relación de Juan Bautista y Jesús, el Mesías. Desde ya se nos presenta a Juan corriendo la misma suerte de todos los verdaderos profetas que incomodan por su testimonio y su predicación. Juan está en la cárcel y desde aquí ha oído hablar de la actividad del Mesías y envía a sus discípulos a preguntar derechamente: “¿Eres tú el que había de venir o tenemos que esperar a otro?”(v. 3). En esta pregunta de Juan también Mateo expresa la situación que está viendo la comunidad cristiana de su tiempo y los discípulos de Juan. Éstos no terminan por reconocer a Jesús como Mesías y siguen fieles a su maestro Juan Bautista.
La respuesta de Jesús constituye el corazón del evangelio de este tercer domingo de adviento. Es notable la respuesta. Jesús no responde con una teoría sobre sí mismo. Tampoco se pronuncia directamente sobre su condición de Mesías esperado. Más bien, Jesús describe su acción liberadora mediante milagros y signos. Por eso es tan decisivo el inicio de la respuesta: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes ven y oyen” (v. 4). Las obras de Jesús, en la línea de los oráculos proféticos, dejan claro que Él es el Mesías esperado. Sin embargo, incluso para Juan y sus discípulos, la acción liberadora de Jesús resulta desconcertante. ¿Por qué? Porque no responde a los parámetros religiosos que Juan dejaba tan claros en su predicación y en sus signos. Jesús dirige su misión al pobre y necesitado. Así dice: “Los ciegos recobran la vista, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres reciben la Buena Noticia” (v. 5). ¿Son gestos políticos extraídos de un programa de promoción social? ¿Es que Jesús estaba pensando en una ONG de solidaridad? No, aunque podrían dar pie a pensar que eso basta. Los gestos liberadores de Jesús se dirigen a las personas que necesitan vida. Y la identidad de estos gestos liberadores o redentores buscan curar, sanar y liberar la vida. La respuesta dada a los enviados de Juan se sitúa en esa cercanía de plenitud humana integral. Jesús ha venido “a darnos vida en abundancia”. Y la vida de las personas es el don más grande que cada uno lleva. Jesús ve a los ciegos, a los sordos, a los cojos, a los leprosos, a los muertos, a los pobres con una mirada que nadie más es capaz de tenerla. Jesús “ve y oye” lo que cada uno lleva y vive en su más profundo mundo personal. Muchos seres humanos, lo que necesitan para ser liberados y curados, no son las grandes organizaciones y los cambios de las estructuras. Necesitan “un poco de ternura”, lo que se expresa en acogida, palabras, gestos, diálogo, contacto, abrazos, caricias, dignificación, etc. Entonces los gestos de Jesús y los nuestros pueden ser liberadores y sanadores. Jesús se muestra como un apasionado por la vida y su lucha es contra todo lo que bloquea la vida, la mutila o la empequeñece. Jesús siempre sembrando vida, salud, sentido, esperanza. Aunque es necesario luchar contra toda forma de injusticia y opresión con firmeza y tenacidad, no es suficiente para liberar a los hombres y mujeres y hacer surgir el Reino de Dios. Es necesario abrazar los gestos liberadores auténticos cargados de ternura que ofrecen horizontes nuevos a las personas al modo como lo ha hecho Jesús. Sólo éstos anuncian y hacen presente el Reino.
Terminemos diciendo algo sobre una declaración de Jesús cuando dice: “¡Feliz el que no tropieza por mi causa!”(v. 6). En Jesús se manifiesta el Padre como Dios de la misericordia que sale al encuentro del hombre para compartirle su vida divina y regalarle la Buena Noticia; sin embargo, esto no significa que todo será acogido y vivido como don inmerecido. Muchas personas pueden sentir que el Dios de la ternura y de la vida nueva no cumple con sus expectativas, no responde a sus esperanzas. Pueden sentir que Dios les defrauda, sobre todo, si se han hecho un Dios a su imagen y semejanza y del cual no están dispuestos a desprenderse. Entonces el Dios hecho carne rompe sus esquemas, no va con ellos. Esto es lo que Jesús declara: “¡Dichoso el que no se escandalice de mí!”. Nosotros, discípulos creíbles, convencidos y convincentes, sabemos que la fe en Jesucristo es un manantial de vida nueva, que Él nos ha cambiado la vida, que Él nos abre un horizonte de felicidad que no estamos dispuestos a cambiar por nada de este mundo. Para nosotros, Jesús, Hijo amado del Padre hecho hombre, no nos escandaliza ni su persona ni su mensaje ni su obra redentora. Podemos contarnos entre los portadores de esta bienaventuranza frente a un mundo que no comprende y combate persistentemente la novedad del Reino y todo lo relacionado con él como Jesucristo, la Iglesia, la vocación cristiana.
Valoremos nuestra condición de discípulos misioneros de Jesucristo, miembros del Pueblo de Dios comprometidos con los valores del Evangelio. Un saludo fraterno. Fr. Carlos A. Espinoza I.